martes, 27 de mayo de 2014

TEXTITO INSPIRADO

El paisaje fue llano por cientos de kilómetros, así fue hasta quedarnos dormidos. La noche pasó por las ventanillas hasta que el horizonte clareó y después de un rato largo salió el primer rayo. No había qué tomar ni qué comer, pero no importaba otra cosa que estar a cara lavada y ánimo arriba para esperar algún otro paisaje. Se parecía a las pampas, chatas y aburridas, adormecedoras, pero no perdíamos las esperanzas. La mañana pasó por debajo de todas las ruedas del ómnibus y quedó atrás. El hambre se hacía notar. Después de las tres, algo pasó allá adelante y a la vista de nuestros ojos. Una montaña verde con la cima redonda se asomó, y después otra y decenas más. Todo se llenó de celeste y verde furioso, de ganas de vivir. El pecho se infló, como cuando irrumpe el amor. Pero también la ansiedad, de esas que nunca terminan. Pero ese amor era posible, por suerte. O más posible que otros, ya que no hay imposibles. Las montañas redondeadas estaban por todas partes ya, a la izquierda, al oeste, adelante. El ómnibus subió una cuesta empinada y una vez arriba bajo sin parar. Abajo, ríos y lagunas confundidas con morros, gente colorida y alegre, pese a todo. El ruido atravesaba las ventanas gruesas del vehículo y contagiaba. Sonidos de tambores, de ruedas rodando a gran velocidad, de grillos de selva. Llegamos al anochecer y las luces tomaban curvas, no había ángulos rectos. Bajamos en la terminal y la alegría duró quince días en la ciudad maravillosa. Pasó hace muchos años y no se olvida. La alegría pasa a veces por diez minutos, o doce horas, o dos semanas. Lo seguro es que cambia todo, hace ver cosas nuevas. Y lo más importante, nunca más se olvida.

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