jueves, 12 de diciembre de 2013

TRIPERO

-Debe ser de dónde viene, mi amigo, de ahí debe venir la cosa. -No, es que así se nace nomas. Los dos, sentados en una mesa raída y con vista a la cale dejan de hablar por un rato y miraron hacia afuera. Uno se tragó la caña de un tirón y el otro se acomodó el cinto medio a escondidas. La ciudad y los tiempos ya no estaban para andar mostrando filos brillantes. La carraspera de Dionisio quería decir algo, o quería invitar a seguir la charla. Pasó un colectivo con el escape libre, puro humo. Adentro del bar, varios como ellos gastaban sus jornales en alcoholes y rememoraban viejas hazañas de potrero y corral. Algún grito, tal vez. Y el sonar de los vidrios que iban y venían. Hacía años que Dionisio y su compadre no lo veían por Mataderos, sabían por qué, pero se preguntaban por la larga ausencia. -Hace poco dijeron de él en el diario, parece que anduvo de viaje. El hombre no era para morir entre vacas. -Nació pare eso, como le dije. Si estuviera en ésta mesa andaría penando. -.Unos nacen con estrellas y otros, estrellados, decía mi madre. -Qué lindo hubiera sido saber agarrar el lápiz, para ver como es- Los dos volvieron a hundirse en la pausa y el trago. Sabían que no verían más al tripero viejo.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

SOLOS 2

El canillita ya está veterano, agita los papeles al viento en una esquina de Palermo y cuando pasa el mediodía, busca refugio en la sombra que proyecta un kiosco de revistas. Allí duerme su siesta con su cansancio y los diarios que sobraron. Nunca, en siete años, lo vi acompañado. ¿Dónde dormirá por las noches? Ah, no, cierto que es canillita y tiene que estar alerta al camión que llega por las madrugadas. ¿Dormirá? No sé qué y quien lo abriga, pero está solo. Ocurrió durante una madrugada de febrero del ´78. Mi hermanito y yo íbamos sentados en un sillón. Encima, una frazada atada con piolines flameaba por el viento de la ruta. El camión lleno de muebles rebotaba en el asfalto. Hacía frío, pero no pasaba más allá que los abrigos. La noche era cerrada, cerradísima mientras cruzábamos tierras entrerrianas. La poca luz que se metía entre las maderas venía de otros faros de otros camiones. Mi hermano se durmió y yo me hice el dormido. Desde mi asiento pude ver una brasa que bajaba y que al subir se encendía más. Papá fumaba y fumaba. Con el tiempo interpreté su insomnio como una señal de vacío, de preocupación, de soledad. Me voy a trabajar a las diez de la mañana. Cierro la puerta de calle con llave y camino hacia la esquina y en ese trayecto miro a mi derecha cuando paso por la puerta del 3290. Ahí está, la vieja persiana vertical semicerrada y en el medio una ventanita por donde se divisan dos ojos ancianos. La mirada me sigue. Vuelvo a las ocho y si es verano, todavía se ve. Miro a mi izquierda a la altura del 3290 y los ojitos claros me vuelven a observan. Un día, esos ojitos dejaron de estar. La casa se demolió para levantar un edificio espantoso. De vez en cuando miro al costado, para ver esos ojos pero ya no están pero me encuentro con otras soledades. La abuela Emilse se sienta debajo del paraíso maltrecho del patio y se inclina hacia delante. Afloran los recuerdos, seguramente. Esa seguidilla de hijos chiquitos que la miran alejarse casi para siempre. Escucha alguna música del litoral y llora. Al rato, los nietos caminan a su alrededor sin preguntar y dos de sus hijos también. Charla, se seca las lágrimas con disimulo y a pesar de la gente se siente sola. Así se sentirá por siglos. Aquel navegante se emperró a pesar de la oposición de su familia. Cruzó al mar hacia Europa y desde sus costas se embarcó en un aparato flotante, diminuto. Pasó semanas a voluntad de las corrientes y fue recibido por muchedumbres de éste lado del mundo. Algo habrá pasado, porque nadie quiso volver a nombrarlo y volvió a la misma soledad que experimentó en el agua. Lo tuvo todo. Fueron diez años de luces, guirnaldas, honores y adulaciones. Fue elegido dos veces, bailó en la televisión, hizo y dejó hacer. Pensó en pasar a la historia sin ser solemne, se sintió adorado y atravesó tempestades familiares y políticas. Nada logró tocarlo de cerca, ni las bombas, ni los barrotes, tampoco la miseria que veía a su alrededor. Pero el reloj corrió cada vez más rápido y surgieron otros nombres. En sus ojos se ve la marca más cruel de la soledad. Jamás volverá a ser tenido en cuenta. Sólo tendrá la certeza de que será un nombre más en la lista cuando ya no pueda verla.

lunes, 9 de diciembre de 2013

MIEDO, TERROR

El dueño del sol transita el patio del conventillo durante las tardes de verano. Mamá me amenaza con el dueño del sol. Si no duermo la siesta como todos, quien sabe lo que va a pasar. Todos duermen mientras el sol de enero pega en las chapas viejas de la casa y yo, enemigo de dormir de más, me levanto sigilosamente y me arrimo a la ventanita de la puerta de madera. Destrabo esa gotita de metal y escucho un carraspeo terrorífico. Era cierto nomás. Alguien debe haber que envenena a las ratas. Consigo permiso para caminar hasta el baño del fondo y ahí, al lado de la puerta de metal, una rata grande como un gato respira agitada y me mira fijo. Vuelvo corriendo y aviso. “Está agonizando”, me dicen, y evito meterme al baño. Me aguanto el pis toda la noche porque la rata estaba ahí, y porque alguien se encargaba de envenenarlas. El rancho de la chacra huele a cáscaras de arroz viajo. Al lado, en el galpón de las maquinarias, el olor a aceite aturde y marea. La casita, especie de rancho, tiene techo de paja y muy cerca, suenan las ranas y los bichos que no conozco. Papá me dice que hay serpientes de agua, como en toda arrocera, y pronuncia la palabra guaraní: ñacanina. Hay que dormir con la puerta abierta por el calor. El sueño vence al temor y a la mañana siguiente, el viejo me explica que para impedir la entrada de las arrastradas hay que poner un diente de ajo en cada lado de la casa. “Cuidado, que ahí viene Cicuta”, le decimos a los hermanitos, asomándonos por el zaguán. El linyera se arrastra caminando desde Belgrano hacia Moreno. Sucio, maloliente, pedigüeño. El tizne de su cara delata años de abandono. Los nenes corren hacia adentro y nosotros los más grandes, nos divertimos. Los roles se invierten y terminamos haciendo lo mismo que nuestros padres. De todas formas, jamás nos podríamos arrimar a Cicuta, por las dudas. El señor está allá arriba en su oficina vidriada. Desde su mira, puede ver a todos. A los que trabajan, a los que hacen que trabajan, los que llaman por teléfono, a los que comen y a los que se van temprano. El gentío de obreros, allá abajo, trabaja y pierde segundos de su jornada laboral mirando para ver si los miran. Cuando salen a la calle se sienten libres y hasta se animan a cruzar en medio de la velocidad de los autos. Al otro día, vuelven a esa especie de película de terror. Me recomiendan una changa en un depósito y voy a presentarme. Al entrar me encuentro con filas y filas de rascacielos hechos de paquetes de libros y revistas. Los pasillos son intrincados e infinitos. Las semanas y los meses transcurren y mis compañeros abandonan uno a uno su puesto en busca de oportunidades mejores. Voy quedándome solo hasta asumir la jefatura del lugar. Desde los costados y arriba me siento observado por los dibujos de Breccia. Todo es en blanco y negro y cada día que pasa, todo en más negro y más blanco. Aprendo a vivir en soledad esas ocho horas diarias, a los silencios, a los ruidos de las lauchas, al ruido de algún pilón que se cae. Nunca apago las luces, tampoco me quedo a dormir, ni siquiera con la chica de al lado. Entro a las ocho y salgo a las cuatro. El miedo, y a veces el terror lo acostumbran a uno, de verdad o de mentira. Vamos al cine a morirnos de miedo, a querer salir corriendo tras aquel hachazo en la pantalla. Y siempre o mismo, nada sorprende. Queremos que nos vendan el terror, porque así es más real.

lunes, 2 de diciembre de 2013

DE VUELTA ADENTRO

Corro y me agarran, y en la huída se caen tres kilos de asado de mis manos. Me cansé de pedir, y por eso no le di bola a Papá cuando me decía que no robara, que pidiera. Las manos contra la pared ahora y a pasar la noche en la comisaría. Amanece y me llevan al juzgado y desde ahí, sin más palabras, un camión de chapa se pone a rodar por la ruta conmigo a bordo. Hace calor y tengo hambre, el mismo hambre que me puso en ésta situación. Se oye el freno y las llaves que giran, me bajan sin esposarme y me conducen por un edificio largo como la incertidumbre. Me piden los datos, me sacan algo que guardaba entre las medias. Yo no quería llegar a esto, pero me cansé de pedir. Mi compañero de celda me da la bienvenida y paso la noche sin dormir. Al otro día en el comedor, convivo con asesinos de suegras, extraditados, traficantes. Todos miran al nuevito con cara de asco, todos los días, mientras pasan las semanas. Otro recluso que está dos celdas de la mía me sugiere una mudanza al pabellón de los evangelistas y acepto inmediatamente. Rezo todas las noches, leo el libro con tapa negra, me arrodillo para preguntarme por qué. Llegan mis viejos los días de visita, también y entre semana mi abogado. Nada, los papeles están clavados en algún juzgado sin moverse y se va un año entero. Me acostumbro a la cómoda rutina de trabajar y rezar, me porto bien. Un día, el sonido de las llaves girando me saca del sopor y otra vez a caminar los pasillos. El jefe me explica que es injusto, pero que habían errado en tribunales, me agradecía por mi buen comportamiento. Salgo a la avenida desolada donde unas mujeres acarrean bolsas de mercado y angustia. “Venite para la Iglesia”, me dijeron antes de salir y ahí voy. Hay Biblias, bancos donde rezar, abrazos y palmadas, dos veces por semana. Pero el estómago hace ruido y ya no quiero volver a ver la cara a los viejos y otra vez, pasan los días y las negativas. No quiero pedir, y por eso decido cambiar de mercancía. El “negocio” sale bien por un tiempo y ahora estoy de nuevo, corriendo contra el tiempo y los metros. Me persiguen con más furia que antes y me alcanzan más pronto. Y la historia vuelve a comenzar.

UN POCO DE NO HISTORIA

La imagen impacta por el dramatismo que transmite, por su movimiento y sus colores, por la destrucción que cada protagonista ocasiona y a la vez sufre. La observo mientras espero en esa antesala. No hay revistas y entonces, no queda otra que ver ese cuadro largo y angosto. Falta alguna referencia, me arrimo para ver mejor, no, no existe señal alguna de qué, dónde, cómo, cuándo. Llaman por mi apellido y paso al consultorio. En los parlantes suena música clásica. Cuando la consulta llega a su fin me enfrento a la puerta de salida y ante otra perspectiva, más cuadros sobre el mismo tema estaban colgados a mis espaldas. Me prometí averiguar, no iba a preguntarle a ese médico antipático ni a su insulsa secretaria. Salgo a la calle, tomo el colectivo y me olvido del asunto. Nombres guaraníes de batallas cuelgan en los carteles de las calles y son solo eso, nombres con números. El viejito italiano de mi vecindario habla de la guerra y a los ojos de un chico suena como una gran aventura. Por las tardes se asoma al zaguán y mueve su rostro hacia una esquina y hacia otra de la cuadra. Saluda con simpatía pero hay algo en su cuello que hace a sus gestos mecánicos. Ese hombre atesora un casco de aviador en su aparador. Su esposa, viejita y delgada, sale al patio de vez en cuando y lanza gritos hacia el cielo de Almagro. Por la tarde ve aviones bombardeando su pueblito en la montaña. Los dos desaparecen del mapa mientras la vida transcurre para nosotros, que ocasionalmente los recordamos. La primaria pasó entre pocos gobiernos democráticos y muchos de los ilegales. “No hay más delegados en el gremio”, me dijo un día el tío sin dar más información. Y la palabra delegado no podía salir de la boca. Rosas era un tirano, fue otro argumento, sin contrastar a ese hombre colorado con los que desde la ciudad todopoderosa conducían una fuerza tan fuerte como contraria. Perón no se dice, y menos en casa. El viejo ya había vuelto y ganado las elecciones. Todos vimos sus funerales por la tele y sin embargo, el apellido no se pronunciaba. La Campaña del Desierto fue una campaña, no una invasión cuya consecuencia fue una gran torta de tierra para algo más de cien familias. Sé que al abuelo y a sus dos hermanos los envió el bisabuelo para que no ser enrolados rumbo a la guerra. Allá se queda el viejo, en ese pueblo del desierto, esperando lo peor pero con la satisfacción de haber mandado a los jóvenes a América. Los tres hombres llegaron en diferentes momentos y progresaron gracias a su simpatía y aptitud para los negocios. Hace poco me enteré sobre quienes los empujaron a cruzar los océanos. Fueron los mismos que invadieron otro país cercano para arrasar con millones de personas. La materia historia no sólo falló en la escuela, también fue ninguneada en la familia, que habló de guerras sin saber ni querer saber de quienes contra quienes. Una guerra más, como algo normal que sucede siempre en otro lugar de la tierra.