jueves, 12 de diciembre de 2013

TRIPERO

-Debe ser de dónde viene, mi amigo, de ahí debe venir la cosa. -No, es que así se nace nomas. Los dos, sentados en una mesa raída y con vista a la cale dejan de hablar por un rato y miraron hacia afuera. Uno se tragó la caña de un tirón y el otro se acomodó el cinto medio a escondidas. La ciudad y los tiempos ya no estaban para andar mostrando filos brillantes. La carraspera de Dionisio quería decir algo, o quería invitar a seguir la charla. Pasó un colectivo con el escape libre, puro humo. Adentro del bar, varios como ellos gastaban sus jornales en alcoholes y rememoraban viejas hazañas de potrero y corral. Algún grito, tal vez. Y el sonar de los vidrios que iban y venían. Hacía años que Dionisio y su compadre no lo veían por Mataderos, sabían por qué, pero se preguntaban por la larga ausencia. -Hace poco dijeron de él en el diario, parece que anduvo de viaje. El hombre no era para morir entre vacas. -Nació pare eso, como le dije. Si estuviera en ésta mesa andaría penando. -.Unos nacen con estrellas y otros, estrellados, decía mi madre. -Qué lindo hubiera sido saber agarrar el lápiz, para ver como es- Los dos volvieron a hundirse en la pausa y el trago. Sabían que no verían más al tripero viejo.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

SOLOS 2

El canillita ya está veterano, agita los papeles al viento en una esquina de Palermo y cuando pasa el mediodía, busca refugio en la sombra que proyecta un kiosco de revistas. Allí duerme su siesta con su cansancio y los diarios que sobraron. Nunca, en siete años, lo vi acompañado. ¿Dónde dormirá por las noches? Ah, no, cierto que es canillita y tiene que estar alerta al camión que llega por las madrugadas. ¿Dormirá? No sé qué y quien lo abriga, pero está solo. Ocurrió durante una madrugada de febrero del ´78. Mi hermanito y yo íbamos sentados en un sillón. Encima, una frazada atada con piolines flameaba por el viento de la ruta. El camión lleno de muebles rebotaba en el asfalto. Hacía frío, pero no pasaba más allá que los abrigos. La noche era cerrada, cerradísima mientras cruzábamos tierras entrerrianas. La poca luz que se metía entre las maderas venía de otros faros de otros camiones. Mi hermano se durmió y yo me hice el dormido. Desde mi asiento pude ver una brasa que bajaba y que al subir se encendía más. Papá fumaba y fumaba. Con el tiempo interpreté su insomnio como una señal de vacío, de preocupación, de soledad. Me voy a trabajar a las diez de la mañana. Cierro la puerta de calle con llave y camino hacia la esquina y en ese trayecto miro a mi derecha cuando paso por la puerta del 3290. Ahí está, la vieja persiana vertical semicerrada y en el medio una ventanita por donde se divisan dos ojos ancianos. La mirada me sigue. Vuelvo a las ocho y si es verano, todavía se ve. Miro a mi izquierda a la altura del 3290 y los ojitos claros me vuelven a observan. Un día, esos ojitos dejaron de estar. La casa se demolió para levantar un edificio espantoso. De vez en cuando miro al costado, para ver esos ojos pero ya no están pero me encuentro con otras soledades. La abuela Emilse se sienta debajo del paraíso maltrecho del patio y se inclina hacia delante. Afloran los recuerdos, seguramente. Esa seguidilla de hijos chiquitos que la miran alejarse casi para siempre. Escucha alguna música del litoral y llora. Al rato, los nietos caminan a su alrededor sin preguntar y dos de sus hijos también. Charla, se seca las lágrimas con disimulo y a pesar de la gente se siente sola. Así se sentirá por siglos. Aquel navegante se emperró a pesar de la oposición de su familia. Cruzó al mar hacia Europa y desde sus costas se embarcó en un aparato flotante, diminuto. Pasó semanas a voluntad de las corrientes y fue recibido por muchedumbres de éste lado del mundo. Algo habrá pasado, porque nadie quiso volver a nombrarlo y volvió a la misma soledad que experimentó en el agua. Lo tuvo todo. Fueron diez años de luces, guirnaldas, honores y adulaciones. Fue elegido dos veces, bailó en la televisión, hizo y dejó hacer. Pensó en pasar a la historia sin ser solemne, se sintió adorado y atravesó tempestades familiares y políticas. Nada logró tocarlo de cerca, ni las bombas, ni los barrotes, tampoco la miseria que veía a su alrededor. Pero el reloj corrió cada vez más rápido y surgieron otros nombres. En sus ojos se ve la marca más cruel de la soledad. Jamás volverá a ser tenido en cuenta. Sólo tendrá la certeza de que será un nombre más en la lista cuando ya no pueda verla.

lunes, 9 de diciembre de 2013

MIEDO, TERROR

El dueño del sol transita el patio del conventillo durante las tardes de verano. Mamá me amenaza con el dueño del sol. Si no duermo la siesta como todos, quien sabe lo que va a pasar. Todos duermen mientras el sol de enero pega en las chapas viejas de la casa y yo, enemigo de dormir de más, me levanto sigilosamente y me arrimo a la ventanita de la puerta de madera. Destrabo esa gotita de metal y escucho un carraspeo terrorífico. Era cierto nomás. Alguien debe haber que envenena a las ratas. Consigo permiso para caminar hasta el baño del fondo y ahí, al lado de la puerta de metal, una rata grande como un gato respira agitada y me mira fijo. Vuelvo corriendo y aviso. “Está agonizando”, me dicen, y evito meterme al baño. Me aguanto el pis toda la noche porque la rata estaba ahí, y porque alguien se encargaba de envenenarlas. El rancho de la chacra huele a cáscaras de arroz viajo. Al lado, en el galpón de las maquinarias, el olor a aceite aturde y marea. La casita, especie de rancho, tiene techo de paja y muy cerca, suenan las ranas y los bichos que no conozco. Papá me dice que hay serpientes de agua, como en toda arrocera, y pronuncia la palabra guaraní: ñacanina. Hay que dormir con la puerta abierta por el calor. El sueño vence al temor y a la mañana siguiente, el viejo me explica que para impedir la entrada de las arrastradas hay que poner un diente de ajo en cada lado de la casa. “Cuidado, que ahí viene Cicuta”, le decimos a los hermanitos, asomándonos por el zaguán. El linyera se arrastra caminando desde Belgrano hacia Moreno. Sucio, maloliente, pedigüeño. El tizne de su cara delata años de abandono. Los nenes corren hacia adentro y nosotros los más grandes, nos divertimos. Los roles se invierten y terminamos haciendo lo mismo que nuestros padres. De todas formas, jamás nos podríamos arrimar a Cicuta, por las dudas. El señor está allá arriba en su oficina vidriada. Desde su mira, puede ver a todos. A los que trabajan, a los que hacen que trabajan, los que llaman por teléfono, a los que comen y a los que se van temprano. El gentío de obreros, allá abajo, trabaja y pierde segundos de su jornada laboral mirando para ver si los miran. Cuando salen a la calle se sienten libres y hasta se animan a cruzar en medio de la velocidad de los autos. Al otro día, vuelven a esa especie de película de terror. Me recomiendan una changa en un depósito y voy a presentarme. Al entrar me encuentro con filas y filas de rascacielos hechos de paquetes de libros y revistas. Los pasillos son intrincados e infinitos. Las semanas y los meses transcurren y mis compañeros abandonan uno a uno su puesto en busca de oportunidades mejores. Voy quedándome solo hasta asumir la jefatura del lugar. Desde los costados y arriba me siento observado por los dibujos de Breccia. Todo es en blanco y negro y cada día que pasa, todo en más negro y más blanco. Aprendo a vivir en soledad esas ocho horas diarias, a los silencios, a los ruidos de las lauchas, al ruido de algún pilón que se cae. Nunca apago las luces, tampoco me quedo a dormir, ni siquiera con la chica de al lado. Entro a las ocho y salgo a las cuatro. El miedo, y a veces el terror lo acostumbran a uno, de verdad o de mentira. Vamos al cine a morirnos de miedo, a querer salir corriendo tras aquel hachazo en la pantalla. Y siempre o mismo, nada sorprende. Queremos que nos vendan el terror, porque así es más real.

lunes, 2 de diciembre de 2013

DE VUELTA ADENTRO

Corro y me agarran, y en la huída se caen tres kilos de asado de mis manos. Me cansé de pedir, y por eso no le di bola a Papá cuando me decía que no robara, que pidiera. Las manos contra la pared ahora y a pasar la noche en la comisaría. Amanece y me llevan al juzgado y desde ahí, sin más palabras, un camión de chapa se pone a rodar por la ruta conmigo a bordo. Hace calor y tengo hambre, el mismo hambre que me puso en ésta situación. Se oye el freno y las llaves que giran, me bajan sin esposarme y me conducen por un edificio largo como la incertidumbre. Me piden los datos, me sacan algo que guardaba entre las medias. Yo no quería llegar a esto, pero me cansé de pedir. Mi compañero de celda me da la bienvenida y paso la noche sin dormir. Al otro día en el comedor, convivo con asesinos de suegras, extraditados, traficantes. Todos miran al nuevito con cara de asco, todos los días, mientras pasan las semanas. Otro recluso que está dos celdas de la mía me sugiere una mudanza al pabellón de los evangelistas y acepto inmediatamente. Rezo todas las noches, leo el libro con tapa negra, me arrodillo para preguntarme por qué. Llegan mis viejos los días de visita, también y entre semana mi abogado. Nada, los papeles están clavados en algún juzgado sin moverse y se va un año entero. Me acostumbro a la cómoda rutina de trabajar y rezar, me porto bien. Un día, el sonido de las llaves girando me saca del sopor y otra vez a caminar los pasillos. El jefe me explica que es injusto, pero que habían errado en tribunales, me agradecía por mi buen comportamiento. Salgo a la avenida desolada donde unas mujeres acarrean bolsas de mercado y angustia. “Venite para la Iglesia”, me dijeron antes de salir y ahí voy. Hay Biblias, bancos donde rezar, abrazos y palmadas, dos veces por semana. Pero el estómago hace ruido y ya no quiero volver a ver la cara a los viejos y otra vez, pasan los días y las negativas. No quiero pedir, y por eso decido cambiar de mercancía. El “negocio” sale bien por un tiempo y ahora estoy de nuevo, corriendo contra el tiempo y los metros. Me persiguen con más furia que antes y me alcanzan más pronto. Y la historia vuelve a comenzar.

UN POCO DE NO HISTORIA

La imagen impacta por el dramatismo que transmite, por su movimiento y sus colores, por la destrucción que cada protagonista ocasiona y a la vez sufre. La observo mientras espero en esa antesala. No hay revistas y entonces, no queda otra que ver ese cuadro largo y angosto. Falta alguna referencia, me arrimo para ver mejor, no, no existe señal alguna de qué, dónde, cómo, cuándo. Llaman por mi apellido y paso al consultorio. En los parlantes suena música clásica. Cuando la consulta llega a su fin me enfrento a la puerta de salida y ante otra perspectiva, más cuadros sobre el mismo tema estaban colgados a mis espaldas. Me prometí averiguar, no iba a preguntarle a ese médico antipático ni a su insulsa secretaria. Salgo a la calle, tomo el colectivo y me olvido del asunto. Nombres guaraníes de batallas cuelgan en los carteles de las calles y son solo eso, nombres con números. El viejito italiano de mi vecindario habla de la guerra y a los ojos de un chico suena como una gran aventura. Por las tardes se asoma al zaguán y mueve su rostro hacia una esquina y hacia otra de la cuadra. Saluda con simpatía pero hay algo en su cuello que hace a sus gestos mecánicos. Ese hombre atesora un casco de aviador en su aparador. Su esposa, viejita y delgada, sale al patio de vez en cuando y lanza gritos hacia el cielo de Almagro. Por la tarde ve aviones bombardeando su pueblito en la montaña. Los dos desaparecen del mapa mientras la vida transcurre para nosotros, que ocasionalmente los recordamos. La primaria pasó entre pocos gobiernos democráticos y muchos de los ilegales. “No hay más delegados en el gremio”, me dijo un día el tío sin dar más información. Y la palabra delegado no podía salir de la boca. Rosas era un tirano, fue otro argumento, sin contrastar a ese hombre colorado con los que desde la ciudad todopoderosa conducían una fuerza tan fuerte como contraria. Perón no se dice, y menos en casa. El viejo ya había vuelto y ganado las elecciones. Todos vimos sus funerales por la tele y sin embargo, el apellido no se pronunciaba. La Campaña del Desierto fue una campaña, no una invasión cuya consecuencia fue una gran torta de tierra para algo más de cien familias. Sé que al abuelo y a sus dos hermanos los envió el bisabuelo para que no ser enrolados rumbo a la guerra. Allá se queda el viejo, en ese pueblo del desierto, esperando lo peor pero con la satisfacción de haber mandado a los jóvenes a América. Los tres hombres llegaron en diferentes momentos y progresaron gracias a su simpatía y aptitud para los negocios. Hace poco me enteré sobre quienes los empujaron a cruzar los océanos. Fueron los mismos que invadieron otro país cercano para arrasar con millones de personas. La materia historia no sólo falló en la escuela, también fue ninguneada en la familia, que habló de guerras sin saber ni querer saber de quienes contra quienes. Una guerra más, como algo normal que sucede siempre en otro lugar de la tierra.

miércoles, 30 de octubre de 2013

ISLOTES

Viajábamos en la lancha colectiva, no hace muchos meses, cuando escuché la aseveración en boca de la guía de turismo. “El Delta se irá desplazando por el efecto de la arena y las aguas hasta que las islas lleguen a estar enfrente mismo de la costanera porteña. Pero no lo van a ver, porque van a pasar 250 años”. Tanta seguridad me arruinó el viaje y me la pasé preguntándome por qué. Todo era sonrisas en ese ómnibus de madera impulsado a gas-oil, y el sol y los gritos de los chicos contagiaban optimismo. El aire límpido atravesaba las ventanas y pegaba de lleno en esas caras acostumbradas a las sombras de la ciudad. Miré a un costado, mi madre sonreía. Más allá, las chicas también reían. Me mudé a una butaca de babor, y saqué el brazo para mojar mi mano con la fuerza de las aguas y me olvidé del asunto. El paseo estuvo bueno, de vez en cuando pasábamos raspando por debajo de alguna rama de sauce llorón, los pasajeros sacaban fotos y chupaban naranjas. La idea de las islas volvió a mi cabeza y para justificar mi disgusto imaginé miles de islotes más, y de riachos más, y todo ese encanto multiplicado por mil. Me puse contento y pensé en qué podría perjudicar el desplazamiento geográfico en sus habitantes. ¿Se acabaría el encanto? ¿Construirían rascacielos? ¿Será que el hombre es el responsable de todo? ¿Terminarían mis ilusiones de tener una casita en el Tigre? Como una idea que se queda en cerebro para destrabarse mágicamente cuando menos se la espera, el motivo de mi molestia se develó. Así como al hombre de pueblo no le gusta que le cambien demasiado el paisaje, lo mismo le pasa el de la ciudad. “No somos tan abiertos”, pensé. Salgo todos los días a la calle y veo edificios donde antes existían casas con buzones en las puertas y eso ya es demasiado. Quiero que los parques sigan estando en el mismo lugar, quiero que al empedrado nadie lo saque y quiero que el río siga siendo marrón, ancho y turbio. La línea recta del horizonte es lo único que nos queda y más allá hay otro país. Pero está bueno no tener que ver la costa de enfrente. Me imagino al hombre del Delta, despertando por la mañana, mate en mano y viendo la corriente que corre hace siglos. Quisiera que mi descendencia pasee por la costa imaginando lo que hay del otro lado.

LA SIERRA

Es curioso, el sabor de éste plátano me recuerda al que comía en Alta Gracia, ese que compraba la chica en el mercado. Bueno, a dejarse de pensar en pavadas y a subir la cuesta. Vamos burro! Vá, vá, va´, arriba burrito lindo. ¿Llegaré allá arriba? Tendría que haber dormido anoche, a pesar de los tiros pero ahora estoy acá, a lomo y a los sacudones, cuidándome y cuidándonos de los barrancos. Sólo quisiera leer un poco cuando alcancemos una planicie. Desde acá arriba todo es más lindo, ojalá que esta revolución no se acabe nunca, que dure, así me quedo a vivir tranquilo algún día. De haberme quedado allá ya sé, tendría la ropa bien limpita. Me levantaría por las mañanas y mate en mano, leería los diarios antes de ir al hospital. O quizás, tendría un consultorio. Me casaría con la más linda, y un coche grande vendría a buscarme, tal vez iría en tranvía. Pero todos los días serían iguales, salvo algún congreso. Leería tantos libros, pero acá también leo mucho. Curaría gente, pero también en la sierra tengo que hacer curaciones de apuro. Tendría algunos amigos, atildados sí, aunque en éste lío en el que me metí, sospecho que los amigos serán para siempre. Llegamos a la punta del cerro y también bajamos durante semanas y ahora estamos transitando el lugar que nos corresponde. Ya entramos en la historia y queda tanto por reconstruir, que no van a alcanzar los días y las noches para tanto trabajo. ¿Cuál es el límite? ¿Quién me dirá hasta dónde hay que ir, por más que las cosas vayan bien? Después del triunfo, de la organización, de la fe mutua entre nosotros y los estudiantes y los guajiros, ¿Qué vendrá? El tiempo pasó rápidamente. Ahora me voy muy cerquita del país donde nací. Desconozco mi destino y sé que no va a ser fácil. Si sale bien, entraremos por el norte y desde allí no nos va a parar nadie. Si sale mal quedará en eso nomás, pero estoy seguro, porque la historia se repite, que seremos silenciados y hasta burlados durante décadas. Muchos y a la distancia van a vivarnos, y el tiempo nos dará la razón. El continente se despertará cuando todos juntos quieran despertarse. Y será en ese momento en el que nuestra visión por fin va a ser reconocida.

viernes, 25 de octubre de 2013

SOLOS

Licha y Pedro eran dos hermanos que vivían juntos en esa casa de una planta. Vivían con lo justo, pero a esa edad donde todo está jugado, llevaban las carencias con una sonrisa. Evitemos decir pobreza digna, porque la pobreza no es digna. Todas las noches, uno de los dos levantaba el teléfono y llamaba a la casa de comidas. La conversación era más o menos la misma, cuatro empanadas, a veces cinco, que un ciclista les traía al rato. Dos de carne y dos de verdura, el lujo diario, premio para una trayectoria de empleados cumplidores que terminó en mismo día de la jubilación. El sol casi siempre aparecía en la ventana de Licha. A Pedro en cambio, la penumbra de la parra no lo afectaba. Al fin y al cabo eran dos hermanos que en su vejez seguían tratándose con respeto y cariño como cuando eran jóvenes. Una noche en la que Pedro tomó dos vasitos más de vino le dijo a Licha: “vos y yo nomás, pero te juro que voy a estar con vos hasta el final” Los dos se fueron a dormir, en silencio y se sintieron dignos. La noche siguiente los esperaba con empanadas y vino común. Los chicos de la pizzería, a veces no les cobraban. Fueron dos años de clientes fijos de un lado. Del otro lado de la línea, la parejita de jóvenes juntaba peso a peso para pagar sus cuentas pero de vez en cuando, dejaban de lado los números para hacer alguna excepción. Las nubes amenazaron el barrio de la casa de Licha y Pedro. También amenazaron a la pareja joven y a su negocio. El agua cayó del cielo como desgracia, sin parar, y las calles se transformaron en rabiosos ríos de montaña. Se metió con fuerza en lo de los viejitos y tiró abajo la mesa donde Licha se parapetaba. La anciana desoyó a Pedro y salió por el pasillo a ver qué podía hacer. Le costó llegar a la vereda, esa franja de baldosas de su infancia que ahora ni se veía. Pedro apenas le alcanzó a tomar de una manga pero Licha se fue calle abajo, girando en un remolino de hojas, agua y mugre. Pedro salió detrás de ella, quizás sin esperanzas de salvarla pero con el propósito de cumplir con aquella promesa y también se dejó llevar. A la mañana siguiente, ella apareció en la calle 16 y él, en la 22, callados para siempre. El agua comenzó a bajar. La parejita rearmó como pudo el negocio con la ayuda de hermanos, amigos y vecinos. La máquina se puso a funcionar y en una medianoche de buenas ventas, los dos se miraron como prometiéndose lealtad eterna. La misma de aquellos viejos. Las promesas cumplidas impregnan dignidad, la pobreza no. Esta historia ocurrió de verdad en La Plata, en la noche del 2 de abril de 2013.

martes, 15 de octubre de 2013

BOEDO

Boedo es lo más porteño de la ciudad. Es el Valiant de mi papá, mirando al revés, en la calle Estados Unidos cuando era mano y contramano. Recuerdo ese flash como la primera imagen de mi vida. Es la parra del conventillo y los bichitos de San Antonio. La hilera de piezas y las fiestas familiares con las puertas abiertas a la calle. Doña Carmela y toda su bondad y generosidad calabresa. Don Cirilo y sus misterios, las siestas de verano al aire libre, la visita inesperada de algún tío lejano, las correrías con mi hermano. Mamá haciendo crema de vainilla y un vecino tratando de convencerme para que me haga cuervo. Los ecos de gol que venían de avenida La Plata. Los corsos interminables, las mesas improvisadas vendiendo pomos y papel picado. La avenida Boedo, el Sol di Napoli, la Piccoli Italy, el café Dante y la sagrada pizzería San Lorenzo. Los hermanitos que fueron llegando. Después de Boedo, la familia fue a parar a Almagro. En Almagro, todos esos años fueron nublados. A Boedo la recuerdo siempre soleada.

POETAS

Las películas muestran a poetas inspirados, al borde de algún lago o bajo un sol brillante. También, encerrados en un lóbrego cuarto, sentado en alguna mesa despojada y gris. Siempre quise saber si vivían de esas letras encolumnadas. Me costó comprender que cualquier mortal a quien se le entienda y que tenga algo para decir pudiera escribir, aunque para comer trabajara en otros oficios. Cuando la palabra escrita llega al corazón, no hay caso, se queda para siempre. Y siempre se hará lo posible para darla a conocer o para que sirva de refugio. Tuve oportunidad de conocer y trabajar con tipos que hubieran dado cualquier cosa por vivir de las letras. Ninguno de ellos –anónimos o muy conocidos - pudo parar la olla ni con sus poesías escritas en bares u hoteles lujosos. Es posible que sigan esperanzados pero mientras tanto seguirán pagando sus cuentas, ejerciendo el oficio de periodistas, de prenseros o pizzeros. Alguna vez fantaseé con ganarme la vida con una máquina de escribir pero no me dejo llevar por excesivas ilusiones. No tengo tiempo pero sí mucho trabajo. O quizás algún día, cansado ya de esperar esa señal, vuelva a las columnas mensuales del debe y el haber.

viernes, 4 de octubre de 2013

NEGACIÒN

Transitábamos la plaza de mayo desorientados, perdidos. Sólo unas pocas palomas o alguna sirena rompía el silencio de ese pedazo de mundo hecho para el bullicio. Nos sentamos en un banco. El, mirando hacia el ministerio y yo, a la entrada del subte. Recordé los gases lacrimógenos y las corridas de los azules en dirección contraria a la nuestra. ¿Dónde quedó aquello? Las chicas pasan delante, exhibiendo brillo y sonrisas vacías. Los años noventa estallan, y se abren camino incendiando el pasado con desdén. La desilusión mata a los idealistas. Lo veo salir de la boca del subte y temo equivocarme pero es él. La última vez que nos habíamos visto fue en una fiesta, en una casa. Recuerdo su pullover con animales andinos estampados, su morral de lana, los rulos interminables, su discurso. Habían pasado tres años nomás. ¡Cómo estás, viejo! ¿Qué hacés acá? , me dice como si nada pasara. Lo miré de arriba abajo, vieja manía mía que me serviría tiempo después para ejercer el periodismo. El hombre trajeado ya no tenía tiempo, corría son sus zapatos lustrados, pilcha y valija de cuero. Venía de una entrevista en la Casa Rosada. Atrás quedaron sus mujeres licenciosas, se casó con una señorita cuyana de apellido doble. No puede ser, pensaba, mientras me encontraba a uno y otro por las calles ahora distintas pero siempre rotas. Todo estaba perdido, nuestras peleas, los palazos, las lecturas, el reclamo por los que no estaban. Un presidente con promesas de revolución destrozó las mentes a quienes se dejaron destrozar. Los intereses eran otros: plata fácil, shoppings, excursiones, primer mundo. A ellos también les pasó, pero aún no se despabilaron. Los historiadores lo decían y nadie les daba bola: “Si escondés a los muertos debajo de la alfombra, ellos te perseguirán sin descanso hasta que al fin te desplomes. Hay que honrarlos, ver la realidad, la única que existe”. Aquel presidente se fue, algún día tenía que irse. Llegó otro y todo voló por los aires, y así. Pero los muertos fueron sacados de los escondites y comenzamos a vernos más reales. Llenos de defectos de argentinos, pero más reales. El periodista que salió del subte no cambió, pero otros sí cambiaron, demostrando finalmente el pensamiento de toda su vida. Hace poco más de un mes tuve la oportunidad de entrevistar a un juez español desafectado de sus funciones por la Justicia de su país. Encendí el grabador y la cinta corrió para registrar lo que en un principio fue charla. ¡Qué paradoja estar acá!, dijo el hombre abriendo los brazos para hablar del país que lo había adoptado. Por sus gestos entusiastas, el juez daba a entender que empezaba una nueva vida, como si de vuelta se hubiese recibido. Gestos, actos, las agujas del reloj y las vueltas de la vida. Un hombre no es lo que dice, sino lo que hace. Un país no es lo que muestra, sino lo que consigue demostrarse.

martes, 1 de octubre de 2013

EL MAESTRO

Un manojo de nervios concentrados en la panza separan mi dedo del timbre blanco. Pasa un auto saltando por la calle empedrada y sin saber qué hacer. Me dijeron que el viejo vivía ahí, en esa casa. ¿Y si vuelvo otro día? Me siento en el cordón con los dibujos bajo el brazo y pasan como tres horas. Es verano en Buenos Aires. Me animo y le doy un golpe cortito a la tecla, ladra un perro y se escucha un carraspeo detrás de la puerta. Se escucha la llave, que gira dos vueltas. El hombre, en camiseta y despeinado me mira y sonríe. La experiencia hace que adivine mi intención. “¿Cómo se llama usted?, me dice y se hace un lado para darme paso”. No sé qué decir, y se acerca la esposa con una jarra de limonada en una mano y un vaso en otra. “Quiero ser como usted, le digo”. El maestro se ríe y me sugiere ser mejor que él, pero ya habrá tiempo para eso. Despliega las láminas sobre el tablero, y mis dibujos cubren los suyos, esos que va a entregar para el otro número de la revista. Me voy sintiendo cada vez más cómodo y hablo con facilidad, la magia de sentirse apreciado. “Mirá, vos dibujás directamente con birome pero te voy a enseñar” Primero pasa el lápiz, le da forma al personaje y después, toma un plumín, lo sumerge en la tinta y remarca encima del boceto. Aparta el dibujo y pasa al otro. El sol nunca cae y lo veo trabajar, no siempre habla pero tiene el carácter de una persona conforme con sí misma y con su vida. De repente, me entrega sus tiras y una goma de borrar color tiza. Me pide que borre el lápiz con cuidado y me siento en la gloria. A la semana siguiente voy corriendo al quiosco y compro la revista. Ahí están los monitos borrados por mis manos, Papá propone un brindis en casa y duermo abrazado a la revistita. Los años pasan a toda velocidad para enseñar que no solo la adversidad es motor de la vocación. Creo, a ésta altura, que soy quien soy por el afecto y la confianza que me dieron entre ellos, aquel maestro.

martes, 17 de septiembre de 2013

ESTE QUÈ...

Vamos a toda velocidad por la avenida Juan Be Justo. Yo, todavía a la espera del carnet miro de reojo las maniobras maestras de Papá. Esquives, piques, la velocidad puesta en el momento justo. Estaba nublado ese día, y era muy joven. En la radio del auto, tango y tango, y la voz engolada del locutor presentador. La música, los sonidos, los olores se presentan en forma de imágenes. Aquel tango floreado, orquestado y con ritmo a lo D´Arienzo fue el mejor. El tecleo furioso del bandoneón al compás del empedrado. Es uno de los recuerdos más lindos junto al viejo. Los dos en silencio, el veterano y el pre colimba. Bajo del ómnibus apurado, llueve caliente en ese pueblo del Brasil. Hasta allí llego sin más brújula que la diversión. ¿Dónde estará la casa de la viejita de la que me hablaron? Las luces de la tarde comienzan a encenderse, en la bahía se reflejan. Para la lluvia y el calor levanta un vapor de las calles de piedra. La viejita me hace pasar, contenta. Me sirve café fuerte y pasteles de banana. Su marido, también inquieto con la visita, se dispone a homenajear al argentino. Camina hacia un viejo combinado, enciende y de una pila de discos saca uno de tango. Uno de los tantos que había comprado. El gaúcho se ríe y me mira, y yo le pido algo movido, más acorde con el ambiente. El tipo me discute, para él, es mucho mejor nuestra música que la suya. Una línea de nostalgia puede notarse en su negra mirada. Soy porteño, superé los 40 y se cumplió la ley. Ya me lo habían dicho y me les cagaba de risa. Te va a gustar, porteñito de Boedo, te va a encantar y te vas a acordar de nosotros los viejos chotos. Lo decían con afecto, quizás por eso tenían razón. Sí, cada vez me gusta más, como cada vez me gusta más la ciudad. No me importa el ambiente ni el reviente. No me importan los viejos carcamanes que se las saben todas. Ya no escucho tantos consejos, ni gauchos ni tangueros. ¿Qué importan los renuncios de Pichuco? La pelea entre minas solo les interesa a ellas. Ojalá perduren el cayengue, la palabra y el honor.

miércoles, 28 de agosto de 2013

CINE POBRE

Dormía plácidamente cuando sonó el teléfono, a las tres de la mañana. No atendí, me di vuelta y continué durmiendo cuando sonó otra vez. Del otro lado del cable, una tonada caribeña me saludaba con ímpetu. “¿Es usted José Quatracci? Felicitaciones, ha ganado el gran premio. Más tarde, miembros del comité se comunicarán con usted para darle más detalles”. Me rechinan los dientes, voy al baño y qué tanto, ¿para qué dormir? Me hago un café y prendo la máquina, a ver si se trata de una broma. Tres horas más tarde, una catarata de llamadas desde las radios. La idea saltó en un bar tres años antes. Era domingo por la tarde y en el barrio no había mucho lugar para acudir. Todos las meses estaban ocupadas por parroquianos, cabeza levantada mirando la pantalla. Contaba con ahorros, que si bien no me alcanzaban para un coche y mucho menos para una casa, venían bien para darme un gusto. El guión tardó tres días con sus noches para verse terminado y de ahí, mi propuesta al dueño del bar. Solo un habitué, hincha de Racing al que agarré en un mal día, no me acepto. Todos los demás, por curiosidad o de aburridos, aceptaron. El rodaje se inició la semana siguiente. Todas sus vidas, de manera real o ficticia se verían entrelazadas en el film. Eramos tres tipos detrás de las cámaras, más algún asistente, mi camionetita, dos caballetes y un tablón donde pondríamos el catering. Me sentí ese cineasta, Ed Wood creo que se llamaba, que filmaba toma tras toma por cuestiones estéticas y de dinero. Y la plata se me acabó cuando rodaba. Se editó poco, y un amigo de esos ansiosos y desinteresados que uno tiene se apoderó de un material que agitó en los lugares indicados. A los cuatro meses participaba sin éxito en un festival zonal de cine independiente. La brisa cálida recorre mi rostro y se mete debajo de mi camisa. Acabo de bajar de un avión y ahora me encuentro en el aeropuerto de un país que ni soñaba conocer. Desde allí, rápidamente, me recoge un taxi que me conduce a la ceremonia. Llegamos a tiempo, me siento en el teatro lleno y pronuncian mi nombre. Soy el premio mayor al cine pobre. Recibo un trofeo dorado y se me cruza la palabra “pobrísimo”. Me hacen notas, figuras reconocidas del cine mundial que me votaron, ahora posan conmigo para las fotos. Estoy cansado, feliz por momentos, todo me llegó por sorpresa. Ahora sí, me llevan a un hotel cuya fachada impresiona. En el hall, una corte de sirvientes se ocupa de mí. La suite es más grande que toda mi casa. Abajo me esperan para la cena de gala. No tengo tiempo para saludar a tantos todo el tiempo, no tengo tiempo ni toda una vida para saborear manjares de mesas kilométricas. Dos de la mañana, todo termina. Subo a mi habitación y contemplo la bahía. No es el olor al que estoy acostumbrado. “Premio al mejor film del cine pobre”, repito para mis adentros. Dudo si lanzarme al cine comercial, ahora que sí puedo. Lujo, premios, suite, mujeres en un book, estrellas de Hollywood. Todo gracias a mi cine pobre.

viernes, 23 de agosto de 2013

SIEMPRE HAY UN GUAYAQUIL

¿Qué terminaríamos haciendo con la estancia? ¿La partiríamos en dos? ¿O acaso una cooperativa y asumir pérdidas? Hay mucho para sacar desde dentro de ese campo interminable a orillas del río, una extensión que pertenece a la familia desde hace un siglo. Para definir su destino precisábamos de una decisión importante, pero la reunión se posponía todo el tiempo. El acuerdo para verse llegó, la otra parte representada por un primo me esperaría tranqueras adentro porque vivo lejos y él en cambio, no. Allí estaba sonriente, esperando al pie de su camioneta. Allí estaba yo, colmado de desconfianzas. Ambos desconfiábamos uno del otro pero no había alternativa, el encuentro debía hacerse. Cada uno traería a dos o tres integrantes de la familia para oficiar de testigos. El almuerzo, servido en una mesa de cinco metros comenzó. Transcurrió mucho tiempo entre ensaladas, vino y carnes. Hasta pareció que nunca hubo diferencias. Pero en el fondo jugábamos al TEG, uno estudiaba al de enfrente. De un lado, el hombre de campo, con tiempo más que suficiente para reflexionar en busca de soluciones. De este lado, un tipo de ciudad con cierta saña y ganas de sacarse el problema de encima. En eso andaba la cosa cuando de repente, los dos nos levantamos y con una leve señal nos encaminamos a la fila de los eucaliptus. Los demás se levantaron, pero cayeron fulminados en sus asientos por nuestras miradas. Al cabo de una hora volvimos para encerrarnos en la sala de reuniones, whisky de por medio. Oímos los pasos puertas afuera, el aire se tornó raro. Era el primer día de esa serie de jornadas donde zanjaríamos añejos problemas en busca de un acuerdo equitativo. Los familiares se sorprendieron cuando uno de los dos abandonó la sala, juntó sus cosas y camino hacía su vehículo. El campo siguió como si tal cosa, nunca nadie supo la resolución. Van a pasar siglos y no se sabrá que pasó en aquella reunión misteriosa. No voy a decir qué se dijeron, a qué arreglo llegaron. En toda familia, siempre va a haber alguien que pierda.

miércoles, 21 de agosto de 2013

EL CARRITO

Ese carrito no era como los demás. Era rústico, hecho con cajón para tomates y tenía sólo dos ruedas. Para arrastrarlo, había que poner la soga sobre el hombro y tirar hacía adelante. Aquel carrito, lleno de revistas y libros era feo y pesado, ambos lo sabíamos. Pero tenía algo de épico para esos dos niños emprendedores. Quizás fue el juguete que los impulsó a un futuro mejor. Ese carrito representaba la libertad.

LETRAS

Hay tanto para escribir en este mundo, que cada tanto algún escritor se aventura a hacerlo bien y en serio. Hay tanto para leer, que días atrás ingresé a una librería del barrio de Belgrano y me encontré rodeado de pilas de bosta ilegible. Tentación visual, promesas de buena lectura que irán a desvanecerse en una tarde de playa o el zarandeo del ómnibus. Conozco a un periodista –escritor frustrado él- que hizo pública su donación. Regaló 1.500 libros a bibliotecas populares y se quedó solo con cien títulos. Más que un gesto de buena voluntad, una manera de ventilar la cantidad de páginas leídas. Los clásicos son eso, es indiscutible. Cambian los lomos de las ediciones, los colores, pero allí están, visibles, un tanto lejos de las manos de los eventuales compradores. A ellos se llega por escalera, y a sus precios por una lectora electrónica. Así quedó la biblioteca, anclada en 1991. Fue cuando una de las nenas se fue a vivir a otro lado, a estudiar a la ciudad. Duermo en ese dormitorio rodeado de libros cada vez que voy, y siguen allí, inalterables en su orden. Nadie quiso mover las camas de lugar, ni sacar los viejos muñecos de la niñez. Y en un gesto de integridad y buenos recuerdos, tampoco fueron removidos los libros. A aquel viejito que está firmando ejemplares lo conoce todo el mundo. Miralo, qué sencillo el tipo. Sonríe con todo el mundo, estampa su firma apaciblemente, contento de la vida. Equivocado o no, escribió sobre lo que vio, sin mentir. No se victimizó, ni quiso ser señalado. Practicó la solidaridad, y eso que lo tildaron de derechoso. Nada de eso importa, cuando hizo falta, él sí se jugó por sus colegas acallados. Dos pasillos más allá de esta exposición anual se encuentra el cincuentoso. Acaba de publicar un best seller sobre la vida de un colega que lo tiene sin dormir y obsesionado. Se cree un empresario, ya está resignado a no ejercer plenamente el periodismo y menos, la literatura. Su creación se vende como pan caliente. Ya no importa tanto aquello de los valores ni la palabra. Ahí esta él, firmando y haciendo cuentas mentales. A dos metros, parada, se encuentra su mujer, elegante, bronceada y siempre a la sombra. Especula. El boom editorial de su marido la llevará otra vez a algún lugar exótico, y sus tetas, que perdieron la vertical, podrán ser retocadas nuevamente.

LA RADIO

“Ya está, ya fue, desApareció en el espacio y a nadie más le importa”, decía un conocido locutor y periodista, una vez que la luz roja se apagaba. Nada más equivocado el tipo, pensaba yo detrás del vidrio. En la radio nada desaparece, todo queda grabado en el micrófono, en la antena, en el receptor. La radio en como la tele, donde todo se termina, donde nada es recordado. La gente se acuerda mucho más a los programas de radio presentes y pasados que los nombres de los programas de la TV. Apostemos, a ver qué pasa. Siendo pequeño, me regalaron una portátil. Por la noche me escondía debajo de las frazadas y corría el dial a ruedita, una y otra vez. Meses después, metí un destornillador en una de esas capsulitas y la onda iba y venía. Fuiiiiiiiii. Fiuuuuuu. Excelsior, radio Antártida, Del Plata, Splendid. Un día subí al cuartito y busqué un cable, lo pelé en sus puntas y lo uní a una bobina que es la antena. Por la noche fui a la terraza y pude llegar más allá. Escuché a un brasileño, lejos. Luego, a un locutor de Chile dando las buenas noches. “Ahora es fácil”, resopló un viejo radioaficionado, “Prenden la computadora y se conectan a Tokyo, se acabó aquel encanto”. Llego a casa, enciendo la PC y me conecto a una radio de Beirut. Son las dos de la mañana y la canción, interminable, parece un lamento de alguien al que imagino vestido con grandes trozos de género, sintiendo lo que canta. El encanto nunca se acaba. No me gustan las radios con el estudio a la calle. Prefiero imaginar a los o yentes tal como yo me siento cuando oprimo la tecla ON. ¡Con qué ropa habrá ido la locutora? ¿Habrá hoy alguna mala onda en la mesa? ¿Cuál será el estado de ánimo del tipo del informativo? La radio es también eso. Lo demás es exhibicionismo. La vieja radio de madera y a válvulas está encima de la heladera. Mamá la enciende los sábados a la noche y escucho las bossa nova que quedan alojadas en mi cerebro de chico, para siempre. González Rivero anima los mediodías de timba y tango en los días más felices de mi infancia. Rapidísimo y a continuación, La Vida y el Canto hacen mella, culturalmente. El Tren Fantasma es inolvidable como inclasificable, y su locutor no es ningún jovencito rocker. Bangkok es el programa que abre cabezas. Rodari hace un programa fantástico, que escucho con mi hermano por las noches de frío y calor. Decir poco o mucho, pero sabiendo lo que se dice. Poniendo esa música que a uno le gusta. Sentir que se está haciendo un bien. Sentir que la hora o las dos horas o lo que fuera les sirvió, a propios y a lejanos. Ganar la calle con la sensación de que no fue en vano.

EL VIAJE

¡Cuánto lamento no haberlo hacho! Corrían los finales de los ochenta y a mis manos había caído un libro sobre las peripecias del estudiante de medicina. La lectura duró una semana, cinco días de viaje en colectivo hacia y desde mi trabajo, un total de veinte horas de marcha. Mi cabeza se mareaba pero no por el traqueteo del vehículo, sino por la fascinación y la duda. ¿Qué me impedía hacer más o menos lo mismo que aquellos dos muchachos? Excusas: no tengo un compañero audaz, tengo un laburo y no puedo dejarlo porque hay que sostener la casa, me comprometí a montar un negocio después de fin de año, con mi amigo poco lanzado. Cuestiones a favor: había roto con mi novia, no tenía mucho que perder, mi autito estaba en venta, en la Argentina todo estaba más o menos igual que siempre, inestable. Itinerario tentativo, en caso de hacerlo solo: Jujuy, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, y así trepando hasta la frontera con Alaska. No iría en busca de un cambio muy brusco, o sí. Me sacaría la eterna responsabilidad familiar de un plumazo. Intereses menos nobles que los de aquellos expedicionarios, aunque válidos en el contexto. Y la duda, una y otra vez: dale flaco, renunciá, Alfonsín ya te cagó la ilusión, los hermanitos están grandes, Papá tiene coche, hay muchas chicas en el camino. No, no puedo ser tan garca, ¿por qué razón pensar en mí? ¿y si nadie me perdona? No, no puedo fallarles. Y el libro, un día se terminó. En el lunes siguiente, hubo otros intereses, aunque las historia de la revolución me siguen encantando. El ejemplar quedó en la biblioteca, junto a algunos manuales de reparación de automóviles. A los dos años me fui a vivir a la frontera, nada más insulso en la vida, ni una cosa ni otra. Pasaron los años y observé a mi hijo, ya adolescente con un libro similar. Hablamos bastante el tema y lo alenté a la aventura, así como un futbolista frustrado intenta catapultar a su hijo a la gloria de las canchas. El tiempo corrió a toda velocidad, como las expectativas y las desilusiones. Quizás la aventura esté en otras cosas hechas por mí y no me di cuenta, me consuelo. La aventura de vivir acá, con las historia repetidas, con lo conocido por venir. Acabo de recordar mi año entero haciendo dedo por las rutas del Litoral, y por pura necesidad, era muy chico todavía. ¿Debió aquel libro haber contribuido a mi pasión por los caminos inciertos y calurosos? Es muy posible. Pero un acto solo modifica a todo lo demás por llegar. ¿Qué hubiese sido de mi vida de haber imitado a los dos aventureros?

AL COLÒN

El Foyer me acoge en penumbras, ya no hay nadie, es un premio a mi audacia. Todos se fueron, el público, los músicos, los tenores y la gente que trabaja acá. Escabullirse no había sido tan difícil, y estoy para sacarme algunos prejuicios, algunas ideas arrastradas desde pequeño. El pasillo central es como un tobogán, cuánto más acelero el paso más tengo que inclinarme hacia atrás. ¿Qué pasaría si alguien cortara las pocas luces que quedan? Escucho algunos pasos, no me da miedo ser descubierto, la aventura ya se consumó. El escenario es inabarcable hacia los costados, arriba y al fondo. Respiro la historia que transitó esas tablas. La mente se remonta al mil ochocientos y pico y a todos los libros leídos. Y a las antiguas grabaciones. Todo es brillo, aún a media luz. ¿Dónde estarán los fantasmas? Los tapizados son nuevos, las pantallas de las luces, limpias. Se escucha un eco. Emplearon casi diez años en terminarlo. En la Argentina, una década es lo menos que se puede tardar en hacer algo. La biblioteca llevó lustros enteros, un simple viaducto en la avenida Cabildo, diez años. La ciudad se fundó dos veces. El mundial de fútbol en cambio, se realizó en tiempo record. Pero volvamos atrás en el tiempo. Los italianos vieron el futuro mucho más allá de los años que les quedaban de vida, pero se salieron con la suya. Después de dos horas en la sala, busco algún otro rincón y una puerta disimula el acceso a lo que no se ve. Abro despacio, y mi cabello se llena de polvo, algo que cae de un reboque. Enrico Caruso respira agitado, se nota su enojo peninsular. Los fantasmas andan más por esas zonas. María Callas se estremece, puedo sentirlo, al ver las manchas de humedad nunca resueltas después de la refacción. Tiemblo al recordar una viaje filmación de Toscanini, todo gris, él y sus músicos, las camisas y las partituras color polvo. La recorrida continúa, adelante mío un piano cuarteado, ya muerto como los viejos esplendores. Las puertas de los camarines no tienen llave, por suerte. No hay pátina de pintura que pueda borrar lo que esas paredes vieron. Bailarines rusos, de ropa apretada, saltando sincronizadamente también en monocromo. Sus movimientos en la pantalla van acompañados de una borrosa aureola, y acá también. Poco y nada queda, solo buenas intenciones. Al Colón, los más, siempre lo vimos desde afuera. Lo creímos para gente determinada, para etiqueta que nunca portaríamos. Todo se fue volviendo con justicia, popular, y el Colón no podría escapar porque siempre fuimos muchos los que aspiramos a él. La historia argentina lo atestigua, amagues, idas y vueltas. La rueda gira ahora en sentido inverso, parece, y volverán los cogotudos para disfrutar del teatro en la superficie. En el subsuelo puedo ver las rajaduras, caños que pierden agua. Zapatos de baile viejos amontonados en un rincón. Aquellos italianos estarían enojados por varios motivos, pero comprenderían. Mil luces sobre la calle Cerrito, penumbras en el salón, ruido a gotas en los subsuelos.

domingo, 18 de agosto de 2013

EL ÚLTIMO COLECTIVO

El último colectivo ya había pasado, lo que significaba quedarse varado hasta el otro día. Calavera no chilla, a bancarse el frío, aunque sea verano. El umbral de la calle Tucumán es lo suficientemente ancho y largo como para estirarse un poco. Son las dos de la mañana y un patrullero pasa, los tres tipos me miran, el coche disminuye la velocidad. Me ven cara de pibe, y continúan su marcha hasta que en la esquina aflojan. Nuevamente, el humo blanco indica que no quieren trabajar de más. Una situación de estas se repite varias veces, por años, hasta el 83. Todos con el pelo prolijo, la excepción son los jugadores de la selección nacional. Ellos tienen que dejar bien alto el honor argentino y se les permite hasta el tener barba. Nosotros en cambio, pantalón prolijo, documentos en el bolsillo, campera inflada azul. Documentos en el bolsillo, por las dudas. Son años donde existen las primaveras, pero el recuerdo los convierte en fríos. El sol y el calor vuelven, de día y de noche, no hay madrugadas gélidas. Por la avenida Santa Fe, decenas de jóvenes ya no cruzan por la senda peatonal, lo hacen por cualquier lado. Rebotan de una vereda a la otra, hay mucho y nuevo para ver. Muchos llevan jeans con tiradores, sin remera, caminan distinto, se ríen de la cana. Los recitales post Malvinas hacen difícil la elección donde ir. Termina el baile, le saco el teléfono a una chica y vuelvo al conurbano. En mis bolsillos sigo portando documentos y el sueldo entero. Me duermo en el asiento de atrás, junto a la puerta, y voy a parar a algún arrabal desolado. Vuelvo caminando a casa, suenan los grillos y los pájaros de la madrugada. Así será cientos de veces. Meto las llaves en la cerradura, prendo la luz y deposito los billetes del salario en la mesada de la cocina. Ya no ando tanto en colectivo, me las rebusco para conservar un coche que voy cambiando cada tantos años. “Pasá el semaforo rojo” dice mi acompañante ocasional. Miro de reojo la bocacalle, engancho la segunda y acelero. Se usa poco eso de manejar con el brazo apoyado en el marco de la puerta. “Mirá si me sacan el reloj”. Añoro el Bondi, que me permite mirar la vida en la calle y lo alto de los edificios, aquello que de más joven no notaba. No puedo leer mientras manejo. Quisiera dormir en una plaza, o quedarme a hablar de música en cualquier lado, a la intemperie. Ya no puedo, ya no podemos. Todos nos miramos con recelo, por las dudas. Todos nos desconfiamos. Papá, trotó las calles de la ciudad desde 1952 hasta que cayó enfermo. Si volviera no entendería nada, “no podría acostumbrarse”, me dijo alguien. Nosotros ya nos acostumbramos.

PARTEDELARELIGIÓN

“Pasa que lo sentís, no se puede explicar. A veces, ni yo puedo analizar el por qué de mi vocación”, me aseguró un encumbrado miembro de la iglesia argentina en el Cenáculo de Pilar, lugar de encuentro y deliberaciones. “Vos te preguntarás cómo es que no nos llama la atención la vida de afuera, las mujeres. En realidad, ese es un problema que tienen ustedes, no nosotros”. La charla se interrumpe, comienza la misa. Decenas de obispos, muchos de ellos ancianos, se arrodillan y les creo. La tía me sube al colectivo 128 y me lleva a dar un paseo. Es muy católica la tía. Nos bajamos en la avenida Sáenz, tan ancha y con vista al puente que cruza el río. La parroquia de Pompeya era tan imponente entonces como ahora. Me hacen arrodillar, juntar las manitos, hablar en voz alta y hablar en voz baja. La excursión termina, 160 corre hacia el barrio de Boedo y bajamos antes, en la esquina de San Juan. La pizza del Sol di Nápoli es un premio. La religión es utilizada en las canciones de rock cuando falta rima o métrica. También por los que fomentan el fanatismo. La religión es una changa que puede tornarse negocio millonario. Palabra objeto de burla para los adolescentes que pelean contra todo, y por los no tan adolescentes que quieren seguir siéndolo. “Ah, no sabía que mandabas al nene a colegio de curas”, pregunta uno, “Es que son mucho más baratos que los bilingües”, contesta el otro. El Vaticano, la Plaza de San Pedro, la Catedral, las catedrales, las parroquias más humildes, las sinagogas y las mezquitas. Todas son como grandes buques en medio del mar. Como grandes cargueros o transatlánticos que van lentos, imperturbables, convencidos de su rumbo y destino, seguros. Lo demás pasa rápido, afortunado o no, errático, mira de reojo lo que parece inmóvil. Lanchas presurosas que llegan antes, y a veces no llegan o rebotan. La calma da lugar al pensamiento. El apuro no. El Cristo está ahí desde hace siglos, colgado de la cruz, sangrante y mirando a todos. Nos sentimos observados, da cosa salir a la calle y comerse un chocolate. Le compro helados a mis sobrinos y uno para mí. Paso nuevamente por la puerta de la iglesia con el cucurucho en la mano. El interior del templo continúa caluroso. Me asomo y vuelvo a ver a Cristo, que me observa desde la altura, desde el desierto. Al viejo lo quebraron dos veces con eso de asistir a misa. La primera vez porque no le quedaba otra: se casaba con una católica practicante que no daría ni un paso en falso sin antes pasar por el altar. La segunda vez fue cuando los abuelos cumplieron sus bodas de oro. Entre una foto y otra unos veinte años de diferencia, y pareciera que con el mismo traje. Papá no entraba a la iglesia, pero respetaba a quien sí lo hacía. “Anda vieja, con los chicos. Me voy al bar y los espero”, decía, y no se quejaba.

LA VACA

Un mazazo seco y el animal cae seco, al suelo. El acto, un tanto frecuente, ocurre en una pradera correntina. El pasto parece cortado con máquina pero no, es así nomás, y viene bien para la carneada. Los peones afilan rápido y entre risas, tragos de caña y saltitos van despellejando. El cuero de la vaca hace de alfombra para que nada se desperdicie y los perros husmean. El animal es cortado desde el pecho hasta las ubres y todo lo que tiene adentro sale expulsado. Órganos distintos, de colores, todos húmedos. Demasiado para un chico de ciudad que mira la escena deslumbrado y hasta con asco. De a poco se acostumbra. Las patas traseras son separadas, y también la cola. La cabeza sigue ahí, unida al cuerpo de doscientos kilos. La vaca me mira fijo y me pregunto si me estará viendo. Hasta hace diez minutos era un ser que caminaba y miraba de reojo a su ternero. Ya había rumiado y pensé que lo había hecho satisfecha, esperando un nuevo día. Sacan las dos patas delanteras pero no la cabeza. ¿Si le meten relleno adentro y la vuelven a parar? ¿Cuál será la diferencia? El bicho me mira y es solo eso, un bicho que hasta hace poco caminaba y veía. Le veo las costillas blancas, eso se movía, pensaba y actuaba. Me fui a dormir esa noche con la certeza de que no estaba tan muerta. Cuando la cargamos en la chata, sus ojos continuaron mirándome hasta que llegamos al pueblo. Para los peones estaba muerta, lista para el asado. Para mí no tanto.

CUANDO PEPE AGARRÓ UN LAPIZ

En una ciudad, a un chico qué había nacido le pusieron Pepe. Un día, cuando Pepe tenía un año, sus padres se fueron a cenar juntos a la noche y dejaron a su hijo con una niñera. De repente la niñera, del sueño qué tenía, se quedó dormida y no cuidando mucho de Pepe, él aprovecho y salió de su corralito. Pasó por delante del sillón de la sala donde dormía su niñera y vio arriba de la mesa ratona un lápiz. Ese lápiz era de sus padres, qué lo usaron para anotar el número de celular de la chica para contratarla. Pepe miró con curiosidad el lápiz pero no le importo mucho saber qué era exactamente ese objeto. Por eso agarro el lápiz apretándolo con toda la mano y empezó a garabatear en el papel más cercano qué tenía en una hoja de impresora qué se había caído al piso. Garabateo cualquier cosa pero su garabato se parecía a una araña negra un poco deforme. Cuando sus padres llegaron, la niñera ya despierta los despidió y agradeció qué ellos la hubiesen elegido, pero los padres vieron ese dibujo tan raro. Como yo también supongo que eso era una araña negra ellos también pensaron lo mismo. Llamaron a su hijito y él fue a la sala tranquilamente gateando. Los padres le preguntaron: -Hijito, ¿Fuiste vos el qué hizo esta arañita? Pero aunque Pepe era un bebito y ni idea tenía qué significaba la palabra “ARAÑA”, al menos él entendía un poco de qué le preguntaban si había hecho eso y por eso movió la cabecita de arriba a abajo. Sus padres entendían qué decía qué “SÍ”, y entonces impresionados totalmente del fabuloso don de su bebé lo levantaron hacía arriba, lo abrazaron cariñosamente y armaron una fiesta familiar para avisar a todos qué su nene dibujaba como un chico de cinco años y lo habría hecho. Obviamente, el bebé Pepe hizo el mismo dibujo de “LA ARAÑA NEGRA” a todos sus familiares para qué siempre tengan ese recuerdo de que tenía ese don de dibujar totalmente excelente. JUANA, 8 AÑOS.

FALSOS...

Yo pensaba, en mi ingenuidad de entonces, que por el hecho de juntarse eran amigos. Pero no. La cena fue un cataclismo de acusaciones cruzadas, de sacadas de cuero. Un escritor dijo del otro: “… pero ese turro se hace el europeo de buhardilla por haberse casado con una camarera de allá”. Un periodista voluminoso y con aires de escritor, en el extremo de la mesa, miraba sorprendido. Habrá pensado bien eso de convertirse en escritor, lo que finalmente nunca va a ocurrir. El esmirriado proyecto de artista calza moda tecno, que desentona con un bigotito fino a fin de darle a su apariencia algo que despierte curiosidad. Ha logrado la cesión de una sala de la expo. Los visitantes, al ingresar, se tropiezan con un viejo neumático de coche. Más adelante, papel picado y revistas rotas que hay que sortear. Al final del salón, una silla llena de clavos de punta. Nuestra evaluación: dos estrellas. Andá a laburar, caradura! ¿Qué trayectoria, burra? ¿Hacer crítica de arte te vuelve artista? ¡Sos una traidora! ¡Lo único que te interesa es levantar tipos que te banquen! El chico del bigotito no escarmiento y vuelve a intentarlo el año próximo. Al menos esta vez, el número de elementos desparramados en el piso se elevó al doble. Lo copió de una revista checa. ¡Y hasta tiene curadora! La señora que tan amablemente conduce el espacio cultural de fines de semana se cansó. Viene como pisando huevos, desde hace décadas por los pasillo y los estudios de la tele. Durante el fin de semana pasada manifestó su desagrado. Frente a ella, un novel escritor que pasó una situación difícil y vio la veta para explotarla. “Quisiera vivir de la pintura y de escribir”, lanzó sin sonrojarse. Antes de agradecer su presencia, la señora le extendió un ejemplar de un gran escritor argentino y le dijo: “¿Por qué no le pegas una ojeada a ver si aprendés algo, pedazo de turro?” Ese nabo no puede editar ni la revista del colegio del hijo! Sí, éramos amigos hasta que copió mis ideas que son mejores que las suyas, modesta aparte. Algunos cargan sus equipajes y se alejan de la ciudad. Uno eligió el río, quizás lo inspire la historia de Horacio Quiroga. El otro, admirador de Hemingway, se las tomó al mar cálido. Lleva dos años allí, sin producir. Aquel se fue al frío. Por la tarde marcha hacia el bar a emborracharse. Vuelvan a su ciudad! O creen que van a sacar alguna idea de un paisaje estático? Aplaudí! Dale nomás, aplaudí que no se nota que estás envenenada! ¿Para qué te hacés la contenta, la buena perdedora? El premio es de la otra. Mostrá cara de orto, sé la primera en hacerlo, hace escuela. Mostremos nuestras miserias de una vez.

NANNETE

“Estábamos en una barraca porque mi padre había sido gerente de un banco y por esa razón creo que fuimos a parar a un campo con mejores condiciones. Recuerdo que era el número uno, donde el jefe de la Gestapo disponía de un stock de judíos que podían llegar a ser canjeados por prisioneros de guerra”. Me dijo la anciana Nannete durante la entrevista, en un tranquilo pero enérgico y claro portugués. Dialogamos por más de una hora en una pequeña sala donde no entraban otros ruidos que los del terror pasado. Noté cierta naturalidad en su relato. Había sido una niña que rodó por aquellos escenarios de frío gris y blanco, rodeados de alambres electrificados. ”Cuando mi padre murió, perdimos ese estatus y mi madre y yo fuimos a parar a otro campo. Un día y casualmente, vi a una amiga de mi barrio detrás de la alambrada que separaba a un campo de otro. Fue cuando los alemanes derribaron el cerco y me lancé en su búsqueda. Entonces la encontré en un estado deplorable, fue terrible, inolvidable” Pensé en las antiguas imágenes de las películas y los documentales, que en realidad no eran tan viejas. No había ocurrido durante la Inquisición, ni tampoco en las áridas tierras armenias en 1915. No había ocurrido en otro planeta, ni en otra era, ni siquiera en otro siglo. Fue ahí nomás, unos veinte años antes de mi nacimiento. Sorprende suponer que nadie estaba enterado de nada. Nannete perdió a sus afectos en esos años de locura en un continente supuestamente civilizado. Se salvó, conoció a su esposo, la guerra terminó. Cruzó el mar, para vivir y hacer familia en Brasil. Hoy anda con su serenidad a cuestas, contando la experiencia. La irrompible voluntad humana, cuando tiene la oportunidad de continuar en este mundo.

LOS BARCOS

“Ya vas a ver cuando lleguemos a América, vamos a tener casa, dicen que hay mucha comida allá”, dijo doña Asumpta a bordo del Mare Nostro. El buque había salido una semana antes de Reggio, y a pesar del metal de su casco, crujía como los viejos barcos de madera. “Y cuando hagamos unas liras, volveremos a buscar a los demás”. Don Tonino, tan joven como Asumpta, mira el agua y muerde una astilla de madera. De repente, abandona el gesto serio y se ilumina de optimismo. Contesta: “necesitamos un sitio grande, un patio donde tejer la parra, y barriles para la pisada”. Pasan los años y el matrimonio hace una familia larga como la casa. A medida que nacen los chicos, se hace una nueva pieza y hasta agranda el baño, allá en el fondo. Ya estamos en 1960. Nacen nuevos bebés de los inquilinos, ninguno de ellos tanito. Corren en el patio, trepan los techos para arrancar los racimos mientras todos duermen, salen a la vereda a ver pasar los últimos tranvías. Y sin querer, van copiando valores de familia, trabajo, respeto, trabajo, costumbres, y por sobre todo, trabajo. Salím timbea con sus paisanos en la tercera clase del navío. Entre una tirada de dados y otra, aparece la preocupación. ¿Cómo se decían los números en castellano? ¿A qué país es dónde vamos? Todos ríen, juegan y bailan recuerdos en los crepúsculos de alta mar. Los rostros afilados de los mal llamados turcos miran fijo el horizonte líquido, de tanto en tanto. Después de bordear continentes divisan una línea blanca de edificios y se aferran a sus valijas de cartón. Uno de ellos, el abuelo que no conocí, desciende con hambre y no sabe el idioma. En un puesto cercano del bajo ve frutas y se tienta. Le hace señas al comerciante, formando círculos con sus dedos, uno al lado del otro. Sale de allí comiendo unas enormes uvas y años más tarde, después de desandar geografías a lomo de caballo, se dedicará a transportar toneladas de frutas, y de vides, río arriba. Fshshshshshshshs, fshshshshshshshshs, fshshshshshshsh. La máquina sube y baja, larga grandes bocanadas de vapor. Todo ocurre lenta y prolijamente. El hombre de ojos chiquitos sonríe, y le pasa alfileres a los papelitos que une a las mangas. Detrás de él, en sombras, una señora con pañuelo en la cabeza. Los modales son suaves y los plazos, precisos. Es un misterio la trastienda del local, iluminado con luz natural. La pregunta aparece todo el tiempo en mí, y tarda años en salir de mi boca. Solo una vez en mi vida conocí a una familia japonesa que no se dedicaba a ser tintorera. El tiempo hace salir las preguntas y trae respuestas. Me toca entrevistar a una pareja de viejitos orientales con motivo de la crisis económica no sé cuánto de nuestra historia reciente. ¿Por qué se hicieron tintoreros?. El señor en ojotas me responde: “Será por la dificultad del idioma. Estamos acá atrás, hablamos lo necesario con los clientes, será timidez, no sé” Salgo a la calle con esa y otras respuestas, y se cierra otra incógnita, creo.

FARÀNDULA

La vedette A pelea con la modelito en ascenso B. Un notero del medio L se entera de la trifulca en medio de una recorrida nocturna y da aviso a su jefe, el presentador de la farándula Q. Como no tiene mucho material para mostrar, y precisa contrarrestar versiones de romance que lo involucran con la copera S, ordena poder en marcha a toda su producción para darle letra a la pelea de las citadas vedette y modelito. El hombre conoce su oficio, y logra aumentar el rating de su programa hasta el jueves próximo, tal como estaba previsto. Después, deja caer el affaire para retomarlo al martes siguiente. La vedette A está feliz porque los bolos televisivos se pagan al contado, y así va tirando. La modelito está mejor dotada, por lo que se las puede rebuscar mejor en el barrio más nuevo de la Capital. Igual, agarra viaje y factura. En tanto al presentador Q, que dicho sea, produce su propio envío diario, no tiene tiempo para contar tantos billetes que bien le vienen para sus gastos fuera de presupuesto. El escándalo trepa a tanta altura, que nadie se explica cómo ocurrió y las tapas de las revistas se hacen eco. Se habla de un político involucrado entre las dos jóvenes, y el límite de género informativo comienza a borrarse. El periodista otrora “serio” vio el filón a principios de los 90. Fuera ya sus prejuicios psicobolches, se pronosticó una fortuna con la realización de libros instantáneos que cuentan las fortunas de los empresarios. La edición es un boom, porque el público desearía copiar modelos que la saquen del no me alcanza de todos los días. El periodista M capta al vuelo el asunto modelitos que tres semanas atrás ventiló su colega Q. Y transforma su programejo político en un gallinero donde apenas puede introducir palabra. Su productora, detrás de las cámaras, levanta el pulgar y le muestra planillas del momento. La ecuación es simple: cuánto menos se entienden las palabras cruzadas de las dos chicas incultas, más mide la emisión, y más factura. Al otro día, el público se pregunta qué le pasó a M. Pero a M, hace rato que no le importa nada. Tiene en mente un nuevo libro donde traicionar a sus viejos amigos del rubro. Lo que comenzó como un episodio digno de comentar en un sábado de peluquería, dio vuelta ciertos valores que desde antes venían escorando. El debate no se hizo esperar, y una reunión secreta de periodistas “serios” aconteció en la casa de uno de ellos, en el piso veintipico del barrio del norte. Primero hubo peleas, y después de dos vinos, bromas y principio de acuerdo. Aquella noche, decretaron dejar de lado las categorías para asomar la cabeza en el mundo del espectáculo, que es más divertido en todo caso. Y más rentable. La sociedad, los problemas reales, la economía y la política podían esperar hasta que apareciera una nueva generación de periodistas “preocupados”, que tendrán tiempo para quemar suelas y subir a los codazos.

ASI SERÀ

Ya no soy hombre de carne y hueso, y a veces, a pesar de mi ignorancia no sé si alguna vez lo he sido. Una cuchillada terminó con mis penas en la tierra y estoy quien sabe dónde, hablándole mi amigo. Es raro tener la ropa, el facón, el sombrero, porque me dijo la curandera que nada de eso se llevaba uno. Pero parece que la verdá es lo que se ve nomás. Miles de gentes están viniendo de otros lados y yo, antes de recorrer por última vez las tierras chatas los escuché hablar y no les pude entender. Las cosas cambiaron, pero no tanto. Creo en que el hombre viene marcado, y no hay quien de vuelta las cosas. Fui un gaucho y lo sigo siendo, así pasen mil años, allá abajo y acá arriba o donde sea. Nunca tuve otras cosa que un caballo y poncho para echarme encima, y habilidad para carnear, para arriar y boliar bichos y con eso alcanzó. Me hubiera gustado más un rancho, una mujer, un arroyo donde mojarme por la noche. Pero no, ya lo decía mi finada madre: se ha nacido pa sufrir. Cuando la cosa viene barajada, así nomás es. De nada sirvió el esfuerzo, las esperas, los fríos, el saber tanto de las estrellas. De nada sirvió la amistad con los galerudos, el conchabo de la estancia ni la carcajada del dueño, que era pura mentira. Como la vida, pasa el tiempo y se olvida todo. Estuve por irme con Urquiza pero ya ve usté, se dio vuelta el hombre. ¿De qué hubiera servido? Así será, y se lo garanto. Los gringos van a venir, como se vino el general ese y se llevó todo, hasta la indiada. Los caballos van a servir para dar espectáculo, los carros van a echar humo y la música saldrá de unas cajas. Los galerudos siempre van a estar, y van a querer que vayamos con ellos, a mostrar los mejores toros en el rodeo. Y les vamos a ser útiles hasta que nos tiren como tripa a los perros. Las tierras chatas van a ser más, interminables, y todos van a pelearse. Los que llegaron hablando difícil van a tener crías, y nietos y serán muchos en mi Argentina. Desde acá le puedo asegurar compañero, siempre va a ser igual aunque nos van a decir otras zonceras. Esto está hecho para unos pocos, el resto se seguirá jodiendo. Y así será por toda la eternidá del cielo.

DIARIO

¿Cómo era ese diario de Buenos Aires donde las páginas están llenos de avisos de autos? Dijo una compañera de colegio durante mi corta estadía por el interior. Le contesté con el nombre del periódico, y la recriminé semejante ignorancia. En aquel momento, varios ejemplares llegaban por avión a la capital provincial, en el primer vuelo de la mañana. Volvía por la ruta, había sido un viaje largo y el ómnibus, una vez más, se había detenido en una estación de servicio para repostar y dejar orinar a los pasajeros. Faltaban 400 kilómetros para la Capital, y mi vecino de asiento compró el Clarín. El tipo partió al diario en dos y fue directamente al suplemento rural. ¿A quien le importa las vacas y el trigo?, me pregunté. Pasó otro rato y volví sobre mi duda. ¿A que porteño le importará tanto el asunto del campo? Con el tiempo comprendí el interés de los dos pasquines más importantes por las cuestiones agropecuarias. Podía soportar un poco más la soledad pero tenía un sobrante en los bolsillos y decidí darme un gusto. Internet no me convencía, ya que mis amigos arrastraban experiencias poco felices. Ir a un boliche… mucho laburo eso de hacer el verso. Mi vieja práctica del levante callejero ya había pasado de moda. Caminé hasta detenerme en un kiosco, miré la fila de revistas prohibidas, pero no. Mis ojos bajaron y se toparon con el Clarín. Fui a las páginas de atrás y allí, la solución. Chicas masajistas, contacto rápido, todo claro, dinero por un rato de carne. Me senté en un bar y caí en la cuenta: el rubro 59 estaba prohibido por ley, ¿pero qué me importaba? El diario burlaba la norma todos los días, y me sacaba la culpa de encima. Tomé el celular, y llamé.

RIO ABAJO

Ibamos río abajo, sobre una lancha por el Santa Lucía. El tío, atento con su dedo, que sostenía la línea. Con el otro dedo fumaba. Silencio total apenas quebrado por el chapuzón de algún Martín Pescador. Salimos desde una saliente del puente y flotamos a la deriva más de un kilómetro. Mi mano de pequeño soportaba otro hilo transparente, enrollado en un pedazo de madera. Sentí el tirón, fuerte, y me entusiasmé. Pegué un grito de alegría y entonces, la presa escapó del anzuelo. El tío me miró mal, dejó pasar unos segundos y me dio la primero lección. Hay que pescar en silencio. Cuando la tarde se iba yendo, pasamos por encima de un puentecito de madera que está sobre una laguna. Vamos a tirar acá, dijo el tío, y apoyó la bolsa con las líneas y las carnadas. Sacamos una tararira y otra, y otra más, y así continuamente. “La laguna está casi seca, tienen mucha hambre las guachas”, dijo. Otra vez un fuerte tironazo en mi índice. Empecé a recoger la cuerda y apareció una enorme tortuga, como esas acuáticas que se ven en la tele. “Acordate que después de ésta no sacamos más nada”, sentenció el viejo pescador. Dicho y hecho, y otra lección: cuando sacas una tortuga se corta la suerte. De noche, las estrellas son diferentes sobre ese banco de arena. Ahí estábamos aquella noche de verano, a oscuras, en medio del Paraná. Se escuchaban los chasquidos del agua contra las costas, algún pot pot de lanchas lejanas, un Sapucai perdido. En medio de las estrellas, una que se movía y titilaba, un avión descendiendo hacia la capital correntina, cien kilómetros río arriba. Los pies descalzos sobre la arena, el baqueano buscando sábalos que vienen a dormir a la orilla. Ya no importaba la pesca, solo las millones de estrellas como jamás las volví a ver jamás. Dos fiestas provinciales festejan allá. En una, el homenajeado es el dorado. En otra, el pecoso surubí. Los viejos pescadores, es decir, esos hombres que por miles salen a buscar el sustento todos los días, consiguen las changas del año para después volver a la húmeda rutina. Cuando la cosecha es buena, salen a la ruta a venderlos. Cuando se corta la racha o los vientos traicionan, los correntinos pobres tienen una frase para resumir su condición: hay una crotera…! Dicen, y se acabo la discusión. Al siguiente amanecer, salen con sol o no, a buscar lo único gratis que pueden extraer en sus vidas. El surubí es tan grande y pesado, que puede llegar a cortarte la mano. El dorado se agita y da pelea hasta cuando boquea fuera del agua. El armado emite un sonido como el del chancho, no muerde y se resigna a su destino de pescado. El sábalo apoya su cabeza en la orilla para descansar por la noche. La anguila, allá en Corrientes, no es eléctrica y de vez en cuando escapa del agua y cruza la ruta caliente. La palometa es chata, y devora imitando a su prima la piraña. La tararira es insaciable, y resulta un buen plato cuando el hambre aflige. Eso sí, cuando veas que un caparazón asoma en la superficie, acordate de guardar todo y da por perdido el día. Por lo menos, es lo que viví y aprendí.

PALABRAS

Gaspar Campos. Ezeiza. Contraofensiva. Cuadros. Avión. Paraguas. Lopecito. Proceda. Jonca. Culata. Lealtad. Transa. Caño. Pocho. Evita. México. España. Manifestación. Imberbes. Gorilas. ¿Qué pasa, general? Popular. Extremistas. No pronuncias ese apellido. Venganza. Niebla. Autopista. Zurdos. Derechosos. Nenes bien. Isabel. Sindical. Regreso. Estampida. Derechos. El Loro. Trabajadores. Pueblo. Viejo de mierda. Salvación. Militancia. Jugarse. Democracia. Aguacero. Noche. Palabras que quedaron flotando en las cabecitas de una generación, allá en el tiempo, en nuestros diez años. Terminos mal o bien usados, que hoy nos siguen transportando a las vísperas de esas épocas tormentosas.

1955

Tengo ochenta años, y por la autoridad que me da el tiempo y lo vivido se me antoja decir y hacer lo que quiero. Para empezar, voy a patear el tablero esta misma tarde en la facultad. Los jóvenes van a ir a escucharme, porque saben de antemano lo que voy a decirles: lo mismo de siempre. Pero no. Se me antojó las pelotas que voy a dejar esa corrección controlada que me acompañó tanto y con tan buenos resultados. Aplausos, que estoy llegando. Pobres pibes, no saben ni la cuarta parte de la historia. ¿Quién dijo que la violencia acabó? Saco un machete y leo en voz alta. Sí, es cierto, hay grupos reclutadores de narcos, ya no podes dormir en una plaza. Pero hay que remontarse a los principios. Les digo: miren su reloj, imaginen que las agujas del reloj giran en sentido contrario. La contra de siempre, el neoliberalismo y su violencia inspirada en la exclusión, la mentira. Más atrás, un gobierno quizás flojo para tanta raigambre violenta. Cuando lleguen a las y cuarto, ubíquense en el período ese macabro de siete años. Es intolerable, pero deben imaginarlo. Más y más atrás, enfrentamientos, gobernantes que no estuvieron a nuestra altura. Ellos y nosotros. Ellos o nosotros. ¿A ustedes quien les dijo que la cosa empezó en los ´70? El rector mira con fea cara, mientras levanto el tono de voz. La violencia comenzó cuando uniformados, muchos identificados con ésta universidad, apretaron pulsadores y palancas para bombardear una plaza llena de inocentes. Buenas noches.

ILUSIONES

La fiesta se había terminado la noche anterior. Es decir, mi propia fiesta. Aunque en realidad, ese aire primaveral que tanto había costado conseguir, se venía haciendo humo hacía ya dos años. Mi juventud se alejaba, y el gobierno ya estaba alejado de nuestras ilusiones. Decía, que esa noche anterior a la metralla volvía de un fin de semana romántico en el campo en el que ilusionamos todavía, un futuro que juzgábamos obligatorio. Pero el país nos tenía reservado otro destino. Durante la mañana siguiente, los ejercicios de tiro del Regimiento 3 se prolongaron más de la cuenta, y comenzaron a llamarnos la atención. La guarnición estaba rodeada por dos importantes avenidas, muy cercanas a casa. Las estampidas aumentaban en frecuencia, con diferentes sonidos seguramente por ser distintas las armas que las disparaban. También aumentaba el calor en el ambiente, y hacia la diez de la mañana resultó irrespirable. Recuerdo el instante: mi mano derecha ajustaba una tuerca cuando alguien me comunicó la nueva. Habían entrado. Con mi socio, dejamos todo, bajamos la persiana y tomamos una radio portátil. Caminamos las quince cuadras hacia lo increíble. Los soldados que vimos no vestían de verde como en los tiempos de la guerra. La nueva tropa atravesaba la avenida en calzoncillos blancos, como liebres cruzando los campos. Murieron los jefes, los achuraron como a chanchos, dijo un cana de la bonaerense parapetado en un Renault 12. Agáchense, carajo, gritó otro desde una azotea. Allá adelante, adonde diera la vista, el camión de asalto estacionado en el acceso, las botellas en el piso y a cincuenta metros más, un cuerpo quizás muerto. La jornada oscurecía, una época desaparecía para dar paso a otra, débil, impersonal, frágil y liviana. Hasta la política se iría a esfumar a costa de billetes ilusorios. Pero para eso faltaba. El humo de las bazokas y los tiros trazantes nos tenían de espectadores, periodistas, excitados incrédulos. Gritos de un lado y otro, y por horas la calma solo rota por algún tren. Volvimos al taller, teníamos hambre y creímos que ahí se terminaba. El noticiero tenía más para nosotros, el presidente se encontraba en el Gobierno, rodeado de colaboradores. Más pasto para desprestigiar a los zurdos. Un gran justificativo para los verdes, que necesitaban levantar su puntería para con el pueblo que tanto los había halagado. Todo se iba al carajo, definitivamente. ¿Irse del país? Una posibilidad de oro, pero solo atravesamos Ezeiza en los años siguientes para conocer Europa y Miami. Sonaba fuerte el nombre del organizador, y no comprendíamos tamaña incursión a destiempo. ¿Para quién jugaron los imprudentes? ¿Les habían pagado? Piedra libre para las brutales reformas que vendrían meses después, descrédito, inflación, desconfianza, pase de banda anticipado. Un historiador dijo que el siglo XX no empezó en 1900, sino en las trincheras de la primera gran guerra. Y que no terminó en el otro doble cero del 2000, sino un año después en Nueva York. Pudo haber ocurrido lo mismo en mi país, pero le dejo ese análisis a los que saben. Recuerdo el día después, el tableteo del helicóptero, los últimos tiros, el incendio en las tejas, el olor nauseabundo que duró día y se metió en todas las casas de ese pedazo de La Matanza. El presidente cabizbajo y temerario caminó esos jardines de muerte. En mi interior, sé cuando se terminó mi ilusión, y el de mis amigos, y de dos generaciones nacidas antes de la mía.

EL ROBO DEL SIGLO

Estaría bueno deslizar los deditos, hacerse el disimulado y como un punguista, ir trayendo el librito al ras de la mesa. El señor de barba en el mostrador de vez en cuando miraba, como calculando. Se lo veía agobiado, cansado de estar ahí, rogando no tener que pescarme o pescarnos robando para no salir a corrernos. La avenida era ancha y no le convenía dejar solo el boliche a la calle. Pude ver a otros ejecutar el arte con cierta maestría, sin mirar a los costados, con aplomo. En nuestro caso, o en mi caso, ser sorprendido y denunciado con solo diez años de edad significaba el castigo eterno en casa. Más de una vez, Papá había enviado de vuelta a mi hermanito a devolver las monedas que el kiosquero le había dado de más. Hasta ese momento, yo no tenía ningún robo de libros en mi haber. ¿Por qué los demás tienen y yo no? Era una pregunta que me hacía a medianoche mientras todos dormían, como justificándome. ¿Es que no tengo derechos? Mañana lo voy a intentar, el librito ese de coches viejos esta a mano hace como dos meses. Nadie lo compra, yo no puedo, entonces me lo llevo. ¿Y si se lo pido al señor de barba canosa? ¿Y si se lo cambio? No, el señor aburrido no me lo cambiaba ni por diez ejemplares de historieta. Estaba cerrado a negociar conmigo, y yo que me la paso negociando con todos. Dejo pasar varios días y vuelvo por la librería esa de usados que no recuerdo el nombre. Buenos días señor, saludo desde la calle al don, con una sonrisa. A los cinco minutos me marcho y vuelvo la jornada siguiente a bordo del 155. La imponente trompa del Rolls Royce está en la tapa como invitando. Pregunto por dos o tres cositas y vuelvo a la batea. En eso, el señor camina hacia el fondo y los minutos pasan, se escuchan los sonidos de los sanitarios, de agua corriendo, es la oportunidad. Me bloqueo, no puedo traicionarlo, una cosa es afanar y otra hurtar. Dejo pasar el rato que el señor parece que me quiere dar para que robe y se termine todo. Me llevo las manos a los bolsillos y así me encuentra. Me ofrece un caramelo relleno y pregunta de dónde vengo. Le cuento mi pequeña historia y mi afición por los coches. Hasta luego, y me tomo el 155. Retorno cuatro sábados más tarde y ahí está, contento de verme. Le ofrezco un negocio, pero no acepta. En cambio, me entrega un paquetito envuelto en papel madera “Abrilo en el colectivo” me dice. Decepcionado, miro al Rolls Royce, pero no lo leo. Lo devolveré el sábado siguiente. No era de trueque, ni siquiera robado, tampoco negociado. Yo no aceptaba regalos en aquel entonces.

EYIAS

Era muy pequeño, y no entendía las letras de algunas canciones, aunque me gustaban. Las voces de esas jóvenes salín desde las radios, y recuerdo a los que bajaban el volumen para después volver a subirlo. En casa, mamá se hacía cargo de todo. No le daban las manos, tantos brazos como un pulpo para atender a todos. Era mi modelo de mujer y la consideraba valiente. Consideraba a Papá muy distante. El siempre se arrogaba el rol del gran trabajador. El proveedor que no fallaba. En el último cajón del aparador apareció un libro que una viejita la pasó a mi madre. “Sexualidad adolescente”, se leía en la portada. Yo lo abría –al cajón- y lo cerraba rápidamente. M hermano y yo entrábamos a esa edad llena de dudas. El libro entró a casa para ser leídos jamás. Una vez en al parque vi a dos señoras grandes dándose la mano en un banco de madera. Eran tiempos difíciles del país, y los patrulleros pasaban todo el tiempo por la misma vereda de esa plaza. Tengo en la memoria cuatro o cinco mujeres que hablaban de política públicamente. Salvo esa mujer presidenta de carambola, las demás aparecían fugazmente detrás de anteojos grandes y gruesos. Y sobretodos cruzados. La política era cosa de hombres. La palabra Perón se pronunciaba apenas. Los delegados de fábrica habían pasado al olvido. Me extrañaba el término “compañero”, al que identificaba solo con el peronismo. Llegó la democracia pero no la claridad. En los afiches callejeros, dos cantantes insinuaban un chick to chik, sugiriendo a quien quisiera entenderlo. ` De pronto un día, mi madre dejó de ser tan especial para mí. Mucho menos valiente y heroína de nada. De tanto practicar eso de elegir candidatos y gobernantes, la libertad pareció hacerse carne en nosotros. Pero no fue mérito de los elegidos por nosotros. El mérito fue exclusivamente nuestro. Y de a poco, los brotes fueron floreciendo. Mucho invierno secó a las ramas y los tallos. Muchos fueron a la basura pero los que quedaron, pudieron aguantar. El sol salió, como siempre, y las flores reventaron de belleza y extroversión de tanto haber aguantado.

UNA DE CUADRITOS

“Abrigaditos en el barquito”, decíamos con mis hermanitos. Nos subíamos a la cama, tapados hasta la cabeza y simulábamos estar en altamar, abrigados por la pequeña embarcación. ¿De dónde salió eso?, me pregunté tantas veces... la explicación saltó de casualidad hace semanas, mirando en dirección al pequeño puerto de la provincia. Ahí al frente estaba la respuesta. Era de color beige con líneas marrones, minúsculo, espartano. Ventanas de vidrio cuadrados en su pequeña cabina, todo de madera de punta a punta. Un barquito en el que pudo navegar Langostino, alegre y a salvo de todo, como nosotros. El zaguán estaba abierto hasta el fondo, como solían estar los zaguanes en tiempos menos paranoicos. Usábamos toda su extensión y hasta un pedazo de umbral para alinear las revistas de Columba que recibíamos de regalo de algún tío. La caradurez de ser chicos hacía el resto. Sentados, cara a la vereda nos sentábamos a la pesca de clientes hombres, no sé por qué razón no ofrecíamos la mercancía a las señoras. ¿Quiere comprar revistas? Todos contestaban por sí o por no. El sí era bienvenido, pero más contentos nos ponía el arrepentimiento del posible cliente. Decía no, caminaba unos diez metros y de repente giraba sobre sí mismo y preguntaba: ¿a ver, qué tenés? Lo demás dependía de nosotros. Sabíamos qué vendíamos aunque no nos gustaran ciertos personajes. Más de una vez, sentado y rodeado de treinta o cuarenta ejemplares dispersos soñé con tener un gran galpón lleno de revistas de historietas. Una mañana fría, recuerdo la fecha exacta pero no importa, me presenté al llamado de un puesto. Entré a un deposito donde se apilaban millones de revistas, cada título y número en su pila. ¿Cuándo querés arrancar?, me preguntó el encargado. Ahora, le dije, y me encomendó la primera misión: revisar libros de historietas, primero la tapa, después la contratapa y por último los lomos. Trabajé en eso una semana hasta que llegó un camión, las cargó y se las llevó para Perú. No puedo sacarme el olor del papel viejo. Me quedé en ese lugar casi ocho años. Imaginen cuánto me desquité. Primero el lápiz y en un ratito, el plumín cargado de tinta. De esa manera una y por horas hasta usar la goma para borrar todo rastro de boceto. Los ruidos y los aromas de la niñez nunca se olvidan. La plumita raspando la hoja, la modorra de la goma de borrar que se traba, pero trabaja igual. La radio a transistores y la escalera. Crear sin experiencia pero crear al fin. Extraño no poder transportarme cuadrito por cuadrito, evadirme de la realidad. Navegar a la deriva pero con determinación. Conquistar a esa chica difícil. Extraño esconder las historias inconclusas debajo de la cama o en el último cajón del ropero. Quisiera estar al mando de un bombardero, debajo del artillero que se sienta en una burbuja. Ayudar al detective con la resolución del caso, que está delante de sus narices y no se da cuenta. Caminar, ahora que puedo, hasta el quiosco para que me vendan el último número de una aventura.

INTELECTUALES

-Ellos y nosotros. El viejo trotaba las calles de Buenos Aires, jugaba truco con sus amigos del asado y solo leía la edición sexta del diario manchado de sangre. Mamá cocinaba y hacía economías. Ambos se conformaban con que sus hijos completaran la escuela primaria. En casa no había biblioteca, ni debate político alguno. Solo un conformismo de llegar a fin de mes de la mejor manera posible. La salvación a un futuro de ignorancia podía encontrarse en alguna otra casa, allá en lo alto de una repisa. Barbarie o civilización. Ellos o nosotros. -Señor periodista, yo no veraneo, no lo necesito, no me junto con las masas, solo las analizo. No miro televisión porque idiotiza, la miro cuando voy a casa ajena, por ahí. Lo popular está para auscultarlo. Y para eso están los pensadores. -Intelectual es el que se mete donde no le importa, dijo Jean Paul Sartre. -La siguiente descripción puede decir mucho, o nada. Intelectual es el que se dedica al estudio y la reflexión crítica sobre la realidad, y comunica sus ideas con la pretensión de influir en ella, alcanzando cierto estatus de autoridad ante la opinión pública. Proveniente del mundo de la cultura, como creador o mediador, interviene en el mundo de la política al defender propuestas o denunciar injusticias concretas, además de producir o extender ideologías y defender unos u otros valores. Este resumen de Wikipedia, ¿lo habrá redactado un intelectual? -El tío José había llegado en 1920 desde el Líbano. Desde que llegó y hasta su muerte, sesenta años después, repartió su tiempo entre su negocio de árabe de pueblo, sus muchos hijos, sus muchos sobrinos a cargo, su chacrita en los fondos de la casa desde donde cosechaba lo más rico y una cuantiosa biblioteca. Su sobrina me contaba que don José tocaba todos los temas, hacía malabarismos para mandar y recibir cartas a los parientes que quedaron allá. Hacía traer de Buenos Aires los diarios con las noticias de la guerra, los escritores, el mundo de los avances de la ciencia, la política toda. Siempre supuse que fue él quien inició la lista de posibles intelectuales dentro de la familia. Menos mal que existió el tío José.

TARGO

-Doña Irma baila el tango, así de vieja como la ves. Cuando está sola, canta mientras lava, debajo de la escalera, como Libertad Lamarque. Ella era joven, o quizás niña cuando murió Carlitos. Recuerda el paso de las carrozas por la avenida Corrientes, la tristeza de la gente. Transitó su juventud durante la época dorada y aguantó su pasión más allá de las modas y todo lo que llegó para quedarse. Don Julián también lo bailaba, podía verse a los dos agarrados cara con cara, de punta a punta de la pista y nadie los chocaba. Y nadie se chocaba. Cuando murió Julián, pusieron uno de Troilo. Irma no perdió esa alegría de las abuelas que cantan a los gritos. -“Ya te va a gustar, acordate de lo que te digo” El destino se transforma así, en algo ineludible. Quien nació en ese perímetro mágico de doscientos kilómetros cuadrados no puede escapar. Se lo puede ver como un manchón marrón desde el aire, o como una nebulosa a la distancia y desde un avión. Aquello es Buenos Aires, dice una turista de la fila 4, pero se confunde. Buenos Aires no va más allá que de la General Paz, del Riachuelo, del Río de la Plata. Dentro de ese cerco, únicamente, existen las calles que no se repiten nunca. Las esquinas con la sorpresa al acecho. El tango solo pudo haber salido de esas calles, casas y salones. Y el porteño auténtico gustará del tango aunque lo niegue. -Al fondo del salón y pasando por una serie de pasillos y escaleritas agregadas con los años, hay un paraje olvidado. Una amplia galería de cemento en forma de ele fue escenario de orquestas, parejas y peleas. El público entonces, atravesaba el comedor y se iba a parar al fondo, a esa especie de glorieta levantada en el Boedo de los 40 y 50. Ese era el patio de juegos cuando era chico. Allí se acumulaban ahora las toneladas de cenizas que se descartaban todos los días del horno de la pizzería. Allí quedó mi niñez y los espíritus de vaya a saber qué historias. -D´Arienzo es el rocker del tango. Vargas, según mi papá, el único que podía competirle al Zorzal. Troilo se dormía sobre el bandoneón las noches de domingo en la televisión. Alberto Castillo rozaba el absurdo de lo popular, pero el tiempo le dio la razón. Hugo del Carril era imitado por algunos tíos chistosos, y gorilas. Don Mores es demasiado orquestado, muy ampuloso, pero él hizo Grisel. Don Osvaldo armaba cooperativas con sus músicos aunque ganara plata. A Tita Merello no había con qué darle, tenía la absoluta autoridad de la autosuficiencia y la calle. -Pulso el 1 en la radio, y suenan voces de presentadores ya grandes y que hablan como adolescentes en el recreo. En el 2 del dial, los domingos por la noche pasan jazz. El 3 es para escuchar los éxitos de todos los tiempos, del pop y del rock. El número cuatro es pura pavada, liviano pero divertido. Si quiero música electrónica poso mi dedo en el 6. A veces, manejando el auto paso por el 5 y allí hay tango. También locutores y locutoras que hablan en porteño profundo. Me quedó muchas veces en esa emisora. A veces, pulso los seis numeritos a ver qué hay y desde el asiento trasero, la voz de una niña me dice “5”. -Como nacido y criado en Buenos Aires, tuve la desdicha de ir a vivir a un pueblito del interior por dos interminables años. Una noche estaba apoyado en la vidriera de la confitería, que hacía las veces de terminal de ómnibus. Pasajeros iban y venían. Fui a despedir a alguien y no estaba de humor. En eso vi la nariz del colectivo, que doblaba en la esquina y en el cartelito, el nombre de la ciudad de destino me recordaba de donde soy. Desde los parlantes de la confitería, donde viajeros y pueblerinos miraban pasar el tiempo, sonaba un tango de esos que rebotan en las paredes. Tangos con graves, cantados sin pena. Esa noche tomé una decisión.