miércoles, 31 de diciembre de 2014

HAIKUS DESORDENADOS Y CRIOLLOS

María se asomó por la ventanilla y sacó su mano, que comenzó a flamear por efecto del viento y de la velocidad. El conductor se molestó, pero nada pudo hacer para parar el descubrimiento de María. Aquel compañero de trabajo driblea durante horas para esquivar alguna tarea. Era hábil para la vagancia en sus comienzos y hoy, décadas después, alcanzó la perfección total en el arte de no hacer nada y pasar desapercibido. El periodista creyó que por escribir buenos informes y dirigir un medio estaba capacitado para hacer literatura. Hasta ahora, nadie se animó a decirle que no lo siga intentando. “Te prometo que voy a cambiar” “Te juró que me olvidé” “Contá con aquello, que te lo traigo” “Todavía no es tu tiempo” “Hice lo mejor que pude” Frases para tirar el problema hacia delante de manera indefinida. Al paisano se le salió la rueda de la carreta y culpó a mandinga. Dos leguas atrás, otro paisano se lo había advertido de buena manera, y tuvo como respuesta una mirada de rabia. La albahaca crece sin mucho sol. Pero se pudre si le echás mucha agua. Nada conforma a la albahaca. Nuestro horizonte era una pared de la fábrica de al lado. Y unos caños que llevaban agua para el lado del fondo. Le pegábamos con todo a esa pared, a la que nunca se le cayó un mísero reboque. Allá por la vereda par viene el afilador tocando la flauta. Suena bajito y al pasar por delante nuestro, aturde. Cuando se aleja, vuelve a sonar bajito. ¿Por qué razón todos los afiladores tocan la misma melodía?

PODEMOS

Nos juntamos. Cuando hace mucha falta nos juntamos. Hasta ahora, nuestra vida estaba muy ocupada e indiferente a los demás. Pero algo pasó: una avalancha se nos vino encima y tomamos conciencia de que hay que juntarse, unirse. Yo estoy viejo, pero ya lo vi antes. Recuerdo andar de la mano de mi madre por las calles de la ciudad en busca de unas pocas papas para la cacerola. ¡Cómo aguantamos aquello! Recuerdo también a los primeros barcos que venían del sur del mundo para darnos de comer, todo gratis. Parecía imposible, pero hubo gente lejana que se juntó y sin mirar demasiado a quien, ayudó. El tiempo pasó tan rápido, fueron como treinta o cuarenta años hasta que los autos comenzaros a andar más rápido, cuando los países vecinos repararon en nuestra existencia y nuestras posibilidades. Y lentamente, de aquella telaraña bienintencionada quedaron hilos viejos y sucios colgando de un techo. Ya no éramos lo que habíamos sido, éramos otros y nuestra estima se basaba en esa mezcla fatal que hunde: el bienestar económico artificial y ese mirar hacia el otro lado. En las calles ya no había quienes buscaran unas pocas papas, pero sí gente durmiendo en los cajeros electrónicos. O ancianas con sus pertenencias en las calles, salvadas de la indiferencia general apenas por un móvil de televisión ávido de impactos. Barrer la basura debajo de la alfombra… juntar cosas que no se necesitan… vociferar a los cuatro vientos lo que no se es. Ahora quizás nos volvamos a juntar para calmar nuestras penas, para compartir ese trago, para cambiar la vieja ropa por algo que nos sirva. Juntarse para crear algo nuevo y duradero, y patearles el culo a los que continúan sin mirar por las calles o se sientan en sus despachos a ver desde las alturas. Ojalá nos juntemos, pero no para lamentarnos. Habremos aprendido algo. Creo.

lunes, 22 de diciembre de 2014

HISTORIA

Abro el oloroso libro de historia comprado en un local de segunda mano y el jinete glorioso se me viene encima. Miro a la maestra y al cuadro que cuelga detrás de ella, una y otra vez, todos los días de clases de ese año y me formo una opinión sobre el gran maestro. Vengo de pasear por la costanera en el auto de mi padre, y al circundar la estatua de la gran avenida observo por la luneta. No sea cosa que se nos venga encima con todo ese bronce. Los héroes nacionales no se enfermaban. A lo sumo, morían de viejos, olvidados, o con algún faconazo en el estómago. ¡Qué atrevida esa señora escritora! Ponerse un pantalón y fumar en el medio de un bar de Buenos Aires en los años veinte. Ese otro héroe de la patria más reciente lleva un apellido simple y hasta simplón, pero no lo puede pronunciar. Si el malherido de aquella batalla inolvidable dijo lo que dijo. ¿Quien estaba allí para grabarlo si no había televisión? Vuelvo al colegio al año siguiente y me toca la sala de al lado. Ahora es un maestro el que tengo enfrente. Detrás de su alta figura, un cuadro pintado a mano del creador de la bandera al que observo unas ochocientas o novecientas veces hasta diciembre. Señorita: ¿Para ser presidente hay que recibirse de teniente general? Un tipo en camiseta y pantalón corto cruza el campo de juego con la pelota atada a su pie dejando en el camino a no sé cuántos enemigos. El relator de la radio lo pone entre los prohombres de la patria. Los tiempos cambian. Tarde pero seguro me intereso por el prócer de mirada adusto y descubro que era mujeriego, mundano, malhablado, discriminador y visionario. Finalizan los años ´70 y se conmemora la “Campaña al Desierto”. Hasta hoy nadie se pone de acuerdo si el barbudo a caballo le hizo un bien o el mal al país. El caballo sigue allá arriba y su jinete señala el transito. Los chicos preguntan por él y sus padres no saben si es Urquiza o Dorrego. Desde una ventanilla de un avió que despega cercano, la diminuta figura de la estatua es distinguida por un pasajero. Es hombre es del interior y maestro. Y balbucea el nombre del héroe con exactitud.

IDEAS

Abel pasa su vida buscando alguna historia. Las busca hasta con un pedazo de rama con la que escarba el suelo y separa las hojas caídas de los árboles. Muy pocas veces consigue una idea o inspiración, pero cuando da con una pepita, trata de exprimirla hasta redondear algo vendible. “Todo es vendible”, es su frase aprendida a fuerza de necesidad y de ver cómo sus contemporáneos con menos recursos avanzan sin mirar hacia los costados. Abel la fue pegando a fuerza de paciencia y mucho trabajo. Siente que está en la mitad de su vida o más allá de de esa mitad y nota que la velocidad de sus días aumenta sin freno. Aquella montaña hacia la que avanzaba y nunca llegaba es ahora más y más grande. Saca el pie del pedal y lo apoya en la rueda, pero la bici va más rápido. Ve como salen las chapas de las alas del avión, pero aún así, la nave se pasa de largo de la pista. Entonces, Abel se levanta por las madrugadas mientras todos duermen y se sienta en algún sillón, o prende la máquina y escribe lo que le venga. O va rumbo a la biblioteca en busca de algo perdido. O lo que le resulta mejor; desenrolla el carretel de su azarosa y múltiple vida descubriendo veinte recuerdos por minuto. Abel decidió salir de una especie de anestesia. Está dispuesto a todo: los años vividos le van dando una cierta impunidad. “Nadie se acuerda de nada”, piensa en el baño del salón de fiestas donde comparte tragos y música con sus compañeros de trabajo. Cuando levanta el cierre de su pantalón y se lava las manos, vuelve al chusmerío de sus colegas y a los escándalos recientes de tal o cual. Después, una vez más, comprueba que todo pasa. Que cada uno está en sus asuntos tratando de vivir o de sobrevivir como puede. Como pasajeros de un buque que escora y del que hay que saltar. En medio del sopor y la soledad de la avenida, Abel por fin se despoja de las trabas. Su cabeza ha procesado información, datos, actitudes, frases de sobrios y de borrachos. El cerebro no se detuvo para disfrutar de la fiesta. Sentado en el asiento trasero de un taxi vio el rojo del semáforo y volteó su cabeza hacia un cartel pegado a mano en una pared. Cuando el auto llegó a destino, pagó, saludó, y encontró a todos durmiendo. Tomó agua hasta atragantarse, encendió la computadora y comenzó de nuevo. Puso su dedo sobre la tecla de la letra “A” y ese carretel que nunca se termina comenzó a desenrollarse. La aguja del reloj de pared corría a toda marcha y el texto que guardaba alguna coherencia dio paso a otras ideas nuevas: como notitas manuscritas en lápiz fuera de los márgenes de un libro. Abel sintió la soledad y se dispuso a continuar. Escribió historias publicables e historias que no va a develar hasta que merezcan ser develadas. Releyó. “No está nada mal”, pensó. Y continuó trabajando.

jueves, 18 de diciembre de 2014

CANELA

Está igual Su apariencia es casi la misma de hace mucho tiempo, cuando por las siestas donde no existían los controles remotos ni las computadoras portátiles, ni tampoco el exceso de chiches, y nos trepábamos a los botones de la tele para ver qué pasaba afuera del barrio. Clanc, clanc, clanc, era el sonido del enorme redondel que cambiaba los cuatro o cinco canales que emitían. Mamá batía la crema para la merienda y de tanto en tanto cabeceaba para el lado del aparato ese con pantalla en gris sepia. Millones y millones de puntitos componían las imágenes y nos preguntábamos que entraba por esa antena de fierritos arriba del techo. Pero el milagro ocurría: voces amables, ubicadas e inteligentes pasaban de la información al consejo y de los consejos al entretenimiento o a la receta de cocina. Nunca una estridencia, nunca un escándalo. No es tan real eso de que los buenos quedan en el olvido. Puede haber excepciones, como los hay en todos lados. Pero los buenos se quedan, y se reconvierten sin afán de estar siempre allá arriba y a cualquier precio. Son y existen, y son lo que hacen. Pasan treinta o cuarenta años y parece que no corre el tiempo. Y los ves por las calles y te traen buenos recuerdos. Algo queda de ellos en nosotros, antes nenitos inquietos y curiosos que se subían a un banquito y le daban clic al interruptor. Entonces, un puntito en medio de la pantalla aparecía y se agrandaba hasta que las imágenes ondulantes se estabilizaban y comenzaba el buen rato. Figuras estables y coherentes como estable y más coherente era la vida.

MANOTAZO

Divisé al pájaro que cruzaba bajito al ras de la ruta cuando el dolor de un golpe invadió mi boca. El manotazo de papá había sido certero. Ya me lo había advertido cien kilómetros atrás. “Dejá de tocarte la boca”, me dijo muchas veces. Seguramente, no toleró mi malestar y no tuvo mejor idea que agravar el cuadro que presentaban mis labios. Era raro lo que me pasaba, y más raro aún lo que duraba. Los labios se me partían como si desde adentro de la boca, fuerzas extrañas hicieran palanca para verme mal y molesto. A esa altura del camino donde papá me cacheteó, llevé mi mano una vez más a la parte rota, como un acto reflejo y sin darme cuenta. “Te avisé que no te tocaras, carajo” Mi madre me había llevado a varios médicos sin éxito, y hasta recuerdo que varios doctores recién recibidos se reunieron a mi alrededor en una especie de tribuna que más tarde supe, era un ateneo para debatir qué era lo que me estaba ocurriendo. Una mañana llegó mi tía y después del desayuno me dio una indicación. “Agarrá ésta misma calle y camina como yendo a la laguna. Vas a ver un rancho al fondo, cuidate de los perros. Hay una viejita que capaz te va a curar” Caminé, y al llegar a la tranquera aplaudí para avisar. Varios perros salieron a la carrera y detrás de ellos, una señora sexagenaria que se acercó caminando tranquila. “Yo sabía que ibas a venir. Esperame acá” Y volvió hacia su rancho. Miré la laguna y los pájaros de la costa, y ahí estaba ésta señora nuevamente. Sacó un rollo de papel chiquito, como del tamaño de un cigarrillo pero hecho con diarios. “Ponételo en el bolsillo de atrás y no lo saques de ahí hasta que te curés” Obedecí, agradecí, y salí hacia lo de la tía. Me olvidé de mi boca en ese mismo momento y dos días después frente a un espejo descubrí que había vuelto a la normalidad. Saqué el rollito de papel y lo tiré bien lejos. Esa tarde pude ir con los primos a bañarme a la laguna del fondo. Durante años me pregunté si había sido magia y nunca olvidé aquel cachetazo. Recién con el tiempo descubrí que mi cura bien pudo haber sido producto de alguna sugestión. Aquella vez no hubo pomada o loción que hiciera efecto. La sugestión puede servir para curar. La sugestión también puede servir para enfermar. Menos mal que todavía existen personajes como aquella vieja que vivía en ese rancho ladeado, al borde de las aguas turbias de una laguna de un pueblito correntino.