viernes, 20 de junio de 2014

BUENOS AIRES

El hombre apareció una tarde a través del zaguán y saludó. Traía una valija raída y en su cabeza reposaba una boina. Entró al conventillo lleno de chicos y preguntó por la familia tal. La señora fue a la cocina y volvió con una enorme cacerola. El señor, un artesano, se sentó en una banqueta y sacó algunas herramientas. Tomó la cacerola y la miró en sus agujeritos. Toda la tarde estuvo don Santos dándole al martillito con paciencia y nosotros mirábamos. Las ollas no se compraban de vuelta, eran para toda la vida y se desabollaban a mano. El hombre cobró uno de esos billetes grandotes y saludó. Esto pasó en 1972 en Boedo, no en 1940. Doña María se paraba en el umbral de la puerta y llamaba a todos sus hijos, uno por uno. Cuánto tiempo tenía la doña que se había pasado la mañana cocinando. Los chicos llegaban al ritmo del ruido de sus pancitas y se sentaban alrededor de la mesa. Al rato el hombre de la casa con corbata, comía, hablaba poco y se tiraba una siesta antes de volver al trabajo. ¿Ocurrió en un pueblo del interior? No. Pasó en la ciudad de Buenos Aires. Los cables del tranvía todavía cuelgan en el puente, desde 1963. Cada vez que paso por ahí me pregunto si se habrán olvidado o será una treta de los habitantes del barrio para conservar lo poco que va quedando. Acá nomás a dos cuadras existe un bar donde van a parar los taxistas, los jubilados, los vagos y los que le rajan a la patrona. Gritan y vociferan. En las paredes cuelgan viejas glorias de Platense. En quince años, la zaparrastrosa esquina fue apenas pintada una vez. Hasta el tipo que vive detrás de la barra estrenó chaleco nuevo ese día pero los parroquianos nada notaron. Solamente rogaron desde que salieron de sus casas para encontrar el boliche abierto como todos los días. Lindos edificios, calles con historia, esquinas ultramodernas, oficinas con vista al mar, monumentos milenarios, museos para abrir la boca, turistas obnubilados, trenes a horario, gente muy elegante, autos nuevos, reglas claras. Todo eso se puede ver en otras ciudades. Lo que no puede explicarse es el vínculo que hace que siempre volvamos a Buenos Aires. Debe ser el encanto de sus esquinas siempre diferentes, su enormidad, saber que por esas veredas pasaron tantos de los irreemplazables.