miércoles, 26 de noviembre de 2014

BRASIL

Intento desde mi ingenuidad bien intencionada convencer al hombre con quien charlo en la piscina. El tipo está con el agua hasta la cintura y una copa de caipiroska en una mano. Es profesor de derecho en la universidad de Curitiba y entre vapores de alcohol se trenza en una discusión amable y coincidente. Repito: soy de esos que creen que su país y el mío juntos serían imbatibles, comenzando por la economía. De los parlantes sale una bossa nova edulcorada y suave pero que le viene bien al crepúsculo. La cadencia dura poco: de repente el disc jockey del hotel pone una canción triunfalista y levanta a todos. Yo no quiero hablar de fútbol, no me interesa, y eso que salimos segundos en casa de ellos. No me sale burlarme ni pelear por un triunfo que no es mío sino de 25 o 30 tipos. Pero el profesor trae el tema y es imposible eludirlo. Argumenta la humillante derrota en casa emparejándola con la falta de organización del Mundial y las marchas en contra. Quiero encaminar la charla hacia lo socio político porque me siento capaz. Quizás conozca más ese país que el mío propio y lo observo por fuera de rivalidad futbolera. La chica de micro bikini aprieta fuerte con su novio antes de salir para su habitación. Por la noche, los veré en el comedor. Ella, vestida como en la gala que antecede al Gran Premio de Mónaco. El, vestido con jeans y camiseta del seleccionado alemán. Vuelvo a la piscina. El hombre es simpático y conoce algo sobre la Argentina. Pioneros continentales en la ciencia de los golpes de Estado, algunos premiso Nobel, Perón y una envidiable movilización popular que tiró abajo a un presidente allá por el 2001. Parecemos llegar a un acuerdo. Unimos el cerebro argentino con el cordón industrial paulista y tenemos parte de la solución. Hacemos un gobierno único y nos levantamos para siempre. Pactamos un proteccionismo común. Llevamos a Borges a las universidades, a gran escala, y traemos a Jorge Amado a para equilibrar los tantos. Y otra vez el fútbol : el tipo es del Atlético Mineiro y yo, de Independiente. Estamos de vacaciones, ¡qué tanto! Me dice, convidándome bebida. Vuelvo a mi habitación y me ducho. Hace años que me pasa lo mismo. No importa qué parte del país elija, sur, centro, norte, nordeste. Insisto en cada vacación pero no me desanimo. Sé que es cuestión de tiempo. Ya se van a dar cuenta, ciudadanos y dirigentes. Voy a seguir insistiendo porque estoy convencido de que unirnos es la única solución.

LA RADIO

Puse todos los ahorros de la familia en una modesta estación de radio. Recuerdo que emoción el día que levantamos la antena ¡De la alegría me trepé a ella como si fuera un mono! Las pruebas comenzaron a la mañana siguiente y la hora de la verdad estaba pactada para el 4 a las cero horas. Todo estaba preparado y sincronizado para el momento de la cuenta regresiva. Cinco, cuatro, tres, dos, uno y ¡las estrofas del himno nacional como manera de inauguración! Nada podía ser tan auspicioso como los inicios de las transmisiones. El departamento comercial salía a la cella a buscar anunciantes y volvían cargados de cheques y pedidos de avisos. Al año, dejé los programas pasatistas de lado, en realidad me quedé con tres, y me lancé al ambicioso e inédito proyecto de prestarles el micrófono a todos los políticos, vinieran de dónde vinieran. Ahí me diferencié de los demás directores de radio y la FM levantó aún más la vara. Políticos que por años no se habían dado ni la mano ahora debatían ideas en el estudio. El Concejo Deliberante de la ciudad nos tomó como un ejemplo de convivencia y apertura y hasta la escuela normal nos abrió las puertas para que fuésemos a contar cómo se hacía una radio abierta y rentable. Todos los meses, la constructora de casas Habitat aportaba a la pauta el cincuenta y ocho por ciento de nuestros ingresos. El hallazgo de una cantera de cemento hizo que miles de argentinos vinieran a instalarse y esa migración demandó viviendas. La paga era buena, la empresa ganaba plata, y la radio se veía beneficiada por ese círculo virtuoso. La fiesta duró tres años, lo que no quiere decir que alguien haya apagado las luces de golpe. Nada de eso. La extracción en la cantera no funcionaba al ciento por ciento y al caerse las horas extras generó en la comunidad cierto malestar. Una mañana en la que íbamos a confrontar a las dos cabezas de lista para las próximas elecciones municipales ocurrió algo inédito. Uno de los candidatos puso condiciones inadmisibles para con nuestra línea editorial y me enojé. El debate entonces, no se hizo. Los días transcurrieron con normalidad hasta que a finales de mes, la empresa constructora discontinuó su cuota de publicidad. Entretenido como estaba con mi juguete y un poco mareado por los premios no supe atender los números. Mejor dicho, no proyecté hacia el futuro por si algo inesperado pasaba. La línea verde de “ingresos” cayó y se estabilizó hasta que en un momento se vino a pique. No quise hacer lo que todos hacen; agarrármelas con mis empleados, y me dejé caer en busca de un golpe de suerte y cambios en la programación, era tarde. Una noche en los corsos, sentado al lado de un desconocido, supe la verdad. Aquel aspirante a intendente era en realidad el mayor accionista de Habitat. Me sentí un tonto inocente. No supe ver las cosas y en el fondo, no sé si me correspondía. Las carrozas pasaron delante de mí, como la realidad, y no me había dado cuenta. Caminé hacia mi casa y a mitad de camino gira hacia la izquierda en dirección a la radio. El operador me abrió, era el único habitante de la noche insomne. Me miró y no le dije nada. Fui al baño, me mojé la cara y salí directo a la consola donde el muchacho clasificaba discos y apretaba botones. Volvió a mirarme y le indiqué una tecla. Él se resistió pero al fin y al cabo, esa tecla también era mía y sentí que la decisión era una de las pocas cosas que me quedaban. Las luces minúsculas se apagaron, el cartel rojo que indicaba el aire también. Salimos a la calle sin pronunciar palabra y tomamos calles diferentes. Nadie pudo hacerme cambiar de opinión. Tenía que aprender, iba a aprender. Con tristeza asumí que las cosas debían hacerse de otra manera.

LIBRO

Son las dos de la madrugada y afuera del auto que me cobija, una helada parece borrar las hojas y el césped del otro lado de la calle. Una luz amarillenta de un farol del alumbrado es lo único a la vista, a cien metros. Más cerca de mí, contra el techo de mi hogar rodante, un foco con aumento es la sola posibilidad de escaparle a la larga noche. De vez en cuando pasa un coche y su conductor me mira con curiosidad, después acelera. Nada más distante entre mi situación y la del protagonista del libro, que anda libre por los caminos de los Estados Unidos, a la deriva. Yo en cambio, espero sentado en un descampado del Gran Buenos Aires a que alguien me llame. Por suerte hay un libro y por cada página que corre, deseo que mágicamente se sigan agregando otras. Tardo el leerlo porque no quiero que se termine. Se trata de un ejemplar que bien podría leerse en dos o tres días, pero éste dura dos semanas. Estaba ese libro, que me salvaba del frío, de la oscuridad de la noche rodeándome. De la incertidumbre sobre el futuro. De lo no hecho y dicho, de los fracasos. Será porque se trataba de un texto verídico lleno de fracasos. Un día llegó la claridad y mi visión fue más allá que ese horizonte de muerte en vida. Sentado bajo una sombrilla y con las olas sacudiéndose en la costa como todo sonido, me encontré leyendo aquel libro de tapa amarilla. Y me volvió a atrapar una y otra vez. Muy de vez en cuando miro de reojo a mi biblioteca y lo veo parado mostrando el amarillo de su lomo. Todos lo saben en casa, y creo que hasta el gato podría evitar pasar sus uñas sobre él. El tiempo pasará, ojalá este tiempo de claroscuros se vaya borrando para volver a posarme sobre sus hojas viejas llenas de letras pequeñas. Un libro es una excelente compañía con la oscuridad. Pero para mí, lo es mejor en días soleados.

CIRILO Y SU CÀMARA

Nadie sabía de qué vivía don Cirilo. El tipo de bigote anchoíta y pucho de costado entraba y salía del tallercito que alquilaba en nuestro conventillo y también esquivaba las preguntas. Se paraba en una esquina y oteaba el horizonte de cien metros para conocer la vida, obra y muerte de los vecinos de esa populosa barriada. Algunas veces me dejó entrar al taller éste Cirilo. Allí escondía una moto Siambretta que nunca usaba y que yo deseaba. Las fotos siguen guardadas en una caja en la casa de mamá y son impecables. Jamás en la vida volví a tener entre mis manos un papel de tanta calidad. En una de ellas, mi cuerpito de apenas diez meses se sostiene en vertical. Soy pelado, uso ropita de bebé de los años ´60 y alguien puso una corneta de plástico en mi mano. En otra foto estoy con mi hermano, mayor que yo. Mi cara continúa igual, como la de un hombre grande y preocupado por su equilibrio. Miro al vacío y mi hermano que tiene rulos desafía a la cámara con rostro de ir a hacer algo malo. Hay una tercera creo, donde el ruliento me pasa su brazo por sobre mis hombros para que no me caiga. El sillón donde fuimos llevados a posar nunca existió en casa. Es gris, fino, y seguro que es de Cirilo y Mercedes. Antes se vivía así en los barrios. Ahora la gente se encierra. Cuando Papá se hablaba con Cirilo (creo que una vez el porteño chusma le negó el saludo), también fue retratado. Los dos hermanitos ya más grandes junto a su padre a bordo del reluciente Valiant II con taxímetro. Todas las fotos existen y continúan como el primer día en que fueron reveladas. ¿De qué vivía Cirilo? Veinte o veinticinco años después y de pura casualidad fui a visitar la barriada y me puse a conversar con una italiana que me conocía de chiquito. Cirilo había muerto, harto de tanto cigarrillo, secreto y chusmerío. Dicen que tuvo un ataque y que sus hijos lo despacharon directo a la ambulancia sin importarles nada de él. “Cuánta plata tuvo éste hombre”, me dijo la italiana. “Si nunca trabajaba”, contesté yo. La calabresa me miró pícara y me contó que Ciirilo había participado de un sonado caso de contrabando a principios de los años sesentas. Un embarque colmado de cámaras fotográficas, rollos y flashes fueron a parar a sus manos sin ser descubierto y desde ese momento pasó a vivir de rentas. Cuando volvía a mi casa pensé en las fotos, esas hermosas fotos, en su casa, mucho más grande y linda que la nuestra. Pensé en la Siambretta verde clara y en sus herramientas inmaculadas. Pensé en ese arroz amarillo que comía porque era el único que se podía dar el lujo de comprar azafrán. Y no pude imaginarme las miles de millones de imágenes del barrio vista con sus propios ojos o con su cámara gaucha que se llevó al otro mundo.

CANELA

Está igual Su apariencia es casi la misma de hace mucho tiempo, cuando por las siestas donde no existían los controles remotos ni las computadoras portátiles, ni tampoco el exceso de chiches , y nos trepábamos a los botones de la tele para ver qué pasaba afuera del barrio. Clanc, clanc, clanc, era el sonido del enorme redondel que cambiaba los cuatro o cinco canales que emitían. Mamá batía la crema para la merienda y de tanto en tanto cabeceaba para el lado del aparato ese con pantalla en gris sepia. Millones y millones de puntitos componían las imágenes y nos preguntábamos que entraba por esa antena de fierritos arriba del techo. Pero el milagro ocurría: voces amables, ubicadas e inteligentes pasaban de la información al consejo y de los consejos al entretenimiento o a la receta de cocina. Nunca una estridencia, nunca un escándalo. No es tan real eso de que los buenos quedan en el olvido. Puede haber excepciones, como los hay en todos lados. Pero los buenos se quedan, y se reconvierten sin afán de estar siempre allá arriba y a cualquier precio. Son y existen, y son lo que hacen. Pasan treinta o cuarenta años y parece que no corre el tiempo. Y los ves por las calles y te traen buenos recuerdos. Algo queda de ellos en nosotros, antes nenitos inquietos y curiosos que se subían a un banquito y le daban clic al interruptor. Entonces, un puntito en medio de la pantalla aparecía y se agrandaba hasta que las imágenes ondulantes se estabilizaban y comenzaba el buen rato. Figuras estables y coherentes como estable y más coherente era la vida.