martes, 18 de febrero de 2014

URUGUAYOS

Acodado a la ventana de un bar de la 18 de julio tuve mi primera impresión. Nunca antes había estado en ese territorio, cuya capital me parecía encantadora, despaciosa y quedada en otra época. Epoca que nosotros sí habíamos perdido. Un café y una mirada: el señor espera paso en el semáforo, mira hacia ambos lados y espera y mientras tanto saca el peine de su bolsillo. Otra mirada: el ómnibus gris que tose y avanza. Al volante, un señor de edad conversando con el que vende los boletos. Más allá y enfrente, el negocio de ropa de trabajo en pleno centro, un panorama privativo a los barrios de mi gran ciudad. Otra velocidad, hasta en la ruta rumbo al este. Ya en el Este, la cadencia se me antojó diferente. Claro, demasiadas patentes argentinas. Ahí tomé conciencia de cómo es Uruguay y los uruguayos. El resultado de una comparación entre cuidado, economía de movimientos y gestos de aquel lado del río; el apuro, el descaro y el despilfarro nuestro como contracara. Varias veces me dieron ganas de quedarme allá, levantarme todas las mañanas para ver el agua, subirme al auto o a un bus y marchar al trabajo, sin tantos apuros. Tomarme una cerveza, solo una, y charlar un tiempo más al borde de alguna ventana. Pero no hay caso, nos tienen que expulsar con rabia para que abandonemos nuestro ritmo. Una vez en Montevideo, o en Florida o en alguna playa de Rocha, un gran elástico emocional nos vuelve a conducir, de apuro, a nuestra ciudad patria. Y desembarcamos contentos porque sabemos que volveremos. Lo medido, lo digno, lo bello sin artilugios, lo tan parecido a nosotros está a un paso nomás. El barco avanza con viento de popa y veo el monte cada vez más grande, al costado algunas torres. Un funcionario de la aduana saluda en serio y mira a los ojos deseando una buena estadía. Subo, calle arriba y veo al padre de todos, montado al enorme caballo. Artigas, por encima de todos, continúa diciéndoles qué y cómo deberían hacerse las cosas. Al frente, una avenida larga que se pierde. Está llena de bares en las esquinas, como aquel desde donde una vez vi esa idiosincrasia por primera vez.

miércoles, 12 de febrero de 2014

SOLOS 3

De repente, los flacos de la agrupación cambiaron sus semblantes y emprendieron la retirada hacia una calle lateral. En un segundo, las circunstancias habían cambiado para siempre. El Gringo no entendió qué pasaba o no quiso entenderlo, para que doliera menos. Algo se había roto, al punto de que muchos de sus compañeros fueron diseminándose en el tiempo. Aquel hombre que supo tener autoridad, aún más allá de la muerte, los había maltratado desde allá arriba. El Gringo se sintió aislado a un par de cuadras al este de la concentración y se sentó a tomar aire. Le hervía la cabeza y un sonido sordo lo aturdía. Veía gente, cantidades de gente alrededor, pero no podía definir rostros o ropa. En segundos, una historia de amigos, de pelota en la vereda, de campamentos llenos de música, de un modo de vivir la vida, perdían sentido. Algo se había desinflado en el Gringo, una desilusión de las grandes a sus escasos veinte años de edad. Durante esa noche fría caminó por la ciudad y se perdió en los suburbios hasta terminar en un bar de La Matanza. Hizo un balance: un bien pago trabajo de tornero, la casa de los padres que heredaría, sus amigos de la primaria, los compañeros de lucha, Inés, la novia de siempre, y un ligero inconformismo por años de marchas y contramarchas de la política. Salió del bar y volvió a vagar, esta vez por mucho más tiempo. ¿Qué te pasa, viejo? ¿No tenés nada para decir? Sus colegas lo azuzaban en los vestuarios del taller y el Gringo, como si no tuviera más para decir. Caminaba rumbo al torno y le daba a la manija. Sólo paraba para ir al baño, de vez en cuando. Un ruido continuaba en su cabeza y no era por las máquinas. Ese ruido se alejaba cuando imaginaba un campo interminable. Mataderos quedó atrás, también Flores y Primera Junta a medida que el colectivo avanzaba hacia Once. Los viejos vieron esa mañana una cama deshecha, como siempre. Inés gastó los tacos de sus zapatos de tanto averiguar por él. En las reuniones, ahora a escondidas, se extrañaba su presencia. El Gringo vio la planicie por primera vez en su vida, se bajó en el primer pueblo que le cayó bien. Depositó todo su dinero en una casa arrumbada y con un lote de tierra, a pocas cuadras del centro. Daba lo mismo para el Gringo estar solo o acompañado, y un día se puso a convivir con la hija del tractorista. Pocas palabras y mucho afecto mientras el sitio y los árboles verdeaban. Los limones crecían con más fuerza, las papas emergían de la tierra, enormes y bien regadas. Las cosas se acomodaban con muy poco. El Gringo, sin embargo, escapaba de la escasa vida social del lugar: nunca asistió a un juego de naipes, tampoco una copa en el boliche. No leyó jamás un diario. Las noticias, por aire o por tierra no volvieron a interesarle. Un quiebre con la realidad que podría ser una especie de locura. El Gringo no molestaba a nadie pero en el pueblo se hablaba de él. Despertaban sospechas su andar y sus pocas palabras y ante un mínimo comentario o pregunta optaba por cerrarse o escaparse. Pasaron quince, veinte años y no cambió. Los demás tampoco. El tiempo pasaba por delante de la puerta entreabierta de su casa, las camionetas levantando polvaredas ya no eran tan toscas y andaban rápido. Los hombres de sombrero miraban al pasar, pero al Gringo ni le importaba. Se ató a su rutina sabiendo que su mujer vendría a las siete, cuando abandonaba su puesto en la central telefónica. Una rutina de siglos. El Gringo tenía ahora 48 años pero aparentaba ser más viejo. En eso estaba un mediodía, cuando al ver el espantapájaros sintió mareos. Se dejó caer y escuchó a una pareja de horneros, muy lejos. Fue arrastrándose por los almácigos y el avión de las propagandas pasó por el cielo, pero no tuvo fuerzas para verlo. En esta historia falta un perro porque no hay un perro en la casa. No está Dora, falta un largo rato para que vuelva, hay pájaros nomás y el sonido del avión. El Gringo está en la más absoluta soledad, apagándose. Es la vida que eligió y, quizá, la muerte que eligió. Tanta soledad, desde aquella tarde en que todo se quebró. En dos segundos recuerda la plaza del barrio, las ilusiones, a Inés y los últimos años vividos, tan aislado y feliz. Morir así, solo, sin un perro que le ladre.

GUERRA CIVIL

Cincuenta metros antes comencé a notar que la anciana no me sacaba los ojos de encima. Estaba de pie en el umbral de su casa en una tranquila calle del barrio. Era domingo. Yo caminaba de la mano conversando con quien me acompañaba. Cuando me estaba por cruzar con la señora me interceptó con un acento conocido. “Yo también era pegaa a mi padre de niña”. No era andaluza ni madrileña, sino gallega, y se puso a hablar sola. De su infancia, de su padre, de su adolescencia, del estallido de una guerra entre hermanos y nuevamente, de su padre. Ella era la mayor de sus tres hermanas, pero la preferida del jefe del hogar, un comerciante y ganadero próspero que nada quería saber de Franco. En su pueblo, no recuerdo cual, era apuntado y respetado al mismo tiempo. La joven, que ahora es vieja, se paseaba orgullosa por las calles, aún pasadas las diez de la noche. Su altivez y carácter hundían en la tierra a soldados y capitanes, a los que no les quedaba otro remedio que reírse y alejarse entre bromas. El padre de la doña, hoy ya bisabuela, murió en la segunda mitad de los años ´40 y ella como tantos, abordó un barco, bajó en el puerto y trabajó hasta conseguir esa casita donde hoy, sus hijos y nietos charlan en el comedor mientras ella busca con quien conversar en la vereda. De su infancia y de su padre, mucho. De la guerra, poco y nada. Su patria adoptiva, parece ser, borró aquellos años de miedo. En los fondos de la vivienda vive una pareja de viejitos, italianos. Alberto fue aviador de guerra, y lo cuenta con naturalidad. Mantener el timón mientras con el otro puño dispara contra otros aviones. Su esposa, en algunas ocasiones, grita al cielo pidiendo por favor no más bombas. En el departamento de adelante vive otra pareja de españoles cercanos a la jubilación. En ellos y en sus hijos se ve una mirada más relajada, solo alterada por las obligaciones de cada día. Nunca explican las razones de su llegada a la Argentina pero no es difícil deducir por lo que pasaron. Las matemáticas dicen que atravesaron la guerra civil y que una vez terminada pasaron penurias hasta conseguir lo suficiente para cruzar el océano. Ahora estaban acá, disfrutando de la vida. ¿De qué hablarán por las noches, cuando los chicos se duermen? Difícil adivinar el futuro, pero da un poco de miedo cuando quien está enfrente dice: “Si las cuentas no se saldan, si no hay Justicia, el país nunca saldrá adelante”. La expresión, cargada de seseos tiene fundamento en boca de ese juez. Después, la entrevista irá y vendrá por diferentes lugares de la historia reciente. Al final, cuando va quedando poca cinta en el carretel vuelven la guerra, las décadas de silencio, el mirar para el otro lado, ese que no duele. Afloran los deseos de un mundo moderno, el consumismo y el olvido. Y la sentencia vuelve a la mesa: “Créame, cuando los países no curan sus heridas, no salen adelante. Tropiezan una y mil veces y cada derrumbe es peor que el anterior”

EL 19

Indalecio vuelve al trote en la madrugada correntina. Viene de Arroyo González, rumbeando para Nueve de Julio. Es una punta de leguas, pero ya está acostumbrado. El sombrero de ala ancha ni se le agita, el correaje gastado, pero intacto. El jinete le habla al caballo, suevecito, y el tordillo responde con más velocidad. Todo es polvo y tierra, sapucais y salvajismo. Indalecio viene del baile de Almirón que se hace todos los sábados. Al jornalero nada le importa, ni la doña en la tapera ni los gurises, que se crían como gallinas. Va al baile de todas formas pero antes, se detiene en un boliche de la curva a tomar unas cañas. Ya ni paga entrada de tan conocido, de tan temido. Baja de su caballo de un salto y se escuchan unos metales además del taconeo brusco en el piso. El color de su pañuelo al cuello delata a qué patrón político obedece. Indalecio mató a dos que vinieron a prepotearlo durante las fiestas patronales pasadas. Nadie lo delató, ni se animaron, ¡Qué hijo del diablo! El hombre que ya va por los 45 parece más viejo y es que está curtido en los tabacales, las arroceras, las siestas en la chata del tractor. Promete para capataz, pero el patrón lo tiene entretenido con otras cosas para no pagarle de más. Indalecio junta bronca, sale a los bailes, pelea y hasta mata. No hace lo mismo en su casa, ahí sí que es mansito. Juega con los críos como si fuera uno más de ellos. Quiere mandarlos a la escuelita, ya habrá tiempo. En la madrugada del 25 de mayo del año pasado acuchilló al dueño de una camioneta, de esas altas y coloridas. Su destreza con la faca comenzó cuando tenía 15 años y se creía hombre. Jugaba con el mango y con el filo hasta por debajo de las frazadas. Zum, zum, zas, hacía la hoja en el aire. Para cuando cumplió 22 había enterrado a ocho paisanos. Hasta las vacas lo miraban con miedo. Un día le dijeron de irse para Buenos Aires, pero allá, las cosas no se arreglan a cuchillo. Pura piña y tiros, le contaron. Se quedó en el pago y lo más lejos que viajó fue a Uruguayana, en la frontera con el Brasil. Indalecio se apea, ata al tordillo y entra al rancho. La familia duerme, pero él calienta agua y ceba unos mates hasta el amanecer. Tiene tiempo para pensar, hace un recuento de sus muertos y hasta le parecen muchos. Se dice a sí mismo que no va a ir al próximo baile. Pero va, y a las dos de la mañana lo prepean tres. Desenvaina y en dos estocadas se saca a la mayoría de encima, sólo queda uno para mandar bajo tierra. La trifulca se alarga, se arma un círculo alrededor de los peleadores. La orquesta ni amaga a recomenzar Kilómetro Once, algún golpe de tecla pero no más. Indalecio confía en su muerto 19, se aprieta la lengua con los dientes y el dolor lo impulsa hacia delante. Cae el 19 nomás. Sube al caballo y de vuelta para Nueve de Julio y cuando pasa por debajo de la luz de una tranquera mira el filo compañero, tan gastado ya. Llega al rancho y ve la cría, calienta la pava y siente un cosquilleo en la costilla, putea por lo bajo y ve su mano izquierda con algo de sangre. “Gringuito de mierda que me ensució”, se dijo, y se levantó. Caminó cuatro pasos y sintió que se le iba el piso, siguió sin sentir dolor. “Mañana no es día de bolear chimangos, a dormir”. Indalecio nunca se despierta. De tanto usar cuchillo ni sintió al cuchillo rival. La razón de su vida era un mango con remaches y algo de filo en el acero, no importa de dónde venga. Una pena para Indalecio, porque la fiesta de la virgen pensaba despacharse el número veinte.