jueves, 26 de noviembre de 2015

AGUAS DULCES

Hubo un instante en el que la pampa plana quedó atrás, dejando ver un profundo azul. Eso era el mar, inmenso y potente. No daba para festejar, pero valía la pena. Más tarde que nunca. Abel era un pasajero involuntario que estaba por cumplir los diecinueve años y se encontraba en el primer asiento del avión, bien pegado a la ventanilla. Pensó una vez más en lo injusto de su situación y también en las ironías de la vida: se había criado a trescientos kilómetros de la playa y nunca había posado sus pies en ella. Miró hacia atrás y vio decenas de cabezas que quién sabe en qué estarían pensando. Como él, todos futuros soldaditos. ¿Sería el mar algo frío o acaso tibio como aquellas aguas del río de su infancia y adolescencia? El viejo puente de fierro le vino a la memoria, acaso rojo o tal vez oxidado pero aún en pie. El avión inclinó su morro hacia abajo y durante media hora fue descendiendo hasta que las olas se hicieron más grandes. Después, viró fuerte sobre su derecha y una enorme barranca se convirtió en asfalto. El paisaje era tan desolador que no supo si los cerros de piedra eran naturales o hechos por la mano del hombre. Durante dos horas de ruta vio solamente un lago inabarcable y después, el desierto. Su niñez transcurrió entre aguas dulces; las del Río de la Plata y las de un río correntino. Cuando era chiquito, su padre lo cargaba junto a sus hermanitos y unas vecinas en el auto rumbo al balneario de Buenos Aires. Del otro lado no existía orilla. ¿Era eso el mar? Nunca se animó a preguntar por vergüenza. En el Litoral en cambio, pegado al puente de hierro forjado por los ingleses, la orilla estaba ahí nomás, con sólo estirar el brazo. De las ramas que sobresalían, unas aves rápidas se tiraban en picada al agua y volvían a levantar vuelo con algún pescado en su pico. Así pasaban las tardes, entre el chapoteo y los gritos, el ruido de la correntada pegándole a las columnas de hierro, un chamamé instrumental saliendo del parlante del barcito. Hileras de gentes tomando mate, embarazadas acaloradas comiendo sandías para que amaine el sopor. La primera vez que Abel lo tocó, el mar estaba helado. Fue al año siguiente de haberlo conocido desde el aire y se sintió más o menos conforme. Ya no había un alma en esa playa fuera de temporada donde fue a parar unos días con amigos. Le impresionó la sal y se preguntó si no sería más que terrorífico morir ahogado con ese gusto a anchoas en la boca. A lo lejos, un pescador de medio mundo y muerto de frío sacaba carradas de pececitos para el almuerzo. En esa playa desolada escuchó por primera vez historias de ahogados de varios días que habían llegado a las costas en los años de plomo. Santa Teresita y Las Toninas eran una línea de arena infinita y casas bajas. En un restaurante vio un almanaque y sobre el recorte del mes de marzo y sus días, una foto de una Punta del Este donde tampoco había un alma. Ninguna similitud con la playita de ese pueblo correntino, siempre tan lleno de sol y de música. ¿Vos sos porteñito? Le preguntó el dueño encargado mozo administrador de ese chiringuito correntino. “Sí”, fue la contestación orgullosa de Abelito, el nene de ocho años. Todos los veranos pasaba lo mismo: era quince o treinta días de una rutina dulce a veces quebrada por las burlas a su manera de hablar. ¿Cómo podía ese niño pronunciar las erres y las yes? Todos los años la misma historia. Los calores infernales de la ruta, la balsa para cruzar el Paraná, la casa de los abuelos, las siestas en el río. Cuando se distraía, el niño ahora hombrecito miraba hacia el bolichongo de los sánguches, las bebidas y el agua caliente para el mate y detrás del mostrador, ese tipo burlón, mal hablado y hasta simpático al que le decían Gringo. Pensó decírselo a su padre, que tenía tan mal genio, pero por alguna razón le perdonó la vida al bruto. Una tarde que volvía con un palito de agua derritiéndose entre sus manitos sintió furia. Y fue directo a contárselo a su papá, que estaba sentado en la arena tomando un refresco. A último momento, el nene imaginó el cuello del Gringo entre dos manos asesinas y algo lo frenó. Después del helado tomó carrera y se tiró al río para nadar hasta el próximo banco de arena. Hubo una época en que el niño y el vendedor se hicieron compinches. Quizás ambos le habían encontrado la vuelta a esos encuentros. O es posible que el burlón haya reparado en los músculos nerviosos del ya no tan nene que estaba creciendo. ¿Le tendría miedo? Una tarde, el Gringo observó desde su sucucho al jovencito que ahora le hablaba a una chica del lugar. Las cabecitas de ambos se juntaban y buscaban dónde esconderse de las miradas y del chusmerío. Más tarde los vio salir despeinados y haciéndose los desentendidos. Cada uno tomó su rumbo y al día siguiente volvieron a los mismos movimientos. El vendedor se sentía molesto. “Yo acá cagándome de calor y el pendejo este que se viene a llevar a una de las nuestras”, se dijo, y pensó en volver a divertirse a costa de Abel, como antes. El soldadito Abel tiritaba recordando con tristeza aquellas tardes de calor. Hace rato que no tocaba a una mujer y pensaba en la correntina, dulce y tan buena chica. De nada servía ser más grande y más fuerte, pensó, y se encaminó a la cantina. Tal vez si el encargado no resultaba un alcahuete, hasta podría venderle una ginebra para darse temperatura. Detrás de la registradora, otra vez un almanaque. Siempre hay paisajes alpinos o gatitos de a tres en esos impersonales cuenta días. El que está colgado dejaba ver un mar con morros de fondo. Acapulco, Brasil, la Costa Azul, daba lo mismo. Abel se sintió lejos de su casa, lejos del río, lejos de todo. Como si la estadía en ese lugar horrible no fuera a acabarse nunca. Se prometió conocer el mar, sea donde fuere y aunque tuviera que llegar caminando. Antes de dormirse en el puesto de guardia pensó en el burlón del río. De haber aparecido en ese momento y sin avisar, podría haberle pegado un tiro, sólo por divertirse. El tiempo pasó y llegó la libertad. Y a las promesas hechas en soledad había que cumplirlas. El pelo empezó a crecer y Abel no supo qué hacer con tanto horizonte despejado. Pasaría unos días de joda en Buenos Aires con sus amigos y después, quién sabe, podría renunciar a ese trabajo donde le guardaron el puesto y los mandaría a todos al carajo. Juventud era lo que sobraba y por delante esperaban kilómetros de mar. La propuesta de su padre fue difícil de eludir; unos días en el pueblito correntino no vendrían nada mal. Surubí a la parrilla, la camioneta del tío, la joven que seguramente lo estaría esperando. Y el río al que en las tardes sofocantes bajaría para pasar el tiempo y hacer planes a ojos cerrados. No pasó una hora en la arena hasta que escuchó un chiflido corto y penetrante. El hombre sonreía detrás del mostrador. Estaba un poco más gordo y de los costados de su cabeza asomaban pelos blancos. Caminar hasta el barcito no llevaba más de veinticinco metros. “No hay que ser maleducado”, se dijo para sí mismo Abel, y ensayó una sonrisa antes de extenderle la mano. El Gringo también sonrió y preguntó vaguedades, como si le interesara la vida del joven. “No me vas a decir que estuviste en la guerra”, soltó, y le pegó una palmada al porteño. Quería ser simpático y amable pero no le salía. Fueron años de chistes tontos, burlas, chanzas, gastadas, y ahora se preguntaba si ese muchacho ha sido capaz de empuñar un arma larga. Abrió la heladera e invitó una cerveza, pero el convidado no aceptó y extrajo dos billetes del bolsillo. Abel se sentó a charlar con el burlón y se decidió a estirar el disfrute. Ese hombre no tan viejo pero envejecido destapó la botella con pericia y se le vio una marca en su cuello. Era una cuestión de tiempo averiguar cómo fue que pasó. El sauce llorón se sacudió, del agua saltaban algunas burbujas y el aire está tan calmo que podrían escucharse decenas de cuchillos hundiéndose en las gruesas cáscaras de las sandías. El vendedor del río, el Gringo, ya no era el mismo. Aquel niño ahora hombre, tampoco. ¿Habrán pintado el puente? ¿Se habrá modificado el curso del río? Fueron largos años de ausencia y sintió que para completar algo de su persona debía volver. Papá ya no estaba en cueros, sentado en la orilla. La chica se había casado con un contador, tenía como tres hijos y vivía en otra ciudad. Un parlante no alcanzaba para todos, ahora los había en los baúles de los coches, una competencia para ver quién tenía la chata más nueva o el propalador más grande y potente. De vez en cuando se colaba un chamamé en medio de otras músicas invasivas y berretas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Diez o doce años? Nadie se mantiene igual después de haber conocido horizontes lejanos. Por las retinas de Abel pasaron museos, playas blancas como la harina, mujeres, millas y millas por aire y tierra. El mar había dejado de ser un deseo loco e inalcanzable para convertirse en algo normal. En el río no vio más que a alguna raya o tortuga bajo la superficie. En los mares se dejaban ver peces raros, de colores, esquivos o amigables. El Gringo no vio otra cosa en su vida que la vida ajena. Abel se estaba aburriendo en casa de los parientes y pensó en subirse a su auto para volver a Buenos Aires. Para cranearlo mejor, se paró bajo la ducha y resolvió visitar el antro del farolito rojo ubicado a la salida del pueblo. –Tengo algo para hacer. No voy a quedarme a cenar. Apuntó la nariz del be eme para el lado del norte, allá donde se pierde la línea de eucaliptus, y llegó al quilombo en cinco minutos. Todos lo vieron bajar, pero nadie dijo nada. Los camioneros volvieron a sus tragos, los changarines, a tirarse a las sillas después de haber chupado tanta caña. No había mucha compañía para elegir y se quedó con la rubiecita. Una cortina pesada separaba el bullicio del salón del cuarto donde reposaba una cama mal tendida. Algo no anduvo porque la chica estalló en llanto, y Abel sacó dos billetes de los que valen para quedarse allí adentro una horita más. Pensó en sacarla de ese lugar de mierda, intentó convencerla pero no pudo. La rubiecita se ahogaba en su propia angustia hasta que pudo decir algo. Fue cuando Abel se enteró. La trompa del coche descuenta kilómetros a gran velocidad, de regreso a casa. Al día siguiente, Abel emprenderá en solitario un vuelo con escalas que lo llevará al Caribe. Lo esperan la farra, los tragos y las ocasionales compañías. Sus ojos se quedan fijos cuando la memoria le trae aquella confesión en el puterío. El cerebro se clava en ese recuerdo al bajarse a cargar nafta, cuando entrega el ticket de embarque, cuando pide un Martini al borde de la piscina. Al sexto día de vacaciones resuelve dejar el asunto para más adelante y la voz de aquella chica se va borrando. Pero lo que no puede borrar es el contenido de las palabras. Buenos Aires está a la vista, allá abajo, y hay meses por delante hasta las próximas vacaciones. La idea de volver al río se presenta en la cabeza de Abel en la noche de Navidad. Levanta la copa, sonríe y decide viajar el fin de semana siguiente. Innumerables hilos de agua corren por debajo de los puentes que a su vez pasan a mil debajo de su asiento. ¿Puede ser que tanta agua vaya a parar al mismo lugar? El paisaje se transforma, ahora ve a hombres de a caballo con anchos sombreros y celular a la cintura. Cuando llega al pueblito se aloja en el único hotel y ni siquiera le preguntan el nombre. El sol del sábado invita a un chapuzón en el viejo y transparente río, y hacía allí se dirige. Otra vez el chistido del Gringo y la vieja ceremonia de la cerveza. Ese sábado, la charla y el alcohol entre los dos viejos conocidos se alarga hasta la noche. Ya nadie queda en la playita y los grillos se apoderan del ambiente. Abel se levanta al amanecer y se afeita, mirando su propio rostro a través del espejo rectangular del baño del hotelucho. Paga la cuenta y rechaza el café de cortesía porque tiene cierto apuro. Simula una llamada entrante frente al conserje para evitar preguntas y se monta en el be eme. El velocímetro marca ciento cincuenta y después de una hora entra a otro pueblito por donde pasa el mismo río, pero aguas abajo. El auto se detiene junto a una pequeña barranca y la puerta queda abierta: no hacen falta las alarmas. Abel se sienta a ver la correntada y a los camalotes que, arrastrados, giran sobre sí mismos. Ríe cuando ve a un monito subido a un tronco en plena deriva. Es así durante horas, el mismo paisaje, el caudal que se lleva todo, los recuerdos de la infancia, Papá sentado en pantalón corto, el vendedor y su extraño sentido del humor. El sol se esconde en una provincia vecina. “Allá viene”, se dice Abel a sí mismo. Un cuerpo en cruz da vueltas en círculo conducido por las aguas. El Gringo mira fijo al cielo después de haberse hundido y vuelto a flote, y eso se nota. Abel alcanza a divisar dos marcas en su cuello, una vieja y otra, no tanto. Y el Gringo va sin saberlo adonde los ríos se juntan con el mar. Lo último que alcanza a ver Abel es a un martín pescador que desde una rama se lanza hacia ese cuerpo que rechaza y que vuelve a tomar vuelo para posarse en su rama. Abel enciende el auto y vuelve a correr prometiéndose a sí mismo no volver a posar sus pies en aguas dulces. Hubo un instante en el que la pampa plana quedó atrás, dejando ver un profundo azul. Eso era el mar, inmenso y potente. No daba para festejar, pero valía la pena. Más tarde que nunca. Abel era un pasajero involuntario que estaba por cumplir los diecinueve años y se encontraba en el primer asiento del avión, bien pegado a la ventanilla. Pensó una vez más en lo injusto de su situación y también en las ironías de la vida: se había criado a trescientos kilómetros de la playa y nunca había posado sus pies en ella. Miró hacia atrás y vio decenas de cabezas que quién sabe en qué estarían pensando. Como él, todos futuros soldaditos. ¿Sería el mar algo frío o acaso tibio como aquellas aguas del río de su infancia y adolescencia? El viejo puente de fierro le vino a la memoria, acaso rojo o tal vez oxidado pero aún en pie. El avión inclinó su morro hacia abajo y durante media hora fue descendiendo hasta que las olas se hicieron más grandes. Después, viró fuerte sobre su derecha y una enorme barranca se convirtió en asfalto. El paisaje era tan desolador que no supo si los cerros de piedra eran naturales o hechos por la mano del hombre. Durante dos horas de ruta vio solamente un lago inabarcable y después, el desierto. Su niñez transcurrió entre aguas dulces; las del Río de la Plata y las de un río correntino. Cuando era chiquito, su padre lo cargaba junto a sus hermanitos y unas vecinas en el auto rumbo al balneario de Buenos Aires. Del otro lado no existía orilla. ¿Era eso el mar? Nunca se animó a preguntar por vergüenza. En el Litoral en cambio, pegado al puente de hierro forjado por los ingleses, la orilla estaba ahí nomás, con sólo estirar el brazo. De las ramas que sobresalían, unas aves rápidas se tiraban en picada al agua y volvían a levantar vuelo con algún pescado en su pico. Así pasaban las tardes, entre el chapoteo y los gritos, el ruido de la correntada pegándole a las columnas de hierro, un chamamé instrumental saliendo del parlante del barcito. Hileras de gentes tomando mate, embarazadas acaloradas comiendo sandías para que amaine el sopor. La primera vez que Abel lo tocó, el mar estaba helado. Fue al año siguiente de haberlo conocido desde el aire y se sintió más o menos conforme. Ya no había un alma en esa playa fuera de temporada donde fue a parar unos días con amigos. Le impresionó la sal y se preguntó si no sería más que terrorífico morir ahogado con ese gusto a anchoas en la boca. A lo lejos, un pescador de medio mundo y muerto de frío sacaba carradas de pececitos para el almuerzo. En esa playa desolada escuchó por primera vez historias de ahogados de varios días que habían llegado a las costas en los años de plomo. Santa Teresita y Las Toninas eran una línea de arena infinita y casas bajas. En un restaurante vio un almanaque y sobre el recorte del mes de marzo y sus días, una foto de una Punta del Este donde tampoco había un alma. Ninguna similitud con la playita de ese pueblo correntino, siempre tan lleno de sol y de música. ¿Vos sos porteñito? Le preguntó el dueño encargado mozo administrador de ese chiringuito correntino. “Sí”, fue la contestación orgullosa de Abelito, el nene de ocho años. Todos los veranos pasaba lo mismo: era quince o treinta días de una rutina dulce a veces quebrada por las burlas a su manera de hablar. ¿Cómo podía ese niño pronunciar las erres y las yes? Todos los años la misma historia. Los calores infernales de la ruta, la balsa para cruzar el Paraná, la casa de los abuelos, las siestas en el río. Cuando se distraía, el niño ahora hombrecito miraba hacia el bolichongo de los sánguches, las bebidas y el agua caliente para el mate y detrás del mostrador, ese tipo burlón, mal hablado y hasta simpático al que le decían Gringo. Pensó decírselo a su padre, que tenía tan mal genio, pero por alguna razón le perdonó la vida al bruto. Una tarde que volvía con un palito de agua derritiéndose entre sus manitos sintió furia. Y fue directo a contárselo a su papá, que estaba sentado en la arena tomando un refresco. A último momento, el nene imaginó el cuello del Gringo entre dos manos asesinas y algo lo frenó. Después del helado tomó carrera y se tiró al río para nadar hasta el próximo banco de arena. Hubo una época en que el niño y el vendedor se hicieron compinches. Quizás ambos le habían encontrado la vuelta a esos encuentros. O es posible que el burlón haya reparado en los músculos nerviosos del ya no tan nene que estaba creciendo. ¿Le tendría miedo? Una tarde, el Gringo observó desde su sucucho al jovencito que ahora le hablaba a una chica del lugar. Las cabecitas de ambos se juntaban y buscaban dónde esconderse de las miradas y del chusmerío. Más tarde los vio salir despeinados y haciéndose los desentendidos. Cada uno tomó su rumbo y al día siguiente volvieron a los mismos movimientos. El vendedor se sentía molesto. “Yo acá cagándome de calor y el pendejo este que se viene a llevar a una de las nuestras”, se dijo, y pensó en volver a divertirse a costa de Abel, como antes. El soldadito Abel tiritaba recordando con tristeza aquellas tardes de calor. Hace rato que no tocaba a una mujer y pensaba en la correntina, dulce y tan buena chica. De nada servía ser más grande y más fuerte, pensó, y se encaminó a la cantina. Tal vez si el encargado no resultaba un alcahuete, hasta podría venderle una ginebra para darse temperatura. Detrás de la registradora, otra vez un almanaque. Siempre hay paisajes alpinos o gatitos de a tres en esos impersonales cuenta días. El que está colgado dejaba ver un mar con morros de fondo. Acapulco, Brasil, la Costa Azul, daba lo mismo. Abel se sintió lejos de su casa, lejos del río, lejos de todo. Como si la estadía en ese lugar horrible no fuera a acabarse nunca. Se prometió conocer el mar, sea donde fuere y aunque tuviera que llegar caminando. Antes de dormirse en el puesto de guardia pensó en el burlón del río. De haber aparecido en ese momento y sin avisar, podría haberle pegado un tiro, sólo por divertirse. El tiempo pasó y llegó la libertad. Y a las promesas hechas en soledad había que cumplirlas. El pelo empezó a crecer y Abel no supo qué hacer con tanto horizonte despejado. Pasaría unos días de joda en Buenos Aires con sus amigos y después, quién sabe, podría renunciar a ese trabajo donde le guardaron el puesto y los mandaría a todos al carajo. Juventud era lo que sobraba y por delante esperaban kilómetros de mar. La propuesta de su padre fue difícil de eludir; unos días en el pueblito correntino no vendrían nada mal. Surubí a la parrilla, la camioneta del tío, la joven que seguramente lo estaría esperando. Y el río al que en las tardes sofocantes bajaría para pasar el tiempo y hacer planes a ojos cerrados. No pasó una hora en la arena hasta que escuchó un chiflido corto y penetrante. El hombre sonreía detrás del mostrador. Estaba un poco más gordo y de los costados de su cabeza asomaban pelos blancos. Caminar hasta el barcito no llevaba más de veinticinco metros. “No hay que ser maleducado”, se dijo para sí mismo Abel, y ensayó una sonrisa antes de extenderle la mano. El Gringo también sonrió y preguntó vaguedades, como si le interesara la vida del joven. “No me vas a decir que estuviste en la guerra”, soltó, y le pegó una palmada al porteño. Quería ser simpático y amable pero no le salía. Fueron años de chistes tontos, burlas, chanzas, gastadas, y ahora se preguntaba si ese muchacho ha sido capaz de empuñar un arma larga. Abrió la heladera e invitó una cerveza, pero el convidado no aceptó y extrajo dos billetes del bolsillo. Abel se sentó a charlar con el burlón y se decidió a estirar el disfrute. Ese hombre no tan viejo pero envejecido destapó la botella con pericia y se le vio una marca en su cuello. Era una cuestión de tiempo averiguar cómo fue que pasó. El sauce llorón se sacudió, del agua saltaban algunas burbujas y el aire está tan calmo que podrían escucharse decenas de cuchillos hundiéndose en las gruesas cáscaras de las sandías. El vendedor del río, el Gringo, ya no era el mismo. Aquel niño ahora hombre, tampoco. ¿Habrán pintado el puente? ¿Se habrá modificado el curso del río? Fueron largos años de ausencia y sintió que para completar algo de su persona debía volver. Papá ya no estaba en cueros, sentado en la orilla. La chica se había casado con un contador, tenía como tres hijos y vivía en otra ciudad. Un parlante no alcanzaba para todos, ahora los había en los baúles de los coches, una competencia para ver quién tenía la chata más nueva o el propalador más grande y potente. De vez en cuando se colaba un chamamé en medio de otras músicas invasivas y berretas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Diez o doce años? Nadie se mantiene igual después de haber conocido horizontes lejanos. Por las retinas de Abel pasaron museos, playas blancas como la harina, mujeres, millas y millas por aire y tierra. El mar había dejado de ser un deseo loco e inalcanzable para convertirse en algo normal. En el río no vio más que a alguna raya o tortuga bajo la superficie. En los mares se dejaban ver peces raros, de colores, esquivos o amigables. El Gringo no vio otra cosa en su vida que la vida ajena. Abel se estaba aburriendo en casa de los parientes y pensó en subirse a su auto para volver a Buenos Aires. Para cranearlo mejor, se paró bajo la ducha y resolvió visitar el antro del farolito rojo ubicado a la salida del pueblo. –Tengo algo para hacer. No voy a quedarme a cenar. Apuntó la nariz del be eme para el lado del norte, allá donde se pierde la línea de eucaliptus, y llegó al quilombo en cinco minutos. Todos lo vieron bajar, pero nadie dijo nada. Los camioneros volvieron a sus tragos, los changarines, a tirarse a las sillas después de haber chupado tanta caña. No había mucha compañía para elegir y se quedó con la rubiecita. Una cortina pesada separaba el bullicio del salón del cuarto donde reposaba una cama mal tendida. Algo no anduvo porque la chica estalló en llanto, y Abel sacó dos billetes de los que valen para quedarse allí adentro una horita más. Pensó en sacarla de ese lugar de mierda, intentó convencerla pero no pudo. La rubiecita se ahogaba en su propia angustia hasta que pudo decir algo. Fue cuando Abel se enteró. La trompa del coche descuenta kilómetros a gran velocidad, de regreso a casa. Al día siguiente, Abel emprenderá en solitario un vuelo con escalas que lo llevará al Caribe. Lo esperan la farra, los tragos y las ocasionales compañías. Sus ojos se quedan fijos cuando la memoria le trae aquella confesión en el puterío. El cerebro se clava en ese recuerdo al bajarse a cargar nafta, cuando entrega el ticket de embarque, cuando pide un Martini al borde de la piscina. Al sexto día de vacaciones resuelve dejar el asunto para más adelante y la voz de aquella chica se va borrando. Pero lo que no puede borrar es el contenido de las palabras. Buenos Aires está a la vista, allá abajo, y hay meses por delante hasta las próximas vacaciones. La idea de volver al río se presenta en la cabeza de Abel en la noche de Navidad. Levanta la copa, sonríe y decide viajar el fin de semana siguiente. Innumerables hilos de agua corren por debajo de los puentes que a su vez pasan a mil debajo de su asiento. ¿Puede ser que tanta agua vaya a parar al mismo lugar? El paisaje se transforma, ahora ve a hombres de a caballo con anchos sombreros y celular a la cintura. Cuando llega al pueblito se aloja en el único hotel y ni siquiera le preguntan el nombre. El sol del sábado invita a un chapuzón en el viejo y transparente río, y hacía allí se dirige. Otra vez el chistido del Gringo y la vieja ceremonia de la cerveza. Ese sábado, la charla y el alcohol entre los dos viejos conocidos se alarga hasta la noche. Ya nadie queda en la playita y los grillos se apoderan del ambiente. Abel se levanta al amanecer y se afeita, mirando su propio rostro a través del espejo rectangular del baño del hotelucho. Paga la cuenta y rechaza el café de cortesía porque tiene cierto apuro. Simula una llamada entrante frente al conserje para evitar preguntas y se monta en el be eme. El velocímetro marca ciento cincuenta y después de una hora entra a otro pueblito por donde pasa el mismo río, pero aguas abajo. El auto se detiene junto a una pequeña barranca y la puerta queda abierta: no hacen falta las alarmas. Abel se sienta a ver la correntada y a los camalotes que, arrastrados, giran sobre sí mismos. Ríe cuando ve a un monito subido a un tronco en plena deriva. Es así durante horas, el mismo paisaje, el caudal que se lleva todo, los recuerdos de la infancia, Papá sentado en pantalón corto, el vendedor y su extraño sentido del humor. El sol se esconde en una provincia vecina. “Allá viene”, se dice Abel a sí mismo. Un cuerpo en cruz da vueltas en círculo conducido por las aguas. El Gringo mira fijo al cielo después de haberse hundido y vuelto a flote, y eso se nota. Abel alcanza a divisar dos marcas en su cuello, una vieja y otra, no tanto. Y el Gringo va sin saberlo adonde los ríos se juntan con el mar. Lo último que alcanza a ver Abel es a un martín pescador que desde una rama se lanza hacia ese cuerpo que rechaza y que vuelve a tomar vuelo para posarse en su rama. Abel enciende el auto y vuelve a correr prometiéndose a sí mismo no volver a posar sus pies en aguas dulces.

viernes, 21 de agosto de 2015

TIZIANO

Tiziano tiene tres años y ve pasar los autos a toda velocidad por la autopista, más allá de la alambrada. Todos los días en los que no va al merendero sale de su casita de madera y chapas con su remera oscura y pone los deditos entre los tejidos del cerco. Así se entretiene horas y horas. En la foto difundida a los medios se lo ve así, pantalón corto y la remerita oscura que heredó de algún hermano mayor, o del vecino ese que todas las tardes se trepa a las montañas de basura de José León Suárez. En los días claros, al niño le llegan los sonidos de los ladridos de los perros desde el distrito vecino. Y cuando mira hacia el cielo en los días que le toca el comedor, sabe que una silueta blanca surca el cielo dejando detrás un chorro de humo blanco. En verano, Tiziano mira las camionetas y los coches cargados de gentes y de equipajes que van en dirección al sur. El nene no pregunta, corre por la tierra del pasillo y crece en altura hasta ver que entre los alambres de su límite y aquel asfalto corre un ancho hilo de agua. A veces, una máquina amarilla clava sus garras en esa zanja y saca yuyos y animales muertos. El nene lo imita con la mano y hace un charquito en la tierra. Remueve el barro y run, run, run. Cada tanto, Tiziano ve llegar camionetas blancas y desde ellas emerge algún señor de traje. Atrás, una comparsa de personas sonriendo regala cosas… su mami estira la mano para conseguir lo que sea. Cada dos años, una chatita con parlantes dice cosas que él no alcanza a comprender. Pasa el tiempo, pasa para todos, los hermanitos ya son grandotes y vienen de vez en cuando. Papá se fue y no volvió, mamá ocupa el día dándole al pedal de la máquina de coser. Tiziano ya tiene dieciocho, y el rumbo del punto negro que traza el cielo ya no es uno, sino decenas. Trepa al colectivo 555 de madrugada y muchos como él lo toman en dirección a la estación de trenes para ver qué obtienen. Las tardes son iguales, las casas ya no son de chapa y van hacia arriba como rascacielos. A Tiziano le gusta una chica del barrio, pero nada más. La máquina amarilla viene de vez en cuando y colgados de unos postes afloran cámaras que vigilan el perímetro. Un día juega al Loto y alcanza a recuperar lo invertido en dos meses de apuestas. Alrededor, muchos nenes a los que les cuelgan los mocos le hacen acordar a él. Tiziano participa de una manifestación y recibe un bastonazo. Comprende a los golpes, que los pobres le vienen bien a los que no son pobres pero que irritan e incomodan cuando exigen un poquito por sus derechos. Tiziano deja el cochecito y camina cincuenta metros hasta que encuentra un hueco entre los alambres. Por ahí se cuela. El agua del arroyo de las máquinas corre rápido y un policía toma mate en la patrulla caminera. El nene se agacha y ve su cara en las aguas. Levanta la vista y observa los coches de siempre, los aviones de siempre, las sonrisas de los carteles siempre, pero lejos de su realidad. Ve su futuro en el 555, que todavía existe en el año 2031. Sube la cuesta y divisa la quema y lo de siempre, lo de siempre, lo de siempre. Y vuelve a bajarla para sentir el fresco del agua, que no es tan fresca como creía. El agua le cubre la remerita negra y le trae recuerdos de cuando aún no nacía. Por la tarde, su cara sale en todos los canales como un perdido más y al día siguiente, su desconocida historia provoca la verborragia de los movileros. Y todo sigue igual, y seguirá igual, como siempre.

LE INDICO COMO LLEGAR

Hay que caminar dos cuadras por al avenida y doblar por la calle empedrada, la que tiene viejas vías de acero. De ahí, hágase una cuadra y media, no me acurdo la dirección, y cuando encuentre una vieja puerta de madera y sobre ella, labrada en el cemento la inscripción 1910, entre sin llamar y recorra el pasillo. Para no paracer muy maleducado, haga palmas a ver si alguien lo escucha. Si ve salir a alguna ama de casa de las cocinitas y le dice que pase, camine derecho bordeando la pared y las plantas hasta que se choque con una parecita que corresponde a la de una de esas cocinitas que le decía. Va a toparse con un patio sobrenivel cubierto con una enorme parra y al fondo, un bañito con una canilla afuera, sobre el piletón. Cuidado con las baldosas, hay algunas flojas. Va a ver sobre su izquierda otras tres piecitas cerradas con candado de las cuales conozco sólo una. Mire con cuidado al caminar, ya que podría tropezarse con alguno de los chicos del vecindario que juegan apoyados en el piso y están por todas partes. La gente en ese lugar es pacífica, no tema. Hable nomás. Le van a preguntar solamente por qué razón busca usted a quien busca, ya que no vive en ese lugar. Pero pregunte nomás que no pasa nada. Si percibe un olor fuerte a tomates, es seguro que viene de la tercera y última cocinita. Tome un banquito de los que andan sueltos y siéntese a esperar a que el alguien llegue. Generalmente, le aconsejo, llega por las tardes. Lo va a reconocer por la ropa y por su cabellera. Usa pantalones grises, camisa y un chaleco. Viene con las llaves en la mano para abrir su cuartito, multiplica las eses para hablar cuansdo saluda y tiene el pelo platinado de tan blanco. Levántese y dígale a qué fue y por qué caminó hasta quedarse sentado sin que nadie le pregunte y reclámele al canoso ese lo que le debe. Es posible que tenga éxito, después de mucho insistir o de mucho esperarlo. O más fácil aún; es posible que se vaya con lo auyo después de encontrarlo apoyado en el buzón de la esquina. No hay de qué, señor, para eso estamos los vecinos, para ayudarnos. Menos mal que me encontró a mi y no le preguntó al quiosquero de los diarios. Si precisa ir a algún otro lado dentro del barrio, estoy acá. De nada, de nada, no tiene por qué. A sus órdenes.

miércoles, 22 de julio de 2015

ESCRIBIR

Se sienta en el fondo del bar, es domingo por la tarde. El muchacho tiene cara de mal dormido, acomoda el sombrero que lo averguenza en público y comienza a escribir en un cuaderno viejo. Un café pequeño es suficiente para disparar recuerdos e ideas, tan mal no anda. Cuando completa todas las hojas, paga y mira a travès de la ventana. Se pregunta si llevar las páginas a alguna editorial o guardarlo en su baúl indefinidamente. El negocio de los viejos anda bien, la gente del barrio hace cola en busca de precios que los ayuden a llegar a fin de mes. El almacén era del abuelo y ahora, seguramente, será heredado por Sergito cuando los viejos no estén. Tienen casa propia, casa en la costa y están a punto de cambiar el cero kilómetro. Papá corta fiambres a gran velocidad y va encimando fete por feta sobre un papel color gris claro con que las envuelve ponièndole el precio con birome. Por las noches, Sergito asalta el negocio y se roba dos o tres hojas de esas, a espaldas de los viejos. Y sale disparado a su habitación para llenarlos de palabras, oraciones, ideas y cuentos. Sabe que el mostrador no es ni será lo suyo. Mabi está enamorada de un chico dos años mayor que ella. Está a punto de recibirse de bachiller. Tiene tanto para decirle a su enamorado que no sbae cómo. Desconfía de las redes sociales y de esos chats telefónicos gratuitos tan de moda porque cree que las frases pierden fuerza al chocar contra los satélites y las antenas. Una tarde, Mavi dispone de una hoja de carpeta lisa. Comienza por el centro y su texto va dando vueltas como un caracol. A veces, debe achicar las letritas por si no alcanza tan poca hoja para tanto que decirle a su novio. Ya no hay velas ni lamparas de kerosene. Ya no se usan los veladores sobre la mesa de la cocina. Tampoco, las largas horas nocturnas en la biblioteca donde debe haber silencio. El insomio ya no tiene como cura la televisión. Es sólo levantarse, ir hasta el baño y en el trayecto, encender la tecla ON para que la pantalla le devuelva a uno un brillo apagado en la cara y la hoja en blanco. Muchas veces, el método no resulta contra los insomnios. Y ayuda a despertarse aún más. Hasta para eso es bueno ponerse a escribir.

ONDAS DE RADIO

El sonido agudo llega por aire y no se puede percibir con claridad. Albertito vive en el campo, sabe que está aislado de todo pero sus ojos muestran entusiasmo. A la hora de la siesta y mientras todos duermen, se sube al molino de viento arrastrando un alambre que se robó del establo. La radio anda a baterías que a su vez es cargada por el molino al que ahora está trepado. Una vez allá arriba, orienta la punta de la improvisada antenita hacia donde cree que se ubica la gran ciudad. Albertito baja sin hacer ruidos y justo, al viento se le da por mover las aspas a toda velocidad. Y la radio anda, y esos chiflidos que dificultaban la llegada de voces y canciones dan lugar a lo que el chico escucha con ensoñación. “Transmite Radio El Mundo, desde sus estudios de la calle Maipú 555 en la ciudad de Buenos Aires”. Albertito se siente Alberto, no debe estar muy lejos el gentío, piensa, y tras el descubrimiento, su cabeza busca el siguiente objetivo. Se trata del humo negro que a lo lejos corre de oeste a este, y un sonido lejano de fierros y motores. Falta poco, se dice, y palpa sus bolsillos donde una carterita de cuero contiene su pasaporte al progreso. Dieciocho años y la vida por delante. Mamá y la abuela balbucean en la estación mientras Alberto agita sus manos y sus ilusiones por la ventanilla. En la gran ciudad hay miles de millones de antenas y miles de millones de casas altas que las sostienen. Una vieja bandeja de 1916 es mal vendida en una casa de empeños, pero el dinero bien vale para un mes de pensión y la pequeña radio a transistores, de esas que usan los viejos en las canchas. Los sábados y los domingos, mientras hace guardia en la obra en construcción sube por las escaleras desnudas y mira desde las alturas. Ya no vale la pena experimentar con fierritos apuntándole a las ciudades. Ahora está todo ahí nomás, a mano. ¿Cómo puede hacer para meterse dentro de las transmisoras? ¿Habrá muchos cables y gentes? ¿Es cierto que las válvulas son grandes como ollas? El tiempo pasa y los deseos se concretan. Alberto está sentado en una sala que tiene como panorama un vidrio y a través, se ve una mesa con micrófonos. De sus manos depende que las voces y las canciones viajen por el aire y montadas al viento. Desplaza una techa marrón y piensa en los chicos que estarán trepados a los molinos, lejos en el campo.

lunes, 20 de julio de 2015

DIVINA COMEDIA

La crema de vainilla, las tardes de verano, la música que no molesta, la frazada doble en las noches de invierno, la pizza de los sábados, el día del niño, los primeros besos en la boca, aprender a soltar suavemente el embrague, ver salir a un pequeño ser humano se otro ser humano, sentir el viento en la cara en la ruta y en las alturas, la satisfacción del trabajo bien hecho, sentarse a escribir, el amor con respeto, mi ciudad y otras ciudades parecidas, el tipo que te da una mano, el escritor aquel con el que vale la pena sentarse a charlar, el café fuerte y tantas otras cosas. La amenaza, la mano tendida a cambio de algo, la mano que acaricia la cabeza de un chico que será mano de obra, un pariente que no te cierra, una novia pendiente de su familia todo el tiempo, ese coche que no te convencía pero que compraste, la nube al que debe temerse pero que finalmente se aleja, la sensación de que esa reunión no va a repetirse, la conveniencia, la película que compré y que no me dejó nada. El cuero marrón que se va soltando presilla por presilla y va a caer sobre mí, esa tos que nunca para, la mirada para el otro lado del que no se mete, aquellos jóvenes que pensaban igual a uno y que defraudaron, aquellos que se defraudaron, las crisis económicas recurrentes, el terror a… como forma de vida. Seis líneas para el paraíso, cinco para el purgatorio, tres y poco para el infierno. Un balance nada malo.

domingo, 5 de julio de 2015