martes, 31 de marzo de 2015

ECONOMÌA

De ambos lados de la cabecera, dos helechos descoloridos. Al medio, y debajo de un haz de luz, el conductor del programa. En dos mesas laterales, dos entendidos en economía. Se miraron con recelo, de lejos, con desconfianza. Uno tenía el pelo prolijo, húmedo, y lucía un traje estilo americano. El otro calzaba una campera en excelente estado y una pipa que no largaba humo. Comenzó el debate. -Uno criticó la política económica del gobierno. -El de enfrente la defendió. El nivel de voz fue subiendo. Uno y otro reconocieron el aumento de hombres sin casas en las calles de la metrópolis. Mientras el contrincante uno bajó la economía a la tierra diciendo que ese mes había comprado menos que en el anterior, el dos exhibía las bondades de un veraneo multitudinario con gente gastando y gastando. Ambos tenían autos modelo 2011. Ambos habían des ahorrado. Pero insistían en mantener una puja que nadie les había pedido. Había que pelear, discutir. Entendieron mal la palabra debate. Pero en el fondo coincidían, salvo que uno de los dos era más remiso a admitir las fallas del sistema. Hablaron de bonos, deudas, compra de activos, producto bruto interno… Al comienzo del tercer y último bloque se pelearon. No sabían que estaban coincidiendo pero igual discutieron a los gritos. Tanto, el que moderador dudó en anular los micrófonos. El entendido Uno, revoleó algunos papeles más allá de la mesa. El dos se rió nerviosamente. El conductor del programa agradeció y citó a sus oyentes para la próxima edición de “Realidad con claridad” Los invitados salieron a la calle y fueron en busca de sus coches. Sólo el empleado de seguridad pudo ver como el Uno ayudaba al Dos a arrancar el auto empujándolo. Después, ambos se fueron a un bar de la avenida Córdoba y bebieron hasta la madrugada. Los dos sabían mucho, los dos habían estudiado afuera y poseían un Master. También los dos contaban con heladeras semi vacías y les administraban la modesta jubilación a sus ancianos padres.

viernes, 27 de marzo de 2015

TEATRO

Salimos contentos de nuestra primera función. Esa madrugada supimos que estábamos para cosas más grandes. Veníamos de comer salteado, todo en pos de poner a punto la obra, de comprar de nuestro bolsillo lo que ciertos productores no querían poner. Fuimos a festejar a una pizzería y hasta pedimos postre. Cada tanto llevaba mis manos a los bolsillos para comprobar que ahora tenían algo de contenido. La gente había aplaudido de pie, eran como trescientos. Con algo de viento en popa, los diarios y las revistas hablarían de nosotros. Lo último que vi entre el colectivo y la puerta de mi departamento fue un patrullero que andaba despacito. Me acosté sin bañarme, excitado. Después, encendí la luz y me puse a contar los billetes. Una semana igual, y podría comer, alquilar y ahorrar plata para producir la futura obra. Tronó el cielo, cayeron las primeras gotas. Me puse a leer un clásico, y siguió tronando. El teléfono sonó a las ocho treinta, era Corina. Ahí me enteré. Me trepé a un taxi y salí hacia el teatro con el corazón batiendo. Cuando llegué estaba el móvil de la tele, un patrullero y muchos curiosos. Una bomba había volado todo el frente y la onda expansiva borró los camarines. El alma se me fue al piso y al rato, un productor de esos de las grandes marquesinas de la calle Corrientes se solidarizó con todos nosotros. Me invitó a tomar un café y tuve la esperanza de que seguiríamos. Nada de eso pasó. ¿Qué ocurrió en éstos últimos treinta años? Todo siguió más o menos igual, pero las bombas son otras. De otro calibre y de un poder expansivo diferente. Las sanciones mutaron. Tengo cincuenta y pico de años y algunos de aquellos compinches quedaron en el camino. Otros abandonaron la profesión. Los más afortunados emigraron o se pasaron al circuito ultra comercial. Yo vivo en el mismo departamento de soltero, y una salita de barrio compartida con un amigo nos conforma y permite vivir. Llego a mi casa a cualquier hora, no importa después de haber comido qué. Me baño, escucho algún que otro trueno pasajero. Ya no hace frío en invierno ni calor en verano. Desde el centro llegan las luces de las marquesinas y los reflectores, hasta los colectivos se ven desde más lejos. Salgo de la ducha y me tiro en la cama. Alguna vez me acompaña alguien. Pero siempre, invariablemente, tengo un libro y un anotador cerca para planear la próxima obra. Así se vive. Creo.

domingo, 15 de marzo de 2015

TOMÈ UN PINCEL

Tomé un pincel, para ver qué pasaba. ¿Qué haría? No sé. Zambullí los pelos en una enorme mancha amarilla que preferí dejar como estaba, brillante de tan amarilla. Tracé una leve curva ascendente de derecha a izquierda y un margen blanco me frenó. La tela se quedó en el mismo lugar durante meses. Cada vez que pasaba por el lugar la veía y prefería esquivarla. Con el correr del tiempo me sentaba en un extremo de la habitación, ponía música y la miraba. En algún lugar de mi cerebro, un pincel iba de un lado a otro y no se decidía. Abrí un cajoncito de madera, escarbé entre los envases de plomo y saqué uno de color rojo. Me manché la mano y apoyé dos dedos en el blanco. Nada definido hasta allí. Me fui de viaje y visité museos sólo por el hecho de sacar alguna idea. Estaba a trece mil kilómetros y pensaba en aquella habitación a la que despacio comencé a despoblar. En el medio quedaba el artefacto con tres patas y la obra indefinida. Despertaba a medianoche, lleno de ideas, creo que producto de mis sueños. Cuando llegaba al escritorio para anotarlas me parecían una pavada y volvía el contador a cero. En una juguetería había pistolas de agua, y me compré dos. Me paré frente al atril, le agregué mucha agua a la pintura azul y disparé con escasa puntería. Quedó una suave línea amarilla y curva, una mancha de rojo leve, y todo el contorno azul. De lejos, parecía estar mirando por la ventanilla de un avión. Olvidé el asunto y comencé a disfrutar de otras cosas. La bicicleta, las plantas, el formón contra la madera, el alcohol. El azul cielo retumbaba en el ambiente llamando la atención. Tomé bastante una noche y me forzó a levantarme de mi cama. Trastabillé y caí. Vi las estrellas y me mantuve asustado. Volví a irme lejos. Me sentí libre. Llegó el momento del volver, ni pensé en aquel trastorno. Subí las valijas en el ascensor, metí la llave en la cerradura y aquel azul me pareció gastado y vencido. Sin quitarme el traje fui al cajoncito y al pincel. Tiré la tela al piso y pensé en pisarla. En cambio, hice trazos circulares, rectos, cruzados, y agarré el más grueso de los pinceles al que embebí de blanco. Entonces, hice una franja que no se detuvo en el borde y siguió y siguió hasta la pared. Y no sé por qué razón, sentí que había terminado con toda esa historia. Volví a tomar mis valijas y me alejé por dos años, libre. Absolutamente libre.