miércoles, 12 de febrero de 2014
EL 19
Indalecio vuelve al trote en la madrugada correntina. Viene de Arroyo González, rumbeando para Nueve de Julio. Es una punta de leguas, pero ya está acostumbrado. El sombrero de ala ancha ni se le agita, el correaje gastado, pero intacto. El jinete le habla al caballo, suevecito, y el tordillo responde con más velocidad. Todo es polvo y tierra, sapucais y salvajismo. Indalecio viene del baile de Almirón que se hace todos los sábados. Al jornalero nada le importa, ni la doña en la tapera ni los gurises, que se crían como gallinas. Va al baile de todas formas pero antes, se detiene en un boliche de la curva a tomar unas cañas. Ya ni paga entrada de tan conocido, de tan temido. Baja de su caballo de un salto y se escuchan unos metales además del taconeo brusco en el piso. El color de su pañuelo al cuello delata a qué patrón político obedece. Indalecio mató a dos que vinieron a prepotearlo durante las fiestas patronales pasadas. Nadie lo delató, ni se animaron, ¡Qué hijo del diablo!
El hombre que ya va por los 45 parece más viejo y es que está curtido en los tabacales, las arroceras, las siestas en la chata del tractor. Promete para capataz, pero el patrón lo tiene entretenido con otras cosas para no pagarle de más. Indalecio junta bronca, sale a los bailes, pelea y hasta mata. No hace lo mismo en su casa, ahí sí que es mansito. Juega con los críos como si fuera uno más de ellos. Quiere mandarlos a la escuelita, ya habrá tiempo. En la madrugada del 25 de mayo del año pasado acuchilló al dueño de una camioneta, de esas altas y coloridas.
Su destreza con la faca comenzó cuando tenía 15 años y se creía hombre. Jugaba con el mango y con el filo hasta por debajo de las frazadas. Zum, zum, zas, hacía la hoja en el aire. Para cuando cumplió 22 había enterrado a ocho paisanos. Hasta las vacas lo miraban con miedo. Un día le dijeron de irse para Buenos Aires, pero allá, las cosas no se arreglan a cuchillo. Pura piña y tiros, le contaron. Se quedó en el pago y lo más lejos que viajó fue a Uruguayana, en la frontera con el Brasil.
Indalecio se apea, ata al tordillo y entra al rancho. La familia duerme, pero él calienta agua y ceba unos mates hasta el amanecer. Tiene tiempo para pensar, hace un recuento de sus muertos y hasta le parecen muchos. Se dice a sí mismo que no va a ir al próximo baile.
Pero va, y a las dos de la mañana lo prepean tres. Desenvaina y en dos estocadas se saca a la mayoría de encima, sólo queda uno para mandar bajo tierra. La trifulca se alarga, se arma un círculo alrededor de los peleadores. La orquesta ni amaga a recomenzar Kilómetro Once, algún golpe de tecla pero no más. Indalecio confía en su muerto 19, se aprieta la lengua con los dientes y el dolor lo impulsa hacia delante. Cae el 19 nomás.
Sube al caballo y de vuelta para Nueve de Julio y cuando pasa por debajo de la luz de una tranquera mira el filo compañero, tan gastado ya. Llega al rancho y ve la cría, calienta la pava y siente un cosquilleo en la costilla, putea por lo bajo y ve su mano izquierda con algo de sangre. “Gringuito de mierda que me ensució”, se dijo, y se levantó. Caminó cuatro pasos y sintió que se le iba el piso, siguió sin sentir dolor. “Mañana no es día de bolear chimangos, a dormir”. Indalecio nunca se despierta. De tanto usar cuchillo ni sintió al cuchillo rival. La razón de su vida era un mango con remaches y algo de filo en el acero, no importa de dónde venga. Una pena para Indalecio, porque la fiesta de la virgen pensaba despacharse el número veinte.
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