miércoles, 31 de diciembre de 2014

HAIKUS DESORDENADOS Y CRIOLLOS

María se asomó por la ventanilla y sacó su mano, que comenzó a flamear por efecto del viento y de la velocidad. El conductor se molestó, pero nada pudo hacer para parar el descubrimiento de María. Aquel compañero de trabajo driblea durante horas para esquivar alguna tarea. Era hábil para la vagancia en sus comienzos y hoy, décadas después, alcanzó la perfección total en el arte de no hacer nada y pasar desapercibido. El periodista creyó que por escribir buenos informes y dirigir un medio estaba capacitado para hacer literatura. Hasta ahora, nadie se animó a decirle que no lo siga intentando. “Te prometo que voy a cambiar” “Te juró que me olvidé” “Contá con aquello, que te lo traigo” “Todavía no es tu tiempo” “Hice lo mejor que pude” Frases para tirar el problema hacia delante de manera indefinida. Al paisano se le salió la rueda de la carreta y culpó a mandinga. Dos leguas atrás, otro paisano se lo había advertido de buena manera, y tuvo como respuesta una mirada de rabia. La albahaca crece sin mucho sol. Pero se pudre si le echás mucha agua. Nada conforma a la albahaca. Nuestro horizonte era una pared de la fábrica de al lado. Y unos caños que llevaban agua para el lado del fondo. Le pegábamos con todo a esa pared, a la que nunca se le cayó un mísero reboque. Allá por la vereda par viene el afilador tocando la flauta. Suena bajito y al pasar por delante nuestro, aturde. Cuando se aleja, vuelve a sonar bajito. ¿Por qué razón todos los afiladores tocan la misma melodía?

PODEMOS

Nos juntamos. Cuando hace mucha falta nos juntamos. Hasta ahora, nuestra vida estaba muy ocupada e indiferente a los demás. Pero algo pasó: una avalancha se nos vino encima y tomamos conciencia de que hay que juntarse, unirse. Yo estoy viejo, pero ya lo vi antes. Recuerdo andar de la mano de mi madre por las calles de la ciudad en busca de unas pocas papas para la cacerola. ¡Cómo aguantamos aquello! Recuerdo también a los primeros barcos que venían del sur del mundo para darnos de comer, todo gratis. Parecía imposible, pero hubo gente lejana que se juntó y sin mirar demasiado a quien, ayudó. El tiempo pasó tan rápido, fueron como treinta o cuarenta años hasta que los autos comenzaros a andar más rápido, cuando los países vecinos repararon en nuestra existencia y nuestras posibilidades. Y lentamente, de aquella telaraña bienintencionada quedaron hilos viejos y sucios colgando de un techo. Ya no éramos lo que habíamos sido, éramos otros y nuestra estima se basaba en esa mezcla fatal que hunde: el bienestar económico artificial y ese mirar hacia el otro lado. En las calles ya no había quienes buscaran unas pocas papas, pero sí gente durmiendo en los cajeros electrónicos. O ancianas con sus pertenencias en las calles, salvadas de la indiferencia general apenas por un móvil de televisión ávido de impactos. Barrer la basura debajo de la alfombra… juntar cosas que no se necesitan… vociferar a los cuatro vientos lo que no se es. Ahora quizás nos volvamos a juntar para calmar nuestras penas, para compartir ese trago, para cambiar la vieja ropa por algo que nos sirva. Juntarse para crear algo nuevo y duradero, y patearles el culo a los que continúan sin mirar por las calles o se sientan en sus despachos a ver desde las alturas. Ojalá nos juntemos, pero no para lamentarnos. Habremos aprendido algo. Creo.

lunes, 22 de diciembre de 2014

HISTORIA

Abro el oloroso libro de historia comprado en un local de segunda mano y el jinete glorioso se me viene encima. Miro a la maestra y al cuadro que cuelga detrás de ella, una y otra vez, todos los días de clases de ese año y me formo una opinión sobre el gran maestro. Vengo de pasear por la costanera en el auto de mi padre, y al circundar la estatua de la gran avenida observo por la luneta. No sea cosa que se nos venga encima con todo ese bronce. Los héroes nacionales no se enfermaban. A lo sumo, morían de viejos, olvidados, o con algún faconazo en el estómago. ¡Qué atrevida esa señora escritora! Ponerse un pantalón y fumar en el medio de un bar de Buenos Aires en los años veinte. Ese otro héroe de la patria más reciente lleva un apellido simple y hasta simplón, pero no lo puede pronunciar. Si el malherido de aquella batalla inolvidable dijo lo que dijo. ¿Quien estaba allí para grabarlo si no había televisión? Vuelvo al colegio al año siguiente y me toca la sala de al lado. Ahora es un maestro el que tengo enfrente. Detrás de su alta figura, un cuadro pintado a mano del creador de la bandera al que observo unas ochocientas o novecientas veces hasta diciembre. Señorita: ¿Para ser presidente hay que recibirse de teniente general? Un tipo en camiseta y pantalón corto cruza el campo de juego con la pelota atada a su pie dejando en el camino a no sé cuántos enemigos. El relator de la radio lo pone entre los prohombres de la patria. Los tiempos cambian. Tarde pero seguro me intereso por el prócer de mirada adusto y descubro que era mujeriego, mundano, malhablado, discriminador y visionario. Finalizan los años ´70 y se conmemora la “Campaña al Desierto”. Hasta hoy nadie se pone de acuerdo si el barbudo a caballo le hizo un bien o el mal al país. El caballo sigue allá arriba y su jinete señala el transito. Los chicos preguntan por él y sus padres no saben si es Urquiza o Dorrego. Desde una ventanilla de un avió que despega cercano, la diminuta figura de la estatua es distinguida por un pasajero. Es hombre es del interior y maestro. Y balbucea el nombre del héroe con exactitud.

IDEAS

Abel pasa su vida buscando alguna historia. Las busca hasta con un pedazo de rama con la que escarba el suelo y separa las hojas caídas de los árboles. Muy pocas veces consigue una idea o inspiración, pero cuando da con una pepita, trata de exprimirla hasta redondear algo vendible. “Todo es vendible”, es su frase aprendida a fuerza de necesidad y de ver cómo sus contemporáneos con menos recursos avanzan sin mirar hacia los costados. Abel la fue pegando a fuerza de paciencia y mucho trabajo. Siente que está en la mitad de su vida o más allá de de esa mitad y nota que la velocidad de sus días aumenta sin freno. Aquella montaña hacia la que avanzaba y nunca llegaba es ahora más y más grande. Saca el pie del pedal y lo apoya en la rueda, pero la bici va más rápido. Ve como salen las chapas de las alas del avión, pero aún así, la nave se pasa de largo de la pista. Entonces, Abel se levanta por las madrugadas mientras todos duermen y se sienta en algún sillón, o prende la máquina y escribe lo que le venga. O va rumbo a la biblioteca en busca de algo perdido. O lo que le resulta mejor; desenrolla el carretel de su azarosa y múltiple vida descubriendo veinte recuerdos por minuto. Abel decidió salir de una especie de anestesia. Está dispuesto a todo: los años vividos le van dando una cierta impunidad. “Nadie se acuerda de nada”, piensa en el baño del salón de fiestas donde comparte tragos y música con sus compañeros de trabajo. Cuando levanta el cierre de su pantalón y se lava las manos, vuelve al chusmerío de sus colegas y a los escándalos recientes de tal o cual. Después, una vez más, comprueba que todo pasa. Que cada uno está en sus asuntos tratando de vivir o de sobrevivir como puede. Como pasajeros de un buque que escora y del que hay que saltar. En medio del sopor y la soledad de la avenida, Abel por fin se despoja de las trabas. Su cabeza ha procesado información, datos, actitudes, frases de sobrios y de borrachos. El cerebro no se detuvo para disfrutar de la fiesta. Sentado en el asiento trasero de un taxi vio el rojo del semáforo y volteó su cabeza hacia un cartel pegado a mano en una pared. Cuando el auto llegó a destino, pagó, saludó, y encontró a todos durmiendo. Tomó agua hasta atragantarse, encendió la computadora y comenzó de nuevo. Puso su dedo sobre la tecla de la letra “A” y ese carretel que nunca se termina comenzó a desenrollarse. La aguja del reloj de pared corría a toda marcha y el texto que guardaba alguna coherencia dio paso a otras ideas nuevas: como notitas manuscritas en lápiz fuera de los márgenes de un libro. Abel sintió la soledad y se dispuso a continuar. Escribió historias publicables e historias que no va a develar hasta que merezcan ser develadas. Releyó. “No está nada mal”, pensó. Y continuó trabajando.

jueves, 18 de diciembre de 2014

CANELA

Está igual Su apariencia es casi la misma de hace mucho tiempo, cuando por las siestas donde no existían los controles remotos ni las computadoras portátiles, ni tampoco el exceso de chiches, y nos trepábamos a los botones de la tele para ver qué pasaba afuera del barrio. Clanc, clanc, clanc, era el sonido del enorme redondel que cambiaba los cuatro o cinco canales que emitían. Mamá batía la crema para la merienda y de tanto en tanto cabeceaba para el lado del aparato ese con pantalla en gris sepia. Millones y millones de puntitos componían las imágenes y nos preguntábamos que entraba por esa antena de fierritos arriba del techo. Pero el milagro ocurría: voces amables, ubicadas e inteligentes pasaban de la información al consejo y de los consejos al entretenimiento o a la receta de cocina. Nunca una estridencia, nunca un escándalo. No es tan real eso de que los buenos quedan en el olvido. Puede haber excepciones, como los hay en todos lados. Pero los buenos se quedan, y se reconvierten sin afán de estar siempre allá arriba y a cualquier precio. Son y existen, y son lo que hacen. Pasan treinta o cuarenta años y parece que no corre el tiempo. Y los ves por las calles y te traen buenos recuerdos. Algo queda de ellos en nosotros, antes nenitos inquietos y curiosos que se subían a un banquito y le daban clic al interruptor. Entonces, un puntito en medio de la pantalla aparecía y se agrandaba hasta que las imágenes ondulantes se estabilizaban y comenzaba el buen rato. Figuras estables y coherentes como estable y más coherente era la vida.

MANOTAZO

Divisé al pájaro que cruzaba bajito al ras de la ruta cuando el dolor de un golpe invadió mi boca. El manotazo de papá había sido certero. Ya me lo había advertido cien kilómetros atrás. “Dejá de tocarte la boca”, me dijo muchas veces. Seguramente, no toleró mi malestar y no tuvo mejor idea que agravar el cuadro que presentaban mis labios. Era raro lo que me pasaba, y más raro aún lo que duraba. Los labios se me partían como si desde adentro de la boca, fuerzas extrañas hicieran palanca para verme mal y molesto. A esa altura del camino donde papá me cacheteó, llevé mi mano una vez más a la parte rota, como un acto reflejo y sin darme cuenta. “Te avisé que no te tocaras, carajo” Mi madre me había llevado a varios médicos sin éxito, y hasta recuerdo que varios doctores recién recibidos se reunieron a mi alrededor en una especie de tribuna que más tarde supe, era un ateneo para debatir qué era lo que me estaba ocurriendo. Una mañana llegó mi tía y después del desayuno me dio una indicación. “Agarrá ésta misma calle y camina como yendo a la laguna. Vas a ver un rancho al fondo, cuidate de los perros. Hay una viejita que capaz te va a curar” Caminé, y al llegar a la tranquera aplaudí para avisar. Varios perros salieron a la carrera y detrás de ellos, una señora sexagenaria que se acercó caminando tranquila. “Yo sabía que ibas a venir. Esperame acá” Y volvió hacia su rancho. Miré la laguna y los pájaros de la costa, y ahí estaba ésta señora nuevamente. Sacó un rollo de papel chiquito, como del tamaño de un cigarrillo pero hecho con diarios. “Ponételo en el bolsillo de atrás y no lo saques de ahí hasta que te curés” Obedecí, agradecí, y salí hacia lo de la tía. Me olvidé de mi boca en ese mismo momento y dos días después frente a un espejo descubrí que había vuelto a la normalidad. Saqué el rollito de papel y lo tiré bien lejos. Esa tarde pude ir con los primos a bañarme a la laguna del fondo. Durante años me pregunté si había sido magia y nunca olvidé aquel cachetazo. Recién con el tiempo descubrí que mi cura bien pudo haber sido producto de alguna sugestión. Aquella vez no hubo pomada o loción que hiciera efecto. La sugestión puede servir para curar. La sugestión también puede servir para enfermar. Menos mal que todavía existen personajes como aquella vieja que vivía en ese rancho ladeado, al borde de las aguas turbias de una laguna de un pueblito correntino.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

BRASIL

Intento desde mi ingenuidad bien intencionada convencer al hombre con quien charlo en la piscina. El tipo está con el agua hasta la cintura y una copa de caipiroska en una mano. Es profesor de derecho en la universidad de Curitiba y entre vapores de alcohol se trenza en una discusión amable y coincidente. Repito: soy de esos que creen que su país y el mío juntos serían imbatibles, comenzando por la economía. De los parlantes sale una bossa nova edulcorada y suave pero que le viene bien al crepúsculo. La cadencia dura poco: de repente el disc jockey del hotel pone una canción triunfalista y levanta a todos. Yo no quiero hablar de fútbol, no me interesa, y eso que salimos segundos en casa de ellos. No me sale burlarme ni pelear por un triunfo que no es mío sino de 25 o 30 tipos. Pero el profesor trae el tema y es imposible eludirlo. Argumenta la humillante derrota en casa emparejándola con la falta de organización del Mundial y las marchas en contra. Quiero encaminar la charla hacia lo socio político porque me siento capaz. Quizás conozca más ese país que el mío propio y lo observo por fuera de rivalidad futbolera. La chica de micro bikini aprieta fuerte con su novio antes de salir para su habitación. Por la noche, los veré en el comedor. Ella, vestida como en la gala que antecede al Gran Premio de Mónaco. El, vestido con jeans y camiseta del seleccionado alemán. Vuelvo a la piscina. El hombre es simpático y conoce algo sobre la Argentina. Pioneros continentales en la ciencia de los golpes de Estado, algunos premiso Nobel, Perón y una envidiable movilización popular que tiró abajo a un presidente allá por el 2001. Parecemos llegar a un acuerdo. Unimos el cerebro argentino con el cordón industrial paulista y tenemos parte de la solución. Hacemos un gobierno único y nos levantamos para siempre. Pactamos un proteccionismo común. Llevamos a Borges a las universidades, a gran escala, y traemos a Jorge Amado a para equilibrar los tantos. Y otra vez el fútbol : el tipo es del Atlético Mineiro y yo, de Independiente. Estamos de vacaciones, ¡qué tanto! Me dice, convidándome bebida. Vuelvo a mi habitación y me ducho. Hace años que me pasa lo mismo. No importa qué parte del país elija, sur, centro, norte, nordeste. Insisto en cada vacación pero no me desanimo. Sé que es cuestión de tiempo. Ya se van a dar cuenta, ciudadanos y dirigentes. Voy a seguir insistiendo porque estoy convencido de que unirnos es la única solución.

LA RADIO

Puse todos los ahorros de la familia en una modesta estación de radio. Recuerdo que emoción el día que levantamos la antena ¡De la alegría me trepé a ella como si fuera un mono! Las pruebas comenzaron a la mañana siguiente y la hora de la verdad estaba pactada para el 4 a las cero horas. Todo estaba preparado y sincronizado para el momento de la cuenta regresiva. Cinco, cuatro, tres, dos, uno y ¡las estrofas del himno nacional como manera de inauguración! Nada podía ser tan auspicioso como los inicios de las transmisiones. El departamento comercial salía a la cella a buscar anunciantes y volvían cargados de cheques y pedidos de avisos. Al año, dejé los programas pasatistas de lado, en realidad me quedé con tres, y me lancé al ambicioso e inédito proyecto de prestarles el micrófono a todos los políticos, vinieran de dónde vinieran. Ahí me diferencié de los demás directores de radio y la FM levantó aún más la vara. Políticos que por años no se habían dado ni la mano ahora debatían ideas en el estudio. El Concejo Deliberante de la ciudad nos tomó como un ejemplo de convivencia y apertura y hasta la escuela normal nos abrió las puertas para que fuésemos a contar cómo se hacía una radio abierta y rentable. Todos los meses, la constructora de casas Habitat aportaba a la pauta el cincuenta y ocho por ciento de nuestros ingresos. El hallazgo de una cantera de cemento hizo que miles de argentinos vinieran a instalarse y esa migración demandó viviendas. La paga era buena, la empresa ganaba plata, y la radio se veía beneficiada por ese círculo virtuoso. La fiesta duró tres años, lo que no quiere decir que alguien haya apagado las luces de golpe. Nada de eso. La extracción en la cantera no funcionaba al ciento por ciento y al caerse las horas extras generó en la comunidad cierto malestar. Una mañana en la que íbamos a confrontar a las dos cabezas de lista para las próximas elecciones municipales ocurrió algo inédito. Uno de los candidatos puso condiciones inadmisibles para con nuestra línea editorial y me enojé. El debate entonces, no se hizo. Los días transcurrieron con normalidad hasta que a finales de mes, la empresa constructora discontinuó su cuota de publicidad. Entretenido como estaba con mi juguete y un poco mareado por los premios no supe atender los números. Mejor dicho, no proyecté hacia el futuro por si algo inesperado pasaba. La línea verde de “ingresos” cayó y se estabilizó hasta que en un momento se vino a pique. No quise hacer lo que todos hacen; agarrármelas con mis empleados, y me dejé caer en busca de un golpe de suerte y cambios en la programación, era tarde. Una noche en los corsos, sentado al lado de un desconocido, supe la verdad. Aquel aspirante a intendente era en realidad el mayor accionista de Habitat. Me sentí un tonto inocente. No supe ver las cosas y en el fondo, no sé si me correspondía. Las carrozas pasaron delante de mí, como la realidad, y no me había dado cuenta. Caminé hacia mi casa y a mitad de camino gira hacia la izquierda en dirección a la radio. El operador me abrió, era el único habitante de la noche insomne. Me miró y no le dije nada. Fui al baño, me mojé la cara y salí directo a la consola donde el muchacho clasificaba discos y apretaba botones. Volvió a mirarme y le indiqué una tecla. Él se resistió pero al fin y al cabo, esa tecla también era mía y sentí que la decisión era una de las pocas cosas que me quedaban. Las luces minúsculas se apagaron, el cartel rojo que indicaba el aire también. Salimos a la calle sin pronunciar palabra y tomamos calles diferentes. Nadie pudo hacerme cambiar de opinión. Tenía que aprender, iba a aprender. Con tristeza asumí que las cosas debían hacerse de otra manera.

LIBRO

Son las dos de la madrugada y afuera del auto que me cobija, una helada parece borrar las hojas y el césped del otro lado de la calle. Una luz amarillenta de un farol del alumbrado es lo único a la vista, a cien metros. Más cerca de mí, contra el techo de mi hogar rodante, un foco con aumento es la sola posibilidad de escaparle a la larga noche. De vez en cuando pasa un coche y su conductor me mira con curiosidad, después acelera. Nada más distante entre mi situación y la del protagonista del libro, que anda libre por los caminos de los Estados Unidos, a la deriva. Yo en cambio, espero sentado en un descampado del Gran Buenos Aires a que alguien me llame. Por suerte hay un libro y por cada página que corre, deseo que mágicamente se sigan agregando otras. Tardo el leerlo porque no quiero que se termine. Se trata de un ejemplar que bien podría leerse en dos o tres días, pero éste dura dos semanas. Estaba ese libro, que me salvaba del frío, de la oscuridad de la noche rodeándome. De la incertidumbre sobre el futuro. De lo no hecho y dicho, de los fracasos. Será porque se trataba de un texto verídico lleno de fracasos. Un día llegó la claridad y mi visión fue más allá que ese horizonte de muerte en vida. Sentado bajo una sombrilla y con las olas sacudiéndose en la costa como todo sonido, me encontré leyendo aquel libro de tapa amarilla. Y me volvió a atrapar una y otra vez. Muy de vez en cuando miro de reojo a mi biblioteca y lo veo parado mostrando el amarillo de su lomo. Todos lo saben en casa, y creo que hasta el gato podría evitar pasar sus uñas sobre él. El tiempo pasará, ojalá este tiempo de claroscuros se vaya borrando para volver a posarme sobre sus hojas viejas llenas de letras pequeñas. Un libro es una excelente compañía con la oscuridad. Pero para mí, lo es mejor en días soleados.

CIRILO Y SU CÀMARA

Nadie sabía de qué vivía don Cirilo. El tipo de bigote anchoíta y pucho de costado entraba y salía del tallercito que alquilaba en nuestro conventillo y también esquivaba las preguntas. Se paraba en una esquina y oteaba el horizonte de cien metros para conocer la vida, obra y muerte de los vecinos de esa populosa barriada. Algunas veces me dejó entrar al taller éste Cirilo. Allí escondía una moto Siambretta que nunca usaba y que yo deseaba. Las fotos siguen guardadas en una caja en la casa de mamá y son impecables. Jamás en la vida volví a tener entre mis manos un papel de tanta calidad. En una de ellas, mi cuerpito de apenas diez meses se sostiene en vertical. Soy pelado, uso ropita de bebé de los años ´60 y alguien puso una corneta de plástico en mi mano. En otra foto estoy con mi hermano, mayor que yo. Mi cara continúa igual, como la de un hombre grande y preocupado por su equilibrio. Miro al vacío y mi hermano que tiene rulos desafía a la cámara con rostro de ir a hacer algo malo. Hay una tercera creo, donde el ruliento me pasa su brazo por sobre mis hombros para que no me caiga. El sillón donde fuimos llevados a posar nunca existió en casa. Es gris, fino, y seguro que es de Cirilo y Mercedes. Antes se vivía así en los barrios. Ahora la gente se encierra. Cuando Papá se hablaba con Cirilo (creo que una vez el porteño chusma le negó el saludo), también fue retratado. Los dos hermanitos ya más grandes junto a su padre a bordo del reluciente Valiant II con taxímetro. Todas las fotos existen y continúan como el primer día en que fueron reveladas. ¿De qué vivía Cirilo? Veinte o veinticinco años después y de pura casualidad fui a visitar la barriada y me puse a conversar con una italiana que me conocía de chiquito. Cirilo había muerto, harto de tanto cigarrillo, secreto y chusmerío. Dicen que tuvo un ataque y que sus hijos lo despacharon directo a la ambulancia sin importarles nada de él. “Cuánta plata tuvo éste hombre”, me dijo la italiana. “Si nunca trabajaba”, contesté yo. La calabresa me miró pícara y me contó que Ciirilo había participado de un sonado caso de contrabando a principios de los años sesentas. Un embarque colmado de cámaras fotográficas, rollos y flashes fueron a parar a sus manos sin ser descubierto y desde ese momento pasó a vivir de rentas. Cuando volvía a mi casa pensé en las fotos, esas hermosas fotos, en su casa, mucho más grande y linda que la nuestra. Pensé en la Siambretta verde clara y en sus herramientas inmaculadas. Pensé en ese arroz amarillo que comía porque era el único que se podía dar el lujo de comprar azafrán. Y no pude imaginarme las miles de millones de imágenes del barrio vista con sus propios ojos o con su cámara gaucha que se llevó al otro mundo.

CANELA

Está igual Su apariencia es casi la misma de hace mucho tiempo, cuando por las siestas donde no existían los controles remotos ni las computadoras portátiles, ni tampoco el exceso de chiches , y nos trepábamos a los botones de la tele para ver qué pasaba afuera del barrio. Clanc, clanc, clanc, era el sonido del enorme redondel que cambiaba los cuatro o cinco canales que emitían. Mamá batía la crema para la merienda y de tanto en tanto cabeceaba para el lado del aparato ese con pantalla en gris sepia. Millones y millones de puntitos componían las imágenes y nos preguntábamos que entraba por esa antena de fierritos arriba del techo. Pero el milagro ocurría: voces amables, ubicadas e inteligentes pasaban de la información al consejo y de los consejos al entretenimiento o a la receta de cocina. Nunca una estridencia, nunca un escándalo. No es tan real eso de que los buenos quedan en el olvido. Puede haber excepciones, como los hay en todos lados. Pero los buenos se quedan, y se reconvierten sin afán de estar siempre allá arriba y a cualquier precio. Son y existen, y son lo que hacen. Pasan treinta o cuarenta años y parece que no corre el tiempo. Y los ves por las calles y te traen buenos recuerdos. Algo queda de ellos en nosotros, antes nenitos inquietos y curiosos que se subían a un banquito y le daban clic al interruptor. Entonces, un puntito en medio de la pantalla aparecía y se agrandaba hasta que las imágenes ondulantes se estabilizaban y comenzaba el buen rato. Figuras estables y coherentes como estable y más coherente era la vida.

jueves, 28 de agosto de 2014

GRANDES

Claro que me gustaría y aunque sea por un rato volver a los tiempos de antes. Levantarme sin apuro y a puro mate mirar la calle por la ventana. Ver cómo pasa el tranvía con chicos colgados del estribo. Ver a las comadronas, chusmas de barrio hablando a puro disimulo con la escoba en la mano. Como quisiera haber estado en la piel del viejo ese que me convidaba con manzanas en el mercadito. Y escuchar sus historias de ex bohemio, cuando no era frutero. Ahora veo una foto de mi barrio y aquel edificio de dos plantas sigue estando, sólo que un poco más oscuro por el hollín. Desearía, abrir el diario con un pucho en la mano y leer a los grandes. Esos que después fueron leyenda alguna vez entrenaron los dedos y la prosa en los periódicos. Era fácil tomarse un café con ellos en cualquier bar de esquina. No tenían agenda ni tramoyas enroscadas para no atender. ¿Por qué ya no hay grandes? ¿A dónde fue a parar esa herencia? Al viejo de barba blanca nadie lo molestaba, y escribía y escribía en los fondos del barzucho aunque nada impedía el contacto. Los grandes no tenían mucho secreto. Decían cómo lo hacían y después, te las arreglas. Los grandes hablaban bien de los que venían empujando de abajo, y encima los prologaban. Ayer iba pensando en el colectivo y en un semáforo me ocurrió enumerar a los grandes que ya no están, pero que no fueron reemplazados. Provenían de cualquier lugar. No es tan cierto que había que estudiar para eso. Uno traía el intelecto afilado de fábrica. Otro de su aburrimiento, entrenar su observación aguda y transformar el tedio del pueblo en historias imperdibles. También estaban los callejeros y los vagos, los estudiantes de arrabal y penuria, los autodidactas. Salían desde cualquier agujero y lo decían. Después, se encontraban en las editoriales y los boliches para realimentar lo hecho y dicho. Vuelvo a salir a la calle y otro semáforo me detiene. Hago el recuento de los grandes mientras veo los best sellers baratos y colgados de un kiosco. Mi mente se divide entre lo que veo y pienso y vuelvo a comenzar. Arranco por la A y se me ocurre un grande. Para cuando llegue a la Z habrán muy pocos casilleros vacíos.

martes, 26 de agosto de 2014

CORRÈ

Expresá tus opiniones en 140 caracteres, no sea cosa que aprendas a escribir largo o que intentes cualquier forma de literatura. Pensá corto, ahí nomás a corto plazo. No tenés derecho a ningún proyecto para vos y para tus hijos porque ese privilegio es sólo para los oportunistas, los chupamedias y los poderosos. Comé al toque, servite rápido. Satisfacción instantánea que no es tal. El sabor de la hamburguesa no es el que prometen los carteles. El tiempo es eso que consume con placer del que puede perderlo. Corré, no sientas el gusto, cogé rápido que todos te van a descubrir. A toda velocidad y a otra cosa, no corras el riesgo de encariñarte, de enamorarte siquiera. Morite de pena y de rencor porque tu selección perdió la oportunidad. Llorá todo lo que puedas para que aumente tu patriotismo barato. El referí va a dar el último pitazo y los jugadores pondrán caras de circunstancia. Después harán bromas debajo de las duchas y correrán con sus mujeres a sus jets, pensando en la temporada que viene y en la guita. Hacé muchas cosas al día, engrosá a cada instante un currículum que sólo a vos te importa. Hacete ver. Volá de un aeropuerto a otro, que cuando aterrices habrá algún otro avión esperando a que lo trepes. Poné tu nombre en mil lugares de la red y anotá cualquier pavada o foto que no dice nada. Alguien lo va a mirar. Lo importante es estar. Cambiá el celular y la computadora cada seis meses, todo queda viejo. También el auto. No escuches a tu hijo, no prestes oídos a su imaginación, sus fantasías y su bondad. Dale importancia a una pantallita, que es la excusa perfecta para evitar el contacto y la mirada del otro. Distráete con boludeces así te asimilas al mismo sistema al que puteas. Juntate con gente que basa su amistad y su unión en promesas de proyectos. Sentate a comer con quienes desconfiaron de tu integridad, con quienes sospechás que te traicionaron. Yo te puse en el mundo para eso. No te di el tiempo que me reclamás. No creo que lo merezcas, pedazo de imbécil.

MEDALLITA

No importan tanto las consecuencias total, todo se olvida. Me van a putear y después, corridos por sus propios apuros e importancias terminarán comprendiéndome. Mi foto va a salir reproducida en los diarios de la zona y hasta en la Capital. Los micrófonos van a perseguir a mi familia hasta que los números del rating digan basta. Con el tiempo voy a volver al pueblo y las familias, hartas de que el gobierno, los intendentes y los bancos los caguen, van a recibirme con alguna simpatía. Las señoras y el cura oficiarán una misa pidiendo a todos para que me perdonen. Perdonar es humano, dicen. Mi mujer va a ser mi ex mujer y me juntaré con otra, quien sabe. Mi retrato será parte del museo donde los visitantes del futuro van a interpretarme como a un bandido de esos que son vistos como románticos. Pasé 20 años detrás de la caja contando guita ajena y otros dos pegadito al tesoro. Fue demasiado. La ganga estaba servida y la clave, al alcance de mis manos. Sería cuestión de tiempo y después, a buscar justificaciones para el raje. La medallita al buen servicio que alguna vez me dio la casa central y los saludos del gerente regional me las paso por las pelotas.

ME FUI

Estuve en el guiso no sé qué cantidad de años. Me creía informado porque escuchaba de costado la maquinita que escupía teletipos sin pausa en la redacción. Corría de un lado a otro y contra los números de mi reloj digital. Prendía el grabador y el cuestionario me salía de taquito. Asistía a reuniones de colegas y me la pasaba mirando la pantalla de mi celular, no sea cosa que la noche me encontrara desinformado. Salía de vacaciones con mi familia y no podía evitar interpretar las noticias que brotaban desde Argentina. Me encontré con decenas de informantes pero ninguno me pareció más valioso que el de Cañuelas. Ese tipo me dio la pauta de que era hora de escribir un libro. Entonces, al estrés habitual del laburo le agregue un estrés más: el de la entrega. La cabeza se me iba de un lado a otro. Menos mal que existe el té de tilo. Me metía en lugares donde ni el más machito se animaba. Debió haber sido mi omnipotencia. Un día empecé a sentirme cansado. Vislumbré mi futuro siempre igual. Me cansé de corregir textos de otros, llenos de errores ortográficos. Te temblaba la muñeca. Un día me caí en la vereda, vergonzosamente y delante de unas chicas que reprimían la risa. Llegué a mi casa y apagué todo, hasta el celular. Por la noche llamé a la compañía de aviación y reservé un ticket. El despegue venía con una demora de tres horas, me puse a leer un viejo libro de Cortazar. Llegue a destino y me dispuse a pensar el futuro. La visión se me aclaró a los tres días mientras observaba los movimientos de un viejo basurero. Las noticias estaban en todas partes. Ese viejo era otro objeto de libro. Me jugué a eso, costara lo que costara. Me di cuenta que Cortazar escribía sobre su país mejor que si estuviera allí. Y yo, ahora veía a mi patria desde otro punto cardinal y lo comprendía mejor que cuando lo habitaba.

viernes, 20 de junio de 2014

BUENOS AIRES

El hombre apareció una tarde a través del zaguán y saludó. Traía una valija raída y en su cabeza reposaba una boina. Entró al conventillo lleno de chicos y preguntó por la familia tal. La señora fue a la cocina y volvió con una enorme cacerola. El señor, un artesano, se sentó en una banqueta y sacó algunas herramientas. Tomó la cacerola y la miró en sus agujeritos. Toda la tarde estuvo don Santos dándole al martillito con paciencia y nosotros mirábamos. Las ollas no se compraban de vuelta, eran para toda la vida y se desabollaban a mano. El hombre cobró uno de esos billetes grandotes y saludó. Esto pasó en 1972 en Boedo, no en 1940. Doña María se paraba en el umbral de la puerta y llamaba a todos sus hijos, uno por uno. Cuánto tiempo tenía la doña que se había pasado la mañana cocinando. Los chicos llegaban al ritmo del ruido de sus pancitas y se sentaban alrededor de la mesa. Al rato el hombre de la casa con corbata, comía, hablaba poco y se tiraba una siesta antes de volver al trabajo. ¿Ocurrió en un pueblo del interior? No. Pasó en la ciudad de Buenos Aires. Los cables del tranvía todavía cuelgan en el puente, desde 1963. Cada vez que paso por ahí me pregunto si se habrán olvidado o será una treta de los habitantes del barrio para conservar lo poco que va quedando. Acá nomás a dos cuadras existe un bar donde van a parar los taxistas, los jubilados, los vagos y los que le rajan a la patrona. Gritan y vociferan. En las paredes cuelgan viejas glorias de Platense. En quince años, la zaparrastrosa esquina fue apenas pintada una vez. Hasta el tipo que vive detrás de la barra estrenó chaleco nuevo ese día pero los parroquianos nada notaron. Solamente rogaron desde que salieron de sus casas para encontrar el boliche abierto como todos los días. Lindos edificios, calles con historia, esquinas ultramodernas, oficinas con vista al mar, monumentos milenarios, museos para abrir la boca, turistas obnubilados, trenes a horario, gente muy elegante, autos nuevos, reglas claras. Todo eso se puede ver en otras ciudades. Lo que no puede explicarse es el vínculo que hace que siempre volvamos a Buenos Aires. Debe ser el encanto de sus esquinas siempre diferentes, su enormidad, saber que por esas veredas pasaron tantos de los irreemplazables.

viernes, 30 de mayo de 2014

CARRETEL

Es cierto, me dormí, tendría que haber actuado antes pero algunos prejuicios me impidieron… pero acá estoy dando batalla, esperando vientos favorables o el guiño del destino. La oportunidad se presenta una vez sola, me decía aquel sereno de garaje en las frías madrugadas de Almagro. Hoy sé que no es así. Dale, aprovechá pibe, usa esa cabezota que tenés, ¿vos sabías qué sólo usamos el diez por ciento del bocho?, me dijo en otra ocasión. Con el tiempo, un neurólogo me desmintió semejante boludez. Y así me la pasé, caminando las calles y calentando sillones con esas máximas estúpidas en la cabeza. Ahora avanzo sin frenos, libre de falsas expectativas, carente de pruritos. Nada es lo suficientemente bueno ni malo. La cuesta es como siempre, ascendente pero trepo igual, confiado y desprejuiciado, con esa la capa de pintura transparente y patinosa que dan los años. Ese qué me importa lo que digan, o cómo me visto, o por lo moderno que soy, o por la música que escucho en la radio del auto. Es que este manifiesto barato me sirve. Porque para escribir libros de autoayuda habiendo vivido mucho hace falta algo más: esa caradurez que me cuesta mostrar. Es madrugada, escucho en lo alto algún pájaro sin sincronía con el amanecer y tecleo fuerte y seguro, para corregir habrá tiempo. Empiezo de cero, que es lo que le ocurre a algunos pocos mortales, pero empiezo. Mis manos van hacia la biblioteca, hojean, y mis ojos ya no le dan tanta importancia a aquel libro marrón. Me doy valor y vuelvo al teclado, y aprovecho esta otra oportunidad, que no es la única. Me dispongo a usar es algo más del diez por ciento del que hablaba el viejo del garaje. Sorbo un café y por un segundo me lamento por el tiempo perdido. Pero queda hilo en el carretel, un piolín largo del que me cuelgo más que nunca. Y del que no estoy dispuesto a descolgarme.

miércoles, 28 de mayo de 2014

AMOR Y PAZ

Fue como un viento fuerte venido desde arriba del mapa, cuando los discos y las radios a válvulas traían otros ritmos. Y es que históricamente, las tendencias se presentaron así: la “onda”, la ropa, el comportamiento, la rebeldía tuvo un mascarón de proa que fue la música. Da risa cuando los ahora veteranos ponen a los Beatles –y a algunos más- como piedra angular de aquel movimiento. Pero fueron pocos, peor es nada, los que se percataron de la génesis y unos pocos viajaron para saber mejor, para explorar los sitios fundacionales. El hipismo no salió espontáneamente de un huevo creativo. En realidad, se venía cocinando desde antes, como todo cambio cultural que se quedan por mucho, mucho tiempo. Para el momento en que las flores comenzaron a multiplicarse estampadas por la mayoría de los rincones del planeta, le movida venía de arrastre, unos diez años o quince.. Un grupo de escritores y exploradores de la vida, hastiados de la bonanza de la posguerra y de la perspectiva de un mundo con fecha de vencimiento vagaron por los caminos del norte buscando un porqué que no encontraban. Según ellos, inconformistas y autodestructivos, no procuraban nada que no fuera placer instantáneo. La generación beat, para quien quiera conocerla, fue el germen de lo que década y media después se propagaría al son de ritmos beats, más livianos que pesados. Fue en un momento oportuno, en coincidencia de una guerra asquerosa del otro lado del mapa. Los beatniks en su momento, no tuvieron la misma suerte, sino a través de sus libros, los poemas gritados a los cuatro vientos, sus entradas a prisión, las drogas realmente pesadas. Todo a costa de endebles físicos de intelectuales de buhardilla. Los hippies ya causaban curiosidad, recuerdo, en una fecha tan lejana como 1982, acá en Buenos Aires. Se veían en grupos, en el festival BaRock y desconcertando a la multitud por sus actos. Cuando un minúsculo grupo de músicos con instrumentos electrónicos subieron al escenario, grupos de hippies se plegaron a otros con ropa mucho más ajustada y oscura. Naranjas chupadas, vasos de plástico, botellas todavía permitidas fueron a dar contra esos chicos que pretendían presenta innovaciones musicales. La sociedad arrastraba intolerancia, frustración, tristeza e inmovilismo como para comprender. No entiendo a ésta altura de la historia cómo se encauzó aquel movimiento, o si aún existen, aunque debo confesar que persisten conductas y formas de ver la existencia en ellos, que me simpatizan y que de buena manera llevaría a la práctica. ¿Qué será un hippie hoy? ¿El matrimonio que veo en el parque corriendo a sus críos, todo alegría y despojo por lo material? ¿Esa chica que va en bici con un pantalón demasiado suelto, vincha y bolsa de tela? ¿El tipo ese que vi en una terminal de Misiones elaborando con sus manos una pieza de orfebrería con un tenedor viejo? ¿La cara de resignación de una madre que supo serlo y al que le salió una hija consumista? Preguntas de un tipo normal, que no entiende qué pasó, pero que comprende que todo puede terminarse. Una lástima, otra vez. La historia veloz y un sistema que encumbra para después, borrar lo que ya no le sirve.

martes, 27 de mayo de 2014

LA NENA

La nena dibuja y se olvida del mundo. Toma su lapicito de color cualquiera, traza rápido, y rápido corre con la hoja y el dibujo a regalárselo a sus padres. Ella vuelve a sentarse en su banqueta y ya puede hacer una casa con humo y chimenea. Alrededor, el noticiero vuelve a contar no sé cuál crimen. Los padres cambian de canal y las noticias son siempre buenas, pero a la nena no le importa, creo. Una sirena se escucha en la avenida, cada vez más fuerte hasta que luego de unos segundos, cada vez más despacio y lejana. Dos gatos se pelean en el techo. “Ato… ato”, dice la nena señalando el afuera para después, volver a sentarse a dibujar. Vecinos discuten y otro escucha música a todo volumen. Menos mal que todavía, la nena puede ignorar el entorno y dirigir su atención a la hoja. Papá pone en marcha el auto, las valijas están cargadas, Mamá al lado, la nena atrás. Pasa el pasto interminable, las vacas por los costados, el sonido de refilón de otros coches, carteles que distraen, paisajes nunca vistos por la criatura. Pero la nena dibuja y pinta. El mar golpea repetidamente la arena, las gaviotas toman carrera como los aviones y levantan vuelo, las sombrillas se inclinan y la nenita en la carpa, ahora hay más colores, pinceles y hojas blancas enormes. Transcurre el tiempo, comienza el colegio, cambian los presidentes, la gente en la calle frunce el ceño, el tránsito está peor, mueren parientes. La nena está grande, o no tanto, pero todo lo registró cuando nosotros de tan ingenuos, creímos lo contrario. La nena hizo mil quinientas obritas desde que agarró el primer lápiz. En mil de ellas, a su manera, hizo una crónica de lo que para nosotros, ella ignoraba.

SATIRICÓN

¿Cómo es posible?, se pregunta el chico que no debe tener más de nueve años. La curiosidad abarca su cabecita llena de prohibiciones, represión y rareza. Esa curiosidad irá en aumento con los años, como le pasa a todos los pibes. La revista entra a la casa de alguna manera y es vista y leída a escondidas en un viejo cachivachero de la azotea, o en la terraza misma a la hora en que la mayoría descansa. Las tapas son blancas, los textos y los dibujos, demasiado para él, demasiado para la época. El nene sube las escaleras, porta y comparte el nuevo número sin preguntarse una vez más, quien es el espía que logra colarlas en esa casa de Almagro. Sabe que su padre sabe, alguna vez lo vio sentado a la mesa, murando y sonriendo. Mamá es más cómplice, porque Mamá lee. Igual, el sopor invade todo, las calles, los negocios, la escuela, las charlas entre parientes y el doble sentido. En cambio, la revista blanca es directa. ¡Ay, no tienen miedo éstos tipos! ¡Los van a meter presos, los van a matar! Dice la vecina con algo de razón. No es a partir de 1976 cuando esas cosas comienzan a ocurrir. El nene esconde el número siguiente de la revista, ahora tiene una pista sobre cómo se consiguen. Mira página tras página y las figuras de sus mujeres, las malas palabras, las burlas a los funcionarios, todo sirve para escapar y hacer funcionar el razonamiento. Un día, el nene se pone a pensar. ¿Por qué tanto esconderse sin en la mesa de luz del tío está lleno de Killing? El diario que trae el viejo todas las tardes, ¿no está lleno de sangre? El nene, con toda lógica, no va a esconder más la revista. Y que pase lo que tenga que pasar.

TEXTITO INSPIRADO

El paisaje fue llano por cientos de kilómetros, así fue hasta quedarnos dormidos. La noche pasó por las ventanillas hasta que el horizonte clareó y después de un rato largo salió el primer rayo. No había qué tomar ni qué comer, pero no importaba otra cosa que estar a cara lavada y ánimo arriba para esperar algún otro paisaje. Se parecía a las pampas, chatas y aburridas, adormecedoras, pero no perdíamos las esperanzas. La mañana pasó por debajo de todas las ruedas del ómnibus y quedó atrás. El hambre se hacía notar. Después de las tres, algo pasó allá adelante y a la vista de nuestros ojos. Una montaña verde con la cima redonda se asomó, y después otra y decenas más. Todo se llenó de celeste y verde furioso, de ganas de vivir. El pecho se infló, como cuando irrumpe el amor. Pero también la ansiedad, de esas que nunca terminan. Pero ese amor era posible, por suerte. O más posible que otros, ya que no hay imposibles. Las montañas redondeadas estaban por todas partes ya, a la izquierda, al oeste, adelante. El ómnibus subió una cuesta empinada y una vez arriba bajo sin parar. Abajo, ríos y lagunas confundidas con morros, gente colorida y alegre, pese a todo. El ruido atravesaba las ventanas gruesas del vehículo y contagiaba. Sonidos de tambores, de ruedas rodando a gran velocidad, de grillos de selva. Llegamos al anochecer y las luces tomaban curvas, no había ángulos rectos. Bajamos en la terminal y la alegría duró quince días en la ciudad maravillosa. Pasó hace muchos años y no se olvida. La alegría pasa a veces por diez minutos, o doce horas, o dos semanas. Lo seguro es que cambia todo, hace ver cosas nuevas. Y lo más importante, nunca más se olvida.

NADA CAMBIA

Los dos nenes juegan con lombrices. Se mojan las manos y las meten al fondo de la tierra, en la base de la parra de uvas. Las lombrices no ven, los racimos se sacuden y se estrellan contra el piso tiñendo las baldosas. A uno de los nenes le da asco ese bicho gomoso, pero juega igual hasta que las arañas captan su atención completamente. Los dos salen a la vereda y se sientan en el umbral. Uno, con tres lombrices en su manito. El otro, con una araña en la punta de un palito. Pasan la tarde inventando historias, haciendo pelear a los bichitos que tiene cada uno. Se escucha una sirena, dos sirenas, miran en dirección de la avenida y ven a dos autos alocados que corren hacia ellos. Los nenes se asustan, son las tres de la tarde de enero, todos duermen y el colectivo 30 no pasa tan seguido. Los dos se paran como para escapar. El sonido de las sirenas aumenta y asusta. Los dos autos pasan de largo y el ruido también se aleja. Cinco, diez minutos, y el susto amaina. Los dos vuelven a sus bichitos, una de las lombrices muere y la tarde se termina. Pasan cuarenta años. Aquellos dos nenes están sentados en otra vereda tomando un café. Hablan de cuestiones terrenales. Profesión, colegas, dinero, proyectos, familia, profesión, trabajo, viajes futuros, chicanas, trampas, gente de porquería, desconfianza y de nuevo, proyectos. Para un vehículo blanco enfrente, pero ninguno le da importancia. La ambulancia abre sus puertas, y el tránsito continúa. De repente, uno de los dos mira hacia el costado y ve a dos señores transportando una camilla. Debajo de una manta oscura se adivina un cuerpo. Lo introducen en la camioneta. “Pensá que ese amaneció vivo esta mañana”. Los dos se quedaron mudos, notando que ningún familiar había bajado de ese edificio a acompañar. La camioneta arrancó, puso el guiño y giró en la esquina. ¿Estaría el chofer escuchando el partido en la cabina? Fueron treinta segundos de silencio en la mesa de café. De pronto, uno de ellos habló y la conversación siguió su rumbo. Profesión, trabajo, colegas, políticas, familia, trabajo, superficialidades, pavadas, conflictos, y todo vuelve a empezar.

HOMBRECITO

En altas horas de la madrugada, aquel hombrecito transita la avenida como único camino hacia el desahogo. Nadie sabe qué es lo que busca. El diariero se hace la misma pregunta, mate en mano cada vez que lo ve venir. El señor del auto que sale a rondar las calles a la misma hora, también. Supongamos que el hombrecito sale a estirar las piernas. O que busca alguna respuesta en el horizonte cuando la barranca cae a pique y deja ver el río. O en el peor de los casos, que sus salidas esconden un sistema propio para esconder algún delito pasado, una falta. El saquito es siempre el mismo, el pantalón puede cambiar de color. Las zapatillas son esas blancas que compró en un viaje al exterior. Todos lo esperan a esa hora, y cuando la espalda del hombrecito se pierde tras el recodo de la avenida putean por no poder seguirlo. Pretenden ocuparse de la vida del hombrecito y así, escapan de preguntarse por la propia. Ahí va un día el señor del coche, despacio, tomando distancia para que el hombrecito no se dé cuenta. Y las bocacalles pasan, los semáforos siempre dan en rojo. La cadencia del hombrecito es constante y veloz. Tanto, que el hombre del auto lo pierde allá lejos a pesar de ir con mayor velocidad. Nadie sabe cómo ese señor chiquito puede aludir a una máquina. Pero así ocurre. El señor del auto comenta un día en su casa y la mujer lo mira con atención hasta que finalmente, gira para servirle un plato de comida. El asunto se olvida, y llega la madrugada. Entonces, el diariero vuelve a su rutina de observación, el señor del auto calienta su motor mientras prende la radio y el hombrecito… sale a caminar solo y tranquilo. Ya nadie lo va a perseguir, aunque nunca se haya dado cuenta.

AMOR 2

El tipo estaba tranquilo, viendo transcurrir su vida. Salía a bailar los sábados, veía fútbol los domingos. El trabajo funcionaba más o menos bien, podía comprarse ropa y planear vacaciones. Durante el verano pasado se fue a Brasil y la pasó bárbaro. Como estaba tan lindo el ambiente, decidió llamar para pedir unos días más y se quedó en la playa. Mujeres, tragos, y esas cosas. Un día volvió, era viernes, y se imponía seguir con la joda. La cita con amigos fue en Nazca y Rivadavia, a dos cuadras del boliche. Esa noche no tomó una gota de alcohol. Una chica le sonrió como si lo conociera, no podía echarse atrás, venía con toda la inercia del ganador. Charlaron, bailaron hasta las cuatro, se dieron un beso y cada uno fue a su casa. Los días pasaron y sonó un teléfono. Salida, confitería, abrazos y besos. Los encuentros duraron dos semanas y después, una pequeña distancia. Nuestro protagonista se emperró. La mujer esa se le había metido en la cabeza, pero no estaba enamorado. Ella sí, pero no lo demostraba, no tenía que demostrarlo, porque percibía que a él no le pasaba lo mismo. El martirio duró un año. Al tipo se le metió tanto en la cabeza, se dio tanta manija que terminó enamorado, loco, enfermo, feliz e infeliz a veces. Siempre el mismo argumento, que el amor es a primera vista y qué se yo. Mentiras. Si un tipo se obsesiona terminará enamorado a la fuerza. No habrá quien lo saque de ese estado. Después, el tiempo dirá cuanto le dura.

AMOR

Voy a esa reunión porque estoy aburrido o porque no me queda otra. Pongo cualquier excusa a mi novia y salgo a la calle pensando en cualquier cosa. Llego a destino a horario, toco timbre y me abren. Cuento los pisos a través de la sombra del ascensor y me pregunto cuánto durara todo. Saludo, acepto una cerveza y m siento lejos, en el rincón. Suena el celular, es mi novia. Resoplo y atiendo, la chica está lejos, de viaje. Más distancia igual a más persecución. Estoy bien, ¿y vos? Acá, en lo de Inés, vine a la reunión, la llamada pasa para después. Alguien se sienta al lado, charla para pasar el tiempo, miro el reloj y una remera ajustada a tres metros de distancia. Eso, nada más que una remera que sube de tanto que aprieta. Suena jazz soul, Inés viene a ofrecer algo y se queda charlando. Es rubia, veterana, algo insistente, pero es una amiga. Tocan el timbre, bajan a abrirles. Suben dos amigas, una de ojos negros y la otra, de ojos claros. Presentación, trago y preguntas. Me presentan a la de ojos claros, la miro y me tranquilizo, y ruego para que no me suene el celular. La chica habla poco y transmite mucho. Nos veremos al día siguiente, y al otro. Después, cada semana. Mi novia llama y anuncia su número de vuelo, voy al aeropuerto a buscarla con la cabeza quien sabe dónde. El tiempo decanta, me digo, no hay que insistir si no funciona. Cualquier ocasión sirve para pelear. La chica de ojos claros atiende el teléfono, nos vemos nuevamente, comemos y dormimos juntos. Al otro día me empiezo a enamorar, y ella me dice que también está enamorada. Ahora tengo otra novia.

DISEÑO Y GUSTO

Mantel de hule un poco roto en los costados por el uso. Medias cosidas, bien disimuladas, pero cosidas al fin. Un póster en la pared a todo color, de un leopardo acechando en la selva. Las letras retorcidas de la firma de mis padres. Una mesa de hierro soldada en una pata, así durante años. Esos pantalones de mi jefe, todopoderoso y sin vergüenzas, pantalones decía, anchos abajo y sin bolsillos. Ese auto en forma de bolita. Aquellas tapas de discos Long Play, ¿Cómo pudimos superarlo? Paredes descascaradas que dejan ver el viejo papel de pared. Chicas con cinturones tan anchos que las abarcaban desde el ombligo hasta las tetas. Imágenes acumuladas de usos y diseños a las que finalmente nos acostumbramos. Pero un día, las neuronas se despiertan. Algún libro, un edificio o la influencia de una persona de buen gusto aparecen. Es un cachetazo a lo conocido. Ese cuadro con formas rectas e irregulares con colores prolijos dentro podría ser una aproximación a lo desconocido. Muy noventa, pero no hay por qué desecharlo. El diseño de un auto con los cromados justos, pero que jamás pasará desapercibido por las calles. Saber que un viejo reloj de agujas con malla vieja, que un zapato nuevo con la suela gastada es de buen gusto. Difícil aprender al buen gusto como difícil juzgar si un diseño es justo o no. El amor por el buen gusto y el diseño debería ser de enseñanza obligatoria en las escuelas, me digo. Y miro alrededor, tratando de ponerme a la altura de una vida más o menos, bien vivida.

CARRETEL

Es cierto, me dormí, tendría que haber actuado antes pero algunos prejuicios me impidieron… pero acá estoy dando batalla, esperando vientos favorables o el guiño del destino. La oportunidad se presenta una vez sola, me decía aquel sereno de garaje en las frías madrugadas de Almagro. Hoy sé que no es así. Dale, aprovechá pibe, usa esa cabezota que tenés, ¿vos sabías qué sólo usamos el diez por ciento del bocho?, me dijo en otra ocasión. Con el tiempo, un neurólogo me desmintió semejante boludez. Y así me la pasé, caminando las calles y calentando sillones con esas máximas estúpidas en la cabeza. Ahora avanzo sin frenos, libre de falsas expectativas, carente de pruritos. Nada es lo suficientemente bueno ni malo. La cuesta es como siempre, ascendente pero trepo igual, confiado y desprejuiciado, con esa la capa de pintura transparente y patinosa que dan los años. Ese qué me importa lo que digan, o cómo me visto, o por lo moderno que soy, o por la música que escucho en la radio del auto. Es que este manifiesto barato me sirve. Porque para escribir libros de autoayuda habiendo vivido mucho hace falta algo más: esa caradurez que me cuesta mostrar. Es madrugada, escucho en lo alto algún pájaro sin sincronía con el amanecer y tecleo fuerte y seguro, para corregir habrá tiempo. Empiezo de cero, que es lo que le ocurre a algunos pocos mortales, pero empiezo. Mis manos van hacia la biblioteca, hojean, y mis ojos ya no le dan tanta importancia a aquel libro marrón. Me doy valor y vuelvo al teclado, y aprovecho esta otra oportunidad, que no es la única. Me dispongo a usar es algo más del diez por ciento del que hablaba el viejo del garaje. Sorbo un café y por un segundo me lamento por el tiempo perdido. Pero queda hilo en el carretel, un piolín largo del que me cuelgo más que nunca. Y del que no estoy dispuesto a descolgarme.

martes, 18 de febrero de 2014

URUGUAYOS

Acodado a la ventana de un bar de la 18 de julio tuve mi primera impresión. Nunca antes había estado en ese territorio, cuya capital me parecía encantadora, despaciosa y quedada en otra época. Epoca que nosotros sí habíamos perdido. Un café y una mirada: el señor espera paso en el semáforo, mira hacia ambos lados y espera y mientras tanto saca el peine de su bolsillo. Otra mirada: el ómnibus gris que tose y avanza. Al volante, un señor de edad conversando con el que vende los boletos. Más allá y enfrente, el negocio de ropa de trabajo en pleno centro, un panorama privativo a los barrios de mi gran ciudad. Otra velocidad, hasta en la ruta rumbo al este. Ya en el Este, la cadencia se me antojó diferente. Claro, demasiadas patentes argentinas. Ahí tomé conciencia de cómo es Uruguay y los uruguayos. El resultado de una comparación entre cuidado, economía de movimientos y gestos de aquel lado del río; el apuro, el descaro y el despilfarro nuestro como contracara. Varias veces me dieron ganas de quedarme allá, levantarme todas las mañanas para ver el agua, subirme al auto o a un bus y marchar al trabajo, sin tantos apuros. Tomarme una cerveza, solo una, y charlar un tiempo más al borde de alguna ventana. Pero no hay caso, nos tienen que expulsar con rabia para que abandonemos nuestro ritmo. Una vez en Montevideo, o en Florida o en alguna playa de Rocha, un gran elástico emocional nos vuelve a conducir, de apuro, a nuestra ciudad patria. Y desembarcamos contentos porque sabemos que volveremos. Lo medido, lo digno, lo bello sin artilugios, lo tan parecido a nosotros está a un paso nomás. El barco avanza con viento de popa y veo el monte cada vez más grande, al costado algunas torres. Un funcionario de la aduana saluda en serio y mira a los ojos deseando una buena estadía. Subo, calle arriba y veo al padre de todos, montado al enorme caballo. Artigas, por encima de todos, continúa diciéndoles qué y cómo deberían hacerse las cosas. Al frente, una avenida larga que se pierde. Está llena de bares en las esquinas, como aquel desde donde una vez vi esa idiosincrasia por primera vez.

miércoles, 12 de febrero de 2014

SOLOS 3

De repente, los flacos de la agrupación cambiaron sus semblantes y emprendieron la retirada hacia una calle lateral. En un segundo, las circunstancias habían cambiado para siempre. El Gringo no entendió qué pasaba o no quiso entenderlo, para que doliera menos. Algo se había roto, al punto de que muchos de sus compañeros fueron diseminándose en el tiempo. Aquel hombre que supo tener autoridad, aún más allá de la muerte, los había maltratado desde allá arriba. El Gringo se sintió aislado a un par de cuadras al este de la concentración y se sentó a tomar aire. Le hervía la cabeza y un sonido sordo lo aturdía. Veía gente, cantidades de gente alrededor, pero no podía definir rostros o ropa. En segundos, una historia de amigos, de pelota en la vereda, de campamentos llenos de música, de un modo de vivir la vida, perdían sentido. Algo se había desinflado en el Gringo, una desilusión de las grandes a sus escasos veinte años de edad. Durante esa noche fría caminó por la ciudad y se perdió en los suburbios hasta terminar en un bar de La Matanza. Hizo un balance: un bien pago trabajo de tornero, la casa de los padres que heredaría, sus amigos de la primaria, los compañeros de lucha, Inés, la novia de siempre, y un ligero inconformismo por años de marchas y contramarchas de la política. Salió del bar y volvió a vagar, esta vez por mucho más tiempo. ¿Qué te pasa, viejo? ¿No tenés nada para decir? Sus colegas lo azuzaban en los vestuarios del taller y el Gringo, como si no tuviera más para decir. Caminaba rumbo al torno y le daba a la manija. Sólo paraba para ir al baño, de vez en cuando. Un ruido continuaba en su cabeza y no era por las máquinas. Ese ruido se alejaba cuando imaginaba un campo interminable. Mataderos quedó atrás, también Flores y Primera Junta a medida que el colectivo avanzaba hacia Once. Los viejos vieron esa mañana una cama deshecha, como siempre. Inés gastó los tacos de sus zapatos de tanto averiguar por él. En las reuniones, ahora a escondidas, se extrañaba su presencia. El Gringo vio la planicie por primera vez en su vida, se bajó en el primer pueblo que le cayó bien. Depositó todo su dinero en una casa arrumbada y con un lote de tierra, a pocas cuadras del centro. Daba lo mismo para el Gringo estar solo o acompañado, y un día se puso a convivir con la hija del tractorista. Pocas palabras y mucho afecto mientras el sitio y los árboles verdeaban. Los limones crecían con más fuerza, las papas emergían de la tierra, enormes y bien regadas. Las cosas se acomodaban con muy poco. El Gringo, sin embargo, escapaba de la escasa vida social del lugar: nunca asistió a un juego de naipes, tampoco una copa en el boliche. No leyó jamás un diario. Las noticias, por aire o por tierra no volvieron a interesarle. Un quiebre con la realidad que podría ser una especie de locura. El Gringo no molestaba a nadie pero en el pueblo se hablaba de él. Despertaban sospechas su andar y sus pocas palabras y ante un mínimo comentario o pregunta optaba por cerrarse o escaparse. Pasaron quince, veinte años y no cambió. Los demás tampoco. El tiempo pasaba por delante de la puerta entreabierta de su casa, las camionetas levantando polvaredas ya no eran tan toscas y andaban rápido. Los hombres de sombrero miraban al pasar, pero al Gringo ni le importaba. Se ató a su rutina sabiendo que su mujer vendría a las siete, cuando abandonaba su puesto en la central telefónica. Una rutina de siglos. El Gringo tenía ahora 48 años pero aparentaba ser más viejo. En eso estaba un mediodía, cuando al ver el espantapájaros sintió mareos. Se dejó caer y escuchó a una pareja de horneros, muy lejos. Fue arrastrándose por los almácigos y el avión de las propagandas pasó por el cielo, pero no tuvo fuerzas para verlo. En esta historia falta un perro porque no hay un perro en la casa. No está Dora, falta un largo rato para que vuelva, hay pájaros nomás y el sonido del avión. El Gringo está en la más absoluta soledad, apagándose. Es la vida que eligió y, quizá, la muerte que eligió. Tanta soledad, desde aquella tarde en que todo se quebró. En dos segundos recuerda la plaza del barrio, las ilusiones, a Inés y los últimos años vividos, tan aislado y feliz. Morir así, solo, sin un perro que le ladre.

GUERRA CIVIL

Cincuenta metros antes comencé a notar que la anciana no me sacaba los ojos de encima. Estaba de pie en el umbral de su casa en una tranquila calle del barrio. Era domingo. Yo caminaba de la mano conversando con quien me acompañaba. Cuando me estaba por cruzar con la señora me interceptó con un acento conocido. “Yo también era pegaa a mi padre de niña”. No era andaluza ni madrileña, sino gallega, y se puso a hablar sola. De su infancia, de su padre, de su adolescencia, del estallido de una guerra entre hermanos y nuevamente, de su padre. Ella era la mayor de sus tres hermanas, pero la preferida del jefe del hogar, un comerciante y ganadero próspero que nada quería saber de Franco. En su pueblo, no recuerdo cual, era apuntado y respetado al mismo tiempo. La joven, que ahora es vieja, se paseaba orgullosa por las calles, aún pasadas las diez de la noche. Su altivez y carácter hundían en la tierra a soldados y capitanes, a los que no les quedaba otro remedio que reírse y alejarse entre bromas. El padre de la doña, hoy ya bisabuela, murió en la segunda mitad de los años ´40 y ella como tantos, abordó un barco, bajó en el puerto y trabajó hasta conseguir esa casita donde hoy, sus hijos y nietos charlan en el comedor mientras ella busca con quien conversar en la vereda. De su infancia y de su padre, mucho. De la guerra, poco y nada. Su patria adoptiva, parece ser, borró aquellos años de miedo. En los fondos de la vivienda vive una pareja de viejitos, italianos. Alberto fue aviador de guerra, y lo cuenta con naturalidad. Mantener el timón mientras con el otro puño dispara contra otros aviones. Su esposa, en algunas ocasiones, grita al cielo pidiendo por favor no más bombas. En el departamento de adelante vive otra pareja de españoles cercanos a la jubilación. En ellos y en sus hijos se ve una mirada más relajada, solo alterada por las obligaciones de cada día. Nunca explican las razones de su llegada a la Argentina pero no es difícil deducir por lo que pasaron. Las matemáticas dicen que atravesaron la guerra civil y que una vez terminada pasaron penurias hasta conseguir lo suficiente para cruzar el océano. Ahora estaban acá, disfrutando de la vida. ¿De qué hablarán por las noches, cuando los chicos se duermen? Difícil adivinar el futuro, pero da un poco de miedo cuando quien está enfrente dice: “Si las cuentas no se saldan, si no hay Justicia, el país nunca saldrá adelante”. La expresión, cargada de seseos tiene fundamento en boca de ese juez. Después, la entrevista irá y vendrá por diferentes lugares de la historia reciente. Al final, cuando va quedando poca cinta en el carretel vuelven la guerra, las décadas de silencio, el mirar para el otro lado, ese que no duele. Afloran los deseos de un mundo moderno, el consumismo y el olvido. Y la sentencia vuelve a la mesa: “Créame, cuando los países no curan sus heridas, no salen adelante. Tropiezan una y mil veces y cada derrumbe es peor que el anterior”

EL 19

Indalecio vuelve al trote en la madrugada correntina. Viene de Arroyo González, rumbeando para Nueve de Julio. Es una punta de leguas, pero ya está acostumbrado. El sombrero de ala ancha ni se le agita, el correaje gastado, pero intacto. El jinete le habla al caballo, suevecito, y el tordillo responde con más velocidad. Todo es polvo y tierra, sapucais y salvajismo. Indalecio viene del baile de Almirón que se hace todos los sábados. Al jornalero nada le importa, ni la doña en la tapera ni los gurises, que se crían como gallinas. Va al baile de todas formas pero antes, se detiene en un boliche de la curva a tomar unas cañas. Ya ni paga entrada de tan conocido, de tan temido. Baja de su caballo de un salto y se escuchan unos metales además del taconeo brusco en el piso. El color de su pañuelo al cuello delata a qué patrón político obedece. Indalecio mató a dos que vinieron a prepotearlo durante las fiestas patronales pasadas. Nadie lo delató, ni se animaron, ¡Qué hijo del diablo! El hombre que ya va por los 45 parece más viejo y es que está curtido en los tabacales, las arroceras, las siestas en la chata del tractor. Promete para capataz, pero el patrón lo tiene entretenido con otras cosas para no pagarle de más. Indalecio junta bronca, sale a los bailes, pelea y hasta mata. No hace lo mismo en su casa, ahí sí que es mansito. Juega con los críos como si fuera uno más de ellos. Quiere mandarlos a la escuelita, ya habrá tiempo. En la madrugada del 25 de mayo del año pasado acuchilló al dueño de una camioneta, de esas altas y coloridas. Su destreza con la faca comenzó cuando tenía 15 años y se creía hombre. Jugaba con el mango y con el filo hasta por debajo de las frazadas. Zum, zum, zas, hacía la hoja en el aire. Para cuando cumplió 22 había enterrado a ocho paisanos. Hasta las vacas lo miraban con miedo. Un día le dijeron de irse para Buenos Aires, pero allá, las cosas no se arreglan a cuchillo. Pura piña y tiros, le contaron. Se quedó en el pago y lo más lejos que viajó fue a Uruguayana, en la frontera con el Brasil. Indalecio se apea, ata al tordillo y entra al rancho. La familia duerme, pero él calienta agua y ceba unos mates hasta el amanecer. Tiene tiempo para pensar, hace un recuento de sus muertos y hasta le parecen muchos. Se dice a sí mismo que no va a ir al próximo baile. Pero va, y a las dos de la mañana lo prepean tres. Desenvaina y en dos estocadas se saca a la mayoría de encima, sólo queda uno para mandar bajo tierra. La trifulca se alarga, se arma un círculo alrededor de los peleadores. La orquesta ni amaga a recomenzar Kilómetro Once, algún golpe de tecla pero no más. Indalecio confía en su muerto 19, se aprieta la lengua con los dientes y el dolor lo impulsa hacia delante. Cae el 19 nomás. Sube al caballo y de vuelta para Nueve de Julio y cuando pasa por debajo de la luz de una tranquera mira el filo compañero, tan gastado ya. Llega al rancho y ve la cría, calienta la pava y siente un cosquilleo en la costilla, putea por lo bajo y ve su mano izquierda con algo de sangre. “Gringuito de mierda que me ensució”, se dijo, y se levantó. Caminó cuatro pasos y sintió que se le iba el piso, siguió sin sentir dolor. “Mañana no es día de bolear chimangos, a dormir”. Indalecio nunca se despierta. De tanto usar cuchillo ni sintió al cuchillo rival. La razón de su vida era un mango con remaches y algo de filo en el acero, no importa de dónde venga. Una pena para Indalecio, porque la fiesta de la virgen pensaba despacharse el número veinte.