jueves, 26 de noviembre de 2015

AGUAS DULCES

Hubo un instante en el que la pampa plana quedó atrás, dejando ver un profundo azul. Eso era el mar, inmenso y potente. No daba para festejar, pero valía la pena. Más tarde que nunca. Abel era un pasajero involuntario que estaba por cumplir los diecinueve años y se encontraba en el primer asiento del avión, bien pegado a la ventanilla. Pensó una vez más en lo injusto de su situación y también en las ironías de la vida: se había criado a trescientos kilómetros de la playa y nunca había posado sus pies en ella. Miró hacia atrás y vio decenas de cabezas que quién sabe en qué estarían pensando. Como él, todos futuros soldaditos. ¿Sería el mar algo frío o acaso tibio como aquellas aguas del río de su infancia y adolescencia? El viejo puente de fierro le vino a la memoria, acaso rojo o tal vez oxidado pero aún en pie. El avión inclinó su morro hacia abajo y durante media hora fue descendiendo hasta que las olas se hicieron más grandes. Después, viró fuerte sobre su derecha y una enorme barranca se convirtió en asfalto. El paisaje era tan desolador que no supo si los cerros de piedra eran naturales o hechos por la mano del hombre. Durante dos horas de ruta vio solamente un lago inabarcable y después, el desierto. Su niñez transcurrió entre aguas dulces; las del Río de la Plata y las de un río correntino. Cuando era chiquito, su padre lo cargaba junto a sus hermanitos y unas vecinas en el auto rumbo al balneario de Buenos Aires. Del otro lado no existía orilla. ¿Era eso el mar? Nunca se animó a preguntar por vergüenza. En el Litoral en cambio, pegado al puente de hierro forjado por los ingleses, la orilla estaba ahí nomás, con sólo estirar el brazo. De las ramas que sobresalían, unas aves rápidas se tiraban en picada al agua y volvían a levantar vuelo con algún pescado en su pico. Así pasaban las tardes, entre el chapoteo y los gritos, el ruido de la correntada pegándole a las columnas de hierro, un chamamé instrumental saliendo del parlante del barcito. Hileras de gentes tomando mate, embarazadas acaloradas comiendo sandías para que amaine el sopor. La primera vez que Abel lo tocó, el mar estaba helado. Fue al año siguiente de haberlo conocido desde el aire y se sintió más o menos conforme. Ya no había un alma en esa playa fuera de temporada donde fue a parar unos días con amigos. Le impresionó la sal y se preguntó si no sería más que terrorífico morir ahogado con ese gusto a anchoas en la boca. A lo lejos, un pescador de medio mundo y muerto de frío sacaba carradas de pececitos para el almuerzo. En esa playa desolada escuchó por primera vez historias de ahogados de varios días que habían llegado a las costas en los años de plomo. Santa Teresita y Las Toninas eran una línea de arena infinita y casas bajas. En un restaurante vio un almanaque y sobre el recorte del mes de marzo y sus días, una foto de una Punta del Este donde tampoco había un alma. Ninguna similitud con la playita de ese pueblo correntino, siempre tan lleno de sol y de música. ¿Vos sos porteñito? Le preguntó el dueño encargado mozo administrador de ese chiringuito correntino. “Sí”, fue la contestación orgullosa de Abelito, el nene de ocho años. Todos los veranos pasaba lo mismo: era quince o treinta días de una rutina dulce a veces quebrada por las burlas a su manera de hablar. ¿Cómo podía ese niño pronunciar las erres y las yes? Todos los años la misma historia. Los calores infernales de la ruta, la balsa para cruzar el Paraná, la casa de los abuelos, las siestas en el río. Cuando se distraía, el niño ahora hombrecito miraba hacia el bolichongo de los sánguches, las bebidas y el agua caliente para el mate y detrás del mostrador, ese tipo burlón, mal hablado y hasta simpático al que le decían Gringo. Pensó decírselo a su padre, que tenía tan mal genio, pero por alguna razón le perdonó la vida al bruto. Una tarde que volvía con un palito de agua derritiéndose entre sus manitos sintió furia. Y fue directo a contárselo a su papá, que estaba sentado en la arena tomando un refresco. A último momento, el nene imaginó el cuello del Gringo entre dos manos asesinas y algo lo frenó. Después del helado tomó carrera y se tiró al río para nadar hasta el próximo banco de arena. Hubo una época en que el niño y el vendedor se hicieron compinches. Quizás ambos le habían encontrado la vuelta a esos encuentros. O es posible que el burlón haya reparado en los músculos nerviosos del ya no tan nene que estaba creciendo. ¿Le tendría miedo? Una tarde, el Gringo observó desde su sucucho al jovencito que ahora le hablaba a una chica del lugar. Las cabecitas de ambos se juntaban y buscaban dónde esconderse de las miradas y del chusmerío. Más tarde los vio salir despeinados y haciéndose los desentendidos. Cada uno tomó su rumbo y al día siguiente volvieron a los mismos movimientos. El vendedor se sentía molesto. “Yo acá cagándome de calor y el pendejo este que se viene a llevar a una de las nuestras”, se dijo, y pensó en volver a divertirse a costa de Abel, como antes. El soldadito Abel tiritaba recordando con tristeza aquellas tardes de calor. Hace rato que no tocaba a una mujer y pensaba en la correntina, dulce y tan buena chica. De nada servía ser más grande y más fuerte, pensó, y se encaminó a la cantina. Tal vez si el encargado no resultaba un alcahuete, hasta podría venderle una ginebra para darse temperatura. Detrás de la registradora, otra vez un almanaque. Siempre hay paisajes alpinos o gatitos de a tres en esos impersonales cuenta días. El que está colgado dejaba ver un mar con morros de fondo. Acapulco, Brasil, la Costa Azul, daba lo mismo. Abel se sintió lejos de su casa, lejos del río, lejos de todo. Como si la estadía en ese lugar horrible no fuera a acabarse nunca. Se prometió conocer el mar, sea donde fuere y aunque tuviera que llegar caminando. Antes de dormirse en el puesto de guardia pensó en el burlón del río. De haber aparecido en ese momento y sin avisar, podría haberle pegado un tiro, sólo por divertirse. El tiempo pasó y llegó la libertad. Y a las promesas hechas en soledad había que cumplirlas. El pelo empezó a crecer y Abel no supo qué hacer con tanto horizonte despejado. Pasaría unos días de joda en Buenos Aires con sus amigos y después, quién sabe, podría renunciar a ese trabajo donde le guardaron el puesto y los mandaría a todos al carajo. Juventud era lo que sobraba y por delante esperaban kilómetros de mar. La propuesta de su padre fue difícil de eludir; unos días en el pueblito correntino no vendrían nada mal. Surubí a la parrilla, la camioneta del tío, la joven que seguramente lo estaría esperando. Y el río al que en las tardes sofocantes bajaría para pasar el tiempo y hacer planes a ojos cerrados. No pasó una hora en la arena hasta que escuchó un chiflido corto y penetrante. El hombre sonreía detrás del mostrador. Estaba un poco más gordo y de los costados de su cabeza asomaban pelos blancos. Caminar hasta el barcito no llevaba más de veinticinco metros. “No hay que ser maleducado”, se dijo para sí mismo Abel, y ensayó una sonrisa antes de extenderle la mano. El Gringo también sonrió y preguntó vaguedades, como si le interesara la vida del joven. “No me vas a decir que estuviste en la guerra”, soltó, y le pegó una palmada al porteño. Quería ser simpático y amable pero no le salía. Fueron años de chistes tontos, burlas, chanzas, gastadas, y ahora se preguntaba si ese muchacho ha sido capaz de empuñar un arma larga. Abrió la heladera e invitó una cerveza, pero el convidado no aceptó y extrajo dos billetes del bolsillo. Abel se sentó a charlar con el burlón y se decidió a estirar el disfrute. Ese hombre no tan viejo pero envejecido destapó la botella con pericia y se le vio una marca en su cuello. Era una cuestión de tiempo averiguar cómo fue que pasó. El sauce llorón se sacudió, del agua saltaban algunas burbujas y el aire está tan calmo que podrían escucharse decenas de cuchillos hundiéndose en las gruesas cáscaras de las sandías. El vendedor del río, el Gringo, ya no era el mismo. Aquel niño ahora hombre, tampoco. ¿Habrán pintado el puente? ¿Se habrá modificado el curso del río? Fueron largos años de ausencia y sintió que para completar algo de su persona debía volver. Papá ya no estaba en cueros, sentado en la orilla. La chica se había casado con un contador, tenía como tres hijos y vivía en otra ciudad. Un parlante no alcanzaba para todos, ahora los había en los baúles de los coches, una competencia para ver quién tenía la chata más nueva o el propalador más grande y potente. De vez en cuando se colaba un chamamé en medio de otras músicas invasivas y berretas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Diez o doce años? Nadie se mantiene igual después de haber conocido horizontes lejanos. Por las retinas de Abel pasaron museos, playas blancas como la harina, mujeres, millas y millas por aire y tierra. El mar había dejado de ser un deseo loco e inalcanzable para convertirse en algo normal. En el río no vio más que a alguna raya o tortuga bajo la superficie. En los mares se dejaban ver peces raros, de colores, esquivos o amigables. El Gringo no vio otra cosa en su vida que la vida ajena. Abel se estaba aburriendo en casa de los parientes y pensó en subirse a su auto para volver a Buenos Aires. Para cranearlo mejor, se paró bajo la ducha y resolvió visitar el antro del farolito rojo ubicado a la salida del pueblo. –Tengo algo para hacer. No voy a quedarme a cenar. Apuntó la nariz del be eme para el lado del norte, allá donde se pierde la línea de eucaliptus, y llegó al quilombo en cinco minutos. Todos lo vieron bajar, pero nadie dijo nada. Los camioneros volvieron a sus tragos, los changarines, a tirarse a las sillas después de haber chupado tanta caña. No había mucha compañía para elegir y se quedó con la rubiecita. Una cortina pesada separaba el bullicio del salón del cuarto donde reposaba una cama mal tendida. Algo no anduvo porque la chica estalló en llanto, y Abel sacó dos billetes de los que valen para quedarse allí adentro una horita más. Pensó en sacarla de ese lugar de mierda, intentó convencerla pero no pudo. La rubiecita se ahogaba en su propia angustia hasta que pudo decir algo. Fue cuando Abel se enteró. La trompa del coche descuenta kilómetros a gran velocidad, de regreso a casa. Al día siguiente, Abel emprenderá en solitario un vuelo con escalas que lo llevará al Caribe. Lo esperan la farra, los tragos y las ocasionales compañías. Sus ojos se quedan fijos cuando la memoria le trae aquella confesión en el puterío. El cerebro se clava en ese recuerdo al bajarse a cargar nafta, cuando entrega el ticket de embarque, cuando pide un Martini al borde de la piscina. Al sexto día de vacaciones resuelve dejar el asunto para más adelante y la voz de aquella chica se va borrando. Pero lo que no puede borrar es el contenido de las palabras. Buenos Aires está a la vista, allá abajo, y hay meses por delante hasta las próximas vacaciones. La idea de volver al río se presenta en la cabeza de Abel en la noche de Navidad. Levanta la copa, sonríe y decide viajar el fin de semana siguiente. Innumerables hilos de agua corren por debajo de los puentes que a su vez pasan a mil debajo de su asiento. ¿Puede ser que tanta agua vaya a parar al mismo lugar? El paisaje se transforma, ahora ve a hombres de a caballo con anchos sombreros y celular a la cintura. Cuando llega al pueblito se aloja en el único hotel y ni siquiera le preguntan el nombre. El sol del sábado invita a un chapuzón en el viejo y transparente río, y hacía allí se dirige. Otra vez el chistido del Gringo y la vieja ceremonia de la cerveza. Ese sábado, la charla y el alcohol entre los dos viejos conocidos se alarga hasta la noche. Ya nadie queda en la playita y los grillos se apoderan del ambiente. Abel se levanta al amanecer y se afeita, mirando su propio rostro a través del espejo rectangular del baño del hotelucho. Paga la cuenta y rechaza el café de cortesía porque tiene cierto apuro. Simula una llamada entrante frente al conserje para evitar preguntas y se monta en el be eme. El velocímetro marca ciento cincuenta y después de una hora entra a otro pueblito por donde pasa el mismo río, pero aguas abajo. El auto se detiene junto a una pequeña barranca y la puerta queda abierta: no hacen falta las alarmas. Abel se sienta a ver la correntada y a los camalotes que, arrastrados, giran sobre sí mismos. Ríe cuando ve a un monito subido a un tronco en plena deriva. Es así durante horas, el mismo paisaje, el caudal que se lleva todo, los recuerdos de la infancia, Papá sentado en pantalón corto, el vendedor y su extraño sentido del humor. El sol se esconde en una provincia vecina. “Allá viene”, se dice Abel a sí mismo. Un cuerpo en cruz da vueltas en círculo conducido por las aguas. El Gringo mira fijo al cielo después de haberse hundido y vuelto a flote, y eso se nota. Abel alcanza a divisar dos marcas en su cuello, una vieja y otra, no tanto. Y el Gringo va sin saberlo adonde los ríos se juntan con el mar. Lo último que alcanza a ver Abel es a un martín pescador que desde una rama se lanza hacia ese cuerpo que rechaza y que vuelve a tomar vuelo para posarse en su rama. Abel enciende el auto y vuelve a correr prometiéndose a sí mismo no volver a posar sus pies en aguas dulces. Hubo un instante en el que la pampa plana quedó atrás, dejando ver un profundo azul. Eso era el mar, inmenso y potente. No daba para festejar, pero valía la pena. Más tarde que nunca. Abel era un pasajero involuntario que estaba por cumplir los diecinueve años y se encontraba en el primer asiento del avión, bien pegado a la ventanilla. Pensó una vez más en lo injusto de su situación y también en las ironías de la vida: se había criado a trescientos kilómetros de la playa y nunca había posado sus pies en ella. Miró hacia atrás y vio decenas de cabezas que quién sabe en qué estarían pensando. Como él, todos futuros soldaditos. ¿Sería el mar algo frío o acaso tibio como aquellas aguas del río de su infancia y adolescencia? El viejo puente de fierro le vino a la memoria, acaso rojo o tal vez oxidado pero aún en pie. El avión inclinó su morro hacia abajo y durante media hora fue descendiendo hasta que las olas se hicieron más grandes. Después, viró fuerte sobre su derecha y una enorme barranca se convirtió en asfalto. El paisaje era tan desolador que no supo si los cerros de piedra eran naturales o hechos por la mano del hombre. Durante dos horas de ruta vio solamente un lago inabarcable y después, el desierto. Su niñez transcurrió entre aguas dulces; las del Río de la Plata y las de un río correntino. Cuando era chiquito, su padre lo cargaba junto a sus hermanitos y unas vecinas en el auto rumbo al balneario de Buenos Aires. Del otro lado no existía orilla. ¿Era eso el mar? Nunca se animó a preguntar por vergüenza. En el Litoral en cambio, pegado al puente de hierro forjado por los ingleses, la orilla estaba ahí nomás, con sólo estirar el brazo. De las ramas que sobresalían, unas aves rápidas se tiraban en picada al agua y volvían a levantar vuelo con algún pescado en su pico. Así pasaban las tardes, entre el chapoteo y los gritos, el ruido de la correntada pegándole a las columnas de hierro, un chamamé instrumental saliendo del parlante del barcito. Hileras de gentes tomando mate, embarazadas acaloradas comiendo sandías para que amaine el sopor. La primera vez que Abel lo tocó, el mar estaba helado. Fue al año siguiente de haberlo conocido desde el aire y se sintió más o menos conforme. Ya no había un alma en esa playa fuera de temporada donde fue a parar unos días con amigos. Le impresionó la sal y se preguntó si no sería más que terrorífico morir ahogado con ese gusto a anchoas en la boca. A lo lejos, un pescador de medio mundo y muerto de frío sacaba carradas de pececitos para el almuerzo. En esa playa desolada escuchó por primera vez historias de ahogados de varios días que habían llegado a las costas en los años de plomo. Santa Teresita y Las Toninas eran una línea de arena infinita y casas bajas. En un restaurante vio un almanaque y sobre el recorte del mes de marzo y sus días, una foto de una Punta del Este donde tampoco había un alma. Ninguna similitud con la playita de ese pueblo correntino, siempre tan lleno de sol y de música. ¿Vos sos porteñito? Le preguntó el dueño encargado mozo administrador de ese chiringuito correntino. “Sí”, fue la contestación orgullosa de Abelito, el nene de ocho años. Todos los veranos pasaba lo mismo: era quince o treinta días de una rutina dulce a veces quebrada por las burlas a su manera de hablar. ¿Cómo podía ese niño pronunciar las erres y las yes? Todos los años la misma historia. Los calores infernales de la ruta, la balsa para cruzar el Paraná, la casa de los abuelos, las siestas en el río. Cuando se distraía, el niño ahora hombrecito miraba hacia el bolichongo de los sánguches, las bebidas y el agua caliente para el mate y detrás del mostrador, ese tipo burlón, mal hablado y hasta simpático al que le decían Gringo. Pensó decírselo a su padre, que tenía tan mal genio, pero por alguna razón le perdonó la vida al bruto. Una tarde que volvía con un palito de agua derritiéndose entre sus manitos sintió furia. Y fue directo a contárselo a su papá, que estaba sentado en la arena tomando un refresco. A último momento, el nene imaginó el cuello del Gringo entre dos manos asesinas y algo lo frenó. Después del helado tomó carrera y se tiró al río para nadar hasta el próximo banco de arena. Hubo una época en que el niño y el vendedor se hicieron compinches. Quizás ambos le habían encontrado la vuelta a esos encuentros. O es posible que el burlón haya reparado en los músculos nerviosos del ya no tan nene que estaba creciendo. ¿Le tendría miedo? Una tarde, el Gringo observó desde su sucucho al jovencito que ahora le hablaba a una chica del lugar. Las cabecitas de ambos se juntaban y buscaban dónde esconderse de las miradas y del chusmerío. Más tarde los vio salir despeinados y haciéndose los desentendidos. Cada uno tomó su rumbo y al día siguiente volvieron a los mismos movimientos. El vendedor se sentía molesto. “Yo acá cagándome de calor y el pendejo este que se viene a llevar a una de las nuestras”, se dijo, y pensó en volver a divertirse a costa de Abel, como antes. El soldadito Abel tiritaba recordando con tristeza aquellas tardes de calor. Hace rato que no tocaba a una mujer y pensaba en la correntina, dulce y tan buena chica. De nada servía ser más grande y más fuerte, pensó, y se encaminó a la cantina. Tal vez si el encargado no resultaba un alcahuete, hasta podría venderle una ginebra para darse temperatura. Detrás de la registradora, otra vez un almanaque. Siempre hay paisajes alpinos o gatitos de a tres en esos impersonales cuenta días. El que está colgado dejaba ver un mar con morros de fondo. Acapulco, Brasil, la Costa Azul, daba lo mismo. Abel se sintió lejos de su casa, lejos del río, lejos de todo. Como si la estadía en ese lugar horrible no fuera a acabarse nunca. Se prometió conocer el mar, sea donde fuere y aunque tuviera que llegar caminando. Antes de dormirse en el puesto de guardia pensó en el burlón del río. De haber aparecido en ese momento y sin avisar, podría haberle pegado un tiro, sólo por divertirse. El tiempo pasó y llegó la libertad. Y a las promesas hechas en soledad había que cumplirlas. El pelo empezó a crecer y Abel no supo qué hacer con tanto horizonte despejado. Pasaría unos días de joda en Buenos Aires con sus amigos y después, quién sabe, podría renunciar a ese trabajo donde le guardaron el puesto y los mandaría a todos al carajo. Juventud era lo que sobraba y por delante esperaban kilómetros de mar. La propuesta de su padre fue difícil de eludir; unos días en el pueblito correntino no vendrían nada mal. Surubí a la parrilla, la camioneta del tío, la joven que seguramente lo estaría esperando. Y el río al que en las tardes sofocantes bajaría para pasar el tiempo y hacer planes a ojos cerrados. No pasó una hora en la arena hasta que escuchó un chiflido corto y penetrante. El hombre sonreía detrás del mostrador. Estaba un poco más gordo y de los costados de su cabeza asomaban pelos blancos. Caminar hasta el barcito no llevaba más de veinticinco metros. “No hay que ser maleducado”, se dijo para sí mismo Abel, y ensayó una sonrisa antes de extenderle la mano. El Gringo también sonrió y preguntó vaguedades, como si le interesara la vida del joven. “No me vas a decir que estuviste en la guerra”, soltó, y le pegó una palmada al porteño. Quería ser simpático y amable pero no le salía. Fueron años de chistes tontos, burlas, chanzas, gastadas, y ahora se preguntaba si ese muchacho ha sido capaz de empuñar un arma larga. Abrió la heladera e invitó una cerveza, pero el convidado no aceptó y extrajo dos billetes del bolsillo. Abel se sentó a charlar con el burlón y se decidió a estirar el disfrute. Ese hombre no tan viejo pero envejecido destapó la botella con pericia y se le vio una marca en su cuello. Era una cuestión de tiempo averiguar cómo fue que pasó. El sauce llorón se sacudió, del agua saltaban algunas burbujas y el aire está tan calmo que podrían escucharse decenas de cuchillos hundiéndose en las gruesas cáscaras de las sandías. El vendedor del río, el Gringo, ya no era el mismo. Aquel niño ahora hombre, tampoco. ¿Habrán pintado el puente? ¿Se habrá modificado el curso del río? Fueron largos años de ausencia y sintió que para completar algo de su persona debía volver. Papá ya no estaba en cueros, sentado en la orilla. La chica se había casado con un contador, tenía como tres hijos y vivía en otra ciudad. Un parlante no alcanzaba para todos, ahora los había en los baúles de los coches, una competencia para ver quién tenía la chata más nueva o el propalador más grande y potente. De vez en cuando se colaba un chamamé en medio de otras músicas invasivas y berretas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Diez o doce años? Nadie se mantiene igual después de haber conocido horizontes lejanos. Por las retinas de Abel pasaron museos, playas blancas como la harina, mujeres, millas y millas por aire y tierra. El mar había dejado de ser un deseo loco e inalcanzable para convertirse en algo normal. En el río no vio más que a alguna raya o tortuga bajo la superficie. En los mares se dejaban ver peces raros, de colores, esquivos o amigables. El Gringo no vio otra cosa en su vida que la vida ajena. Abel se estaba aburriendo en casa de los parientes y pensó en subirse a su auto para volver a Buenos Aires. Para cranearlo mejor, se paró bajo la ducha y resolvió visitar el antro del farolito rojo ubicado a la salida del pueblo. –Tengo algo para hacer. No voy a quedarme a cenar. Apuntó la nariz del be eme para el lado del norte, allá donde se pierde la línea de eucaliptus, y llegó al quilombo en cinco minutos. Todos lo vieron bajar, pero nadie dijo nada. Los camioneros volvieron a sus tragos, los changarines, a tirarse a las sillas después de haber chupado tanta caña. No había mucha compañía para elegir y se quedó con la rubiecita. Una cortina pesada separaba el bullicio del salón del cuarto donde reposaba una cama mal tendida. Algo no anduvo porque la chica estalló en llanto, y Abel sacó dos billetes de los que valen para quedarse allí adentro una horita más. Pensó en sacarla de ese lugar de mierda, intentó convencerla pero no pudo. La rubiecita se ahogaba en su propia angustia hasta que pudo decir algo. Fue cuando Abel se enteró. La trompa del coche descuenta kilómetros a gran velocidad, de regreso a casa. Al día siguiente, Abel emprenderá en solitario un vuelo con escalas que lo llevará al Caribe. Lo esperan la farra, los tragos y las ocasionales compañías. Sus ojos se quedan fijos cuando la memoria le trae aquella confesión en el puterío. El cerebro se clava en ese recuerdo al bajarse a cargar nafta, cuando entrega el ticket de embarque, cuando pide un Martini al borde de la piscina. Al sexto día de vacaciones resuelve dejar el asunto para más adelante y la voz de aquella chica se va borrando. Pero lo que no puede borrar es el contenido de las palabras. Buenos Aires está a la vista, allá abajo, y hay meses por delante hasta las próximas vacaciones. La idea de volver al río se presenta en la cabeza de Abel en la noche de Navidad. Levanta la copa, sonríe y decide viajar el fin de semana siguiente. Innumerables hilos de agua corren por debajo de los puentes que a su vez pasan a mil debajo de su asiento. ¿Puede ser que tanta agua vaya a parar al mismo lugar? El paisaje se transforma, ahora ve a hombres de a caballo con anchos sombreros y celular a la cintura. Cuando llega al pueblito se aloja en el único hotel y ni siquiera le preguntan el nombre. El sol del sábado invita a un chapuzón en el viejo y transparente río, y hacía allí se dirige. Otra vez el chistido del Gringo y la vieja ceremonia de la cerveza. Ese sábado, la charla y el alcohol entre los dos viejos conocidos se alarga hasta la noche. Ya nadie queda en la playita y los grillos se apoderan del ambiente. Abel se levanta al amanecer y se afeita, mirando su propio rostro a través del espejo rectangular del baño del hotelucho. Paga la cuenta y rechaza el café de cortesía porque tiene cierto apuro. Simula una llamada entrante frente al conserje para evitar preguntas y se monta en el be eme. El velocímetro marca ciento cincuenta y después de una hora entra a otro pueblito por donde pasa el mismo río, pero aguas abajo. El auto se detiene junto a una pequeña barranca y la puerta queda abierta: no hacen falta las alarmas. Abel se sienta a ver la correntada y a los camalotes que, arrastrados, giran sobre sí mismos. Ríe cuando ve a un monito subido a un tronco en plena deriva. Es así durante horas, el mismo paisaje, el caudal que se lleva todo, los recuerdos de la infancia, Papá sentado en pantalón corto, el vendedor y su extraño sentido del humor. El sol se esconde en una provincia vecina. “Allá viene”, se dice Abel a sí mismo. Un cuerpo en cruz da vueltas en círculo conducido por las aguas. El Gringo mira fijo al cielo después de haberse hundido y vuelto a flote, y eso se nota. Abel alcanza a divisar dos marcas en su cuello, una vieja y otra, no tanto. Y el Gringo va sin saberlo adonde los ríos se juntan con el mar. Lo último que alcanza a ver Abel es a un martín pescador que desde una rama se lanza hacia ese cuerpo que rechaza y que vuelve a tomar vuelo para posarse en su rama. Abel enciende el auto y vuelve a correr prometiéndose a sí mismo no volver a posar sus pies en aguas dulces.

viernes, 21 de agosto de 2015

TIZIANO

Tiziano tiene tres años y ve pasar los autos a toda velocidad por la autopista, más allá de la alambrada. Todos los días en los que no va al merendero sale de su casita de madera y chapas con su remera oscura y pone los deditos entre los tejidos del cerco. Así se entretiene horas y horas. En la foto difundida a los medios se lo ve así, pantalón corto y la remerita oscura que heredó de algún hermano mayor, o del vecino ese que todas las tardes se trepa a las montañas de basura de José León Suárez. En los días claros, al niño le llegan los sonidos de los ladridos de los perros desde el distrito vecino. Y cuando mira hacia el cielo en los días que le toca el comedor, sabe que una silueta blanca surca el cielo dejando detrás un chorro de humo blanco. En verano, Tiziano mira las camionetas y los coches cargados de gentes y de equipajes que van en dirección al sur. El nene no pregunta, corre por la tierra del pasillo y crece en altura hasta ver que entre los alambres de su límite y aquel asfalto corre un ancho hilo de agua. A veces, una máquina amarilla clava sus garras en esa zanja y saca yuyos y animales muertos. El nene lo imita con la mano y hace un charquito en la tierra. Remueve el barro y run, run, run. Cada tanto, Tiziano ve llegar camionetas blancas y desde ellas emerge algún señor de traje. Atrás, una comparsa de personas sonriendo regala cosas… su mami estira la mano para conseguir lo que sea. Cada dos años, una chatita con parlantes dice cosas que él no alcanza a comprender. Pasa el tiempo, pasa para todos, los hermanitos ya son grandotes y vienen de vez en cuando. Papá se fue y no volvió, mamá ocupa el día dándole al pedal de la máquina de coser. Tiziano ya tiene dieciocho, y el rumbo del punto negro que traza el cielo ya no es uno, sino decenas. Trepa al colectivo 555 de madrugada y muchos como él lo toman en dirección a la estación de trenes para ver qué obtienen. Las tardes son iguales, las casas ya no son de chapa y van hacia arriba como rascacielos. A Tiziano le gusta una chica del barrio, pero nada más. La máquina amarilla viene de vez en cuando y colgados de unos postes afloran cámaras que vigilan el perímetro. Un día juega al Loto y alcanza a recuperar lo invertido en dos meses de apuestas. Alrededor, muchos nenes a los que les cuelgan los mocos le hacen acordar a él. Tiziano participa de una manifestación y recibe un bastonazo. Comprende a los golpes, que los pobres le vienen bien a los que no son pobres pero que irritan e incomodan cuando exigen un poquito por sus derechos. Tiziano deja el cochecito y camina cincuenta metros hasta que encuentra un hueco entre los alambres. Por ahí se cuela. El agua del arroyo de las máquinas corre rápido y un policía toma mate en la patrulla caminera. El nene se agacha y ve su cara en las aguas. Levanta la vista y observa los coches de siempre, los aviones de siempre, las sonrisas de los carteles siempre, pero lejos de su realidad. Ve su futuro en el 555, que todavía existe en el año 2031. Sube la cuesta y divisa la quema y lo de siempre, lo de siempre, lo de siempre. Y vuelve a bajarla para sentir el fresco del agua, que no es tan fresca como creía. El agua le cubre la remerita negra y le trae recuerdos de cuando aún no nacía. Por la tarde, su cara sale en todos los canales como un perdido más y al día siguiente, su desconocida historia provoca la verborragia de los movileros. Y todo sigue igual, y seguirá igual, como siempre.

LE INDICO COMO LLEGAR

Hay que caminar dos cuadras por al avenida y doblar por la calle empedrada, la que tiene viejas vías de acero. De ahí, hágase una cuadra y media, no me acurdo la dirección, y cuando encuentre una vieja puerta de madera y sobre ella, labrada en el cemento la inscripción 1910, entre sin llamar y recorra el pasillo. Para no paracer muy maleducado, haga palmas a ver si alguien lo escucha. Si ve salir a alguna ama de casa de las cocinitas y le dice que pase, camine derecho bordeando la pared y las plantas hasta que se choque con una parecita que corresponde a la de una de esas cocinitas que le decía. Va a toparse con un patio sobrenivel cubierto con una enorme parra y al fondo, un bañito con una canilla afuera, sobre el piletón. Cuidado con las baldosas, hay algunas flojas. Va a ver sobre su izquierda otras tres piecitas cerradas con candado de las cuales conozco sólo una. Mire con cuidado al caminar, ya que podría tropezarse con alguno de los chicos del vecindario que juegan apoyados en el piso y están por todas partes. La gente en ese lugar es pacífica, no tema. Hable nomás. Le van a preguntar solamente por qué razón busca usted a quien busca, ya que no vive en ese lugar. Pero pregunte nomás que no pasa nada. Si percibe un olor fuerte a tomates, es seguro que viene de la tercera y última cocinita. Tome un banquito de los que andan sueltos y siéntese a esperar a que el alguien llegue. Generalmente, le aconsejo, llega por las tardes. Lo va a reconocer por la ropa y por su cabellera. Usa pantalones grises, camisa y un chaleco. Viene con las llaves en la mano para abrir su cuartito, multiplica las eses para hablar cuansdo saluda y tiene el pelo platinado de tan blanco. Levántese y dígale a qué fue y por qué caminó hasta quedarse sentado sin que nadie le pregunte y reclámele al canoso ese lo que le debe. Es posible que tenga éxito, después de mucho insistir o de mucho esperarlo. O más fácil aún; es posible que se vaya con lo auyo después de encontrarlo apoyado en el buzón de la esquina. No hay de qué, señor, para eso estamos los vecinos, para ayudarnos. Menos mal que me encontró a mi y no le preguntó al quiosquero de los diarios. Si precisa ir a algún otro lado dentro del barrio, estoy acá. De nada, de nada, no tiene por qué. A sus órdenes.

miércoles, 22 de julio de 2015

ESCRIBIR

Se sienta en el fondo del bar, es domingo por la tarde. El muchacho tiene cara de mal dormido, acomoda el sombrero que lo averguenza en público y comienza a escribir en un cuaderno viejo. Un café pequeño es suficiente para disparar recuerdos e ideas, tan mal no anda. Cuando completa todas las hojas, paga y mira a travès de la ventana. Se pregunta si llevar las páginas a alguna editorial o guardarlo en su baúl indefinidamente. El negocio de los viejos anda bien, la gente del barrio hace cola en busca de precios que los ayuden a llegar a fin de mes. El almacén era del abuelo y ahora, seguramente, será heredado por Sergito cuando los viejos no estén. Tienen casa propia, casa en la costa y están a punto de cambiar el cero kilómetro. Papá corta fiambres a gran velocidad y va encimando fete por feta sobre un papel color gris claro con que las envuelve ponièndole el precio con birome. Por las noches, Sergito asalta el negocio y se roba dos o tres hojas de esas, a espaldas de los viejos. Y sale disparado a su habitación para llenarlos de palabras, oraciones, ideas y cuentos. Sabe que el mostrador no es ni será lo suyo. Mabi está enamorada de un chico dos años mayor que ella. Está a punto de recibirse de bachiller. Tiene tanto para decirle a su enamorado que no sbae cómo. Desconfía de las redes sociales y de esos chats telefónicos gratuitos tan de moda porque cree que las frases pierden fuerza al chocar contra los satélites y las antenas. Una tarde, Mavi dispone de una hoja de carpeta lisa. Comienza por el centro y su texto va dando vueltas como un caracol. A veces, debe achicar las letritas por si no alcanza tan poca hoja para tanto que decirle a su novio. Ya no hay velas ni lamparas de kerosene. Ya no se usan los veladores sobre la mesa de la cocina. Tampoco, las largas horas nocturnas en la biblioteca donde debe haber silencio. El insomio ya no tiene como cura la televisión. Es sólo levantarse, ir hasta el baño y en el trayecto, encender la tecla ON para que la pantalla le devuelva a uno un brillo apagado en la cara y la hoja en blanco. Muchas veces, el método no resulta contra los insomnios. Y ayuda a despertarse aún más. Hasta para eso es bueno ponerse a escribir.

ONDAS DE RADIO

El sonido agudo llega por aire y no se puede percibir con claridad. Albertito vive en el campo, sabe que está aislado de todo pero sus ojos muestran entusiasmo. A la hora de la siesta y mientras todos duermen, se sube al molino de viento arrastrando un alambre que se robó del establo. La radio anda a baterías que a su vez es cargada por el molino al que ahora está trepado. Una vez allá arriba, orienta la punta de la improvisada antenita hacia donde cree que se ubica la gran ciudad. Albertito baja sin hacer ruidos y justo, al viento se le da por mover las aspas a toda velocidad. Y la radio anda, y esos chiflidos que dificultaban la llegada de voces y canciones dan lugar a lo que el chico escucha con ensoñación. “Transmite Radio El Mundo, desde sus estudios de la calle Maipú 555 en la ciudad de Buenos Aires”. Albertito se siente Alberto, no debe estar muy lejos el gentío, piensa, y tras el descubrimiento, su cabeza busca el siguiente objetivo. Se trata del humo negro que a lo lejos corre de oeste a este, y un sonido lejano de fierros y motores. Falta poco, se dice, y palpa sus bolsillos donde una carterita de cuero contiene su pasaporte al progreso. Dieciocho años y la vida por delante. Mamá y la abuela balbucean en la estación mientras Alberto agita sus manos y sus ilusiones por la ventanilla. En la gran ciudad hay miles de millones de antenas y miles de millones de casas altas que las sostienen. Una vieja bandeja de 1916 es mal vendida en una casa de empeños, pero el dinero bien vale para un mes de pensión y la pequeña radio a transistores, de esas que usan los viejos en las canchas. Los sábados y los domingos, mientras hace guardia en la obra en construcción sube por las escaleras desnudas y mira desde las alturas. Ya no vale la pena experimentar con fierritos apuntándole a las ciudades. Ahora está todo ahí nomás, a mano. ¿Cómo puede hacer para meterse dentro de las transmisoras? ¿Habrá muchos cables y gentes? ¿Es cierto que las válvulas son grandes como ollas? El tiempo pasa y los deseos se concretan. Alberto está sentado en una sala que tiene como panorama un vidrio y a través, se ve una mesa con micrófonos. De sus manos depende que las voces y las canciones viajen por el aire y montadas al viento. Desplaza una techa marrón y piensa en los chicos que estarán trepados a los molinos, lejos en el campo.

lunes, 20 de julio de 2015

DIVINA COMEDIA

La crema de vainilla, las tardes de verano, la música que no molesta, la frazada doble en las noches de invierno, la pizza de los sábados, el día del niño, los primeros besos en la boca, aprender a soltar suavemente el embrague, ver salir a un pequeño ser humano se otro ser humano, sentir el viento en la cara en la ruta y en las alturas, la satisfacción del trabajo bien hecho, sentarse a escribir, el amor con respeto, mi ciudad y otras ciudades parecidas, el tipo que te da una mano, el escritor aquel con el que vale la pena sentarse a charlar, el café fuerte y tantas otras cosas. La amenaza, la mano tendida a cambio de algo, la mano que acaricia la cabeza de un chico que será mano de obra, un pariente que no te cierra, una novia pendiente de su familia todo el tiempo, ese coche que no te convencía pero que compraste, la nube al que debe temerse pero que finalmente se aleja, la sensación de que esa reunión no va a repetirse, la conveniencia, la película que compré y que no me dejó nada. El cuero marrón que se va soltando presilla por presilla y va a caer sobre mí, esa tos que nunca para, la mirada para el otro lado del que no se mete, aquellos jóvenes que pensaban igual a uno y que defraudaron, aquellos que se defraudaron, las crisis económicas recurrentes, el terror a… como forma de vida. Seis líneas para el paraíso, cinco para el purgatorio, tres y poco para el infierno. Un balance nada malo.

domingo, 5 de julio de 2015

martes, 16 de junio de 2015

ÀNIMO

Paco anda errante en sus pensamientos, triste sin saber por qué. No es nuevo ese sentimiento, lleva ya unos días. Y no puede decir que esté olvidando el tema, poniéndolo en cualquier tacho, tirándolo para adelante. Lo conversó en análisis, lo dio a entender entre sus amigos nuevos, porque ya no quedan las viejas juntas. Quizás por ahí pase la cosa… Paco prende la tele y ve a ese monigote vestido de gala, vestido de periodista. Su mente se transporta hacia el pasado, a aquellos años donde todos eran más o menos iguales, o más o menos pensaban lo mismo. Igual, pensó mientras bajaba las escaleras del subte… no es que el pasado sea mejor. El tren corre a toda velocidad por debajo de la tierra, las curvas son violentas, eso no cambió. Paco se las agarra de cualquier cosa para manifestar su malestar. Trata de diseccionar el drama. Envía mails a sus allegados para ver si cómo él, se despiertan del sopor. Pero ellos no despiertan; imposible que revean sus errores o que salgan de su comodidad. Rápidamente, el objetivo de Paco cambia de punto cardinal. Desde la mesa de un bar de la Plaza de Mayo mira la pirámide y los recuerdos vienen solos. Los gases lacrimógenos cruzan el aire. El señor aquel de bigotes llama a las masas desde del balcón. La gente se da la mano, igualada en la ideología, en lo que quiere para el país, en la ropa raída. Pasó demasiado tiempo y llegaron otros presidentes a quienes echarles toda la culpa de todas las desgracias y todos los cambios. Algunos de aquellos que manifestaban en la plaza la vieron de lejos y saltaron del vagón. Ahora opinan diferente. Paco ve la tele y se da cuenta que el otrora rasposo lleno de buenas intenciones que ahora lustra el piso del canal con su ropa sigue estando del lado de enfrente. Y para su salud mental, repara en que también, el que sigue esgrimiendo aquellas ideas de la plaza amparado en dobles morales es también parte del problema. Buena parte del problema. Paco comienza a sacarse la pesada carga de malestar, esa misma que podría llevarlo a un ataque de nervios o una dolencia en el cuerpo. Y recuerda aquella historia de ese prócer que murió joven, víctima del estrés que le provocó una desilusión. La piedra de Paco es la desilusión. Su tristeza y angustia es ni más ni menos que el sentimiento de desilusión. Deberá borrar caras de su archivo mental para poder seguir adelante.

LET´S DANCE

El chiquito escuchaba la radio de madera a válvulas que estaba sobre la heladera. Ocurría los sábados por la tarde mientras la mamá planchaba y el papá no estaba. Del parlante salían bossasnovas, algún tango y música caribeña de esas que son para los novios. Ya más grandecito, el tango de salón invadió sus oídos y lo aceptó sin chistar. También y por elección de otros, conoció músicas y canciones melosas con organitos evanescentes de fondo; era lo que danzaba la gente de baja cultura, según decían. Del folklore nacional ni hablar, no lo soportaba y aún le crea alguna resistencia. Es que la música popular cuando habla de las bondades de la tierra entonadas por músicos que saben que no es así, da un poco de cosa. El chamamé se imponía en esa casa de litoraleños. Cuando recitaban esos gauchos de cuchillo a la cintura era como si estuvieran en el pasillo imponiendo autoridad. Muy pronto, en casa apareció un tocadiscos y unos long plays de los Beatles que quedaron gastados de tanto girar. Era eso en casa, y al pasar por las disquerías, la música disco mandaba al aire trompetas y bajos, y se bailaba puertas adentro para después defenestrarla en público. Ya en la adolescencia, la mezcla de sonido de aquí y de allá le dejaron en la cabeza una mezcla muy difícil de discernir, pero pronto comenzó a llegar la claridad. Comenzaban los ochentas y la new wave sumada al reggae y al rock sinfónico en caída formatearon una de sus fases cerebrales. Lo que vino después fue confuso. Boliches para levantar chicas, bailongos de toda música para conocer chicas. -¿Cómo escuchás esa cosa? Le preguntó un amigo mientras pintaba una pared del patio y María Callas cantaba en medio del calor de la tarde. -Bueno, si no te gusta pongo a Stevie Wonder. Y la tarde transcurrió. Terminó el disco de soul y entrada la noche volvió la ópera.

sábado, 16 de mayo de 2015

LACRAS

El hombre se detiene en el pasillo, frente a un retrato. Levanta la cabeza y busca a través de sus anteojos los detalles nunca antes vistos. No hay nada más para ver; todo ya ha sido contado. No hay nada más para decir. Ni justificaciones que tranquilicen la conciencia. Es su padre, vestido de uniforme azul, que desde altura del cuadro y más allá de la muerte parece regir destinos, conciencias y valores. En sus mangas pueden verse las rayas de sus jinetas, varias horizontales y la última describiendo un rulo que se cierra sobre sí mismo. “No quedaba otra, hijo querido”, le dijo alguna vez mientras caminaban sobre la base, al pie de un avión de guerra. El hombre que mira desde el rectángulo de madera de la pared fue alguna vez un niño con ambiciones de defender el suelo patrio. Disparó pensando en el enemigo, canto el himno henchido de orgullo, juró defender a la patria y se abrazo en la argentinidad con sus compatriotas. Aprendió los fundamentos del vuelo, las mecánicas de los alerones y los caprichos de la física a los diez mil metros de altura. Supo con el tiempo y con sus oídos calibrar la potencia exacta de las hélices que le dieron impulso. El día que nació su hijo fue ascendido a capitán. Durante aquella jornada gris de junio se supo preparado. Años de odio estaban a punto de estallar hasta la irracionalidad. Dudo un segundo en levantarse pero lo hizo cuando el rostro de sus antepasados marinos lo interpelaron. Sintió la ropa ajustada cuando aceleró y tiró el mando hacia atrás. Allá abajo, esas personitas y esos autitos negros, esos trolebuses grises no eran de mentira. Maniobró la palanca dos veces y oprimió el botón de la balacera otras tantas. Después ascendió u tras el parabrisas vio la costa del país de enfrente. Todo estaba justificado. Su superior no dejó que viera las fotos de los diarios. En 1973, ya retirado, se ofreció a empuñar la misma palanca aquella en cuanto se lo solicitaran. No se dio el gusto, su enemigo murió antes. Después, le tocaría a él pero sin gloria. Ahora mira a todos desde el cuadro. Sus ojos que ya no son, son en realidad de óleo. Lo físico se desparramó en el tiempo, se convirtió en cenizas. Ahora, su hijo, aquel chiquito que lo admiraba, lleva a cuestas la obra difusa de su padre. Y para no cargarla él solo, va a descargarla en su descendencia. Para que el odio continúe.

lunes, 4 de mayo de 2015

BONZI

Por esa calle de asfalto blanco, antes de tierra, caminaba un viejo con una vaca a pintas. Las señoras salían de sus casas con una botella y el hombre ordeñaba ahí mismo. Vi esa escena de niño, a principios de los años setentas. Hubo un trazado de vías diseñado por ingenieros que imaginaron pasajeros, mercancías y ganancias. Y ese espacio entre fierros se llenó de casitas bajas, levantadas en cuadrículas perfectas. Dicen que las tierras fueron donadas por un conde italiano llamado Aldo. Después, vino la estación a dos aguas, las placitas, los inmigrantes peninsulares. Al fondo, contra La Tablada, subsistieron andurriales donde los coches se encajaban. También ese barrial perduró todo lo que pudo. Esa pueblito especie de jardín aislado de los ruidos de la autopista y los bocinazos de las locomotoras se resiste a elevarse hacia las alturas. Fuera de su perímetro, otros barrios apostaron a colocar familias piso sobre piso. La esquina era abierta y hacía entrever mi vieja casa ahí nomás a cincuenta metros. Papá acostumbraba a sentarse en el piso de la vereda. Ocasionalmente, mamá se veía atrás de él con el delantal de la cocina puesto. El tiempo pasó y veredas y pasillos se fueron poblando de nenitas, de otros perros con collar, de modelos de coches distintos y plateados. El centro estalló en negocios porque alguien pensó que no haría falta disparar hacia San Justo por un buen pantalón. “Mamá, venite a la Capital, dejate de jorobar”, es un ruego estéril. Las plantas, la pareja de horneros, el sonido de la Diesel a la distancia en esas madrugadas donde el aire pesa, los avioncitos, las peleas de gatos, el grillerío, las hojas del alto árbol que se mueven y hacen escándalo con el viento. La gran Capital, tan lejos y tan cerquita. La gente de siempre y las comadres. No habrá manera de sacar a la vieja de ese paraje.

CUESTA

Costó tener revolear la primera pierna fuera de la cama. Afuera estafa frío, pero eso no lo era todo. Me esperaba el flash informativo, aquel que debo ingerir para no vivir por fuera de la realidad, ese que me cuenta lo mal que anda todo, sea cual fuere el canal que lo propague. El gato está enroscado en sí mismo, lejos de los humanos. El panorama no es digerible; los precios seguirán subiendo… aquellas leyes que le llegan a uno y no al otro, los personajes que debaten en la pantalla sin tener idea de qué hacer una vez que lleguen. Una chica invita desde una playa dorada. Otro hombre, enfundado en varios abrigos pero feliz, saluda desde lejos con un puente de fondo. Ni siquiera puedo llegar hasta allí, preso en éste sistema de zanahorias que van por delante de uno. Hace frío, tanto que ni la cafetera calienta al agua. Quiero ronronear como el gato y quedarme, hace tanto tiempo que eso no me pasaba. Es como si una pesa colmada de preocupaciones no dejara arrancar es motor insignificante que tenemos en el pecho. Tomo aire y me apresto a salir a la calle donde circula gente y chicos con menos ropa encima que yo. Esquivo aquel carrito desvencijado de tracción a sangre. En las noticias, tres chicos que jugaban no sé qué tipo de competencia terminaron mal. Quisiera hablar ya mismo con alguien, pero están todos corriendo detrás de lo mismo que todos. Agarro un anotador y repaso la lista de mis allegados; nadie con quien contar. Dudo que soporten mis ataques de realismo anticipado. Al menos cobré el sueldo, lo que me va a permitir pagar cada semana para que alguien preste sus orejas.

miércoles, 29 de abril de 2015

VINARDOS Y ESPUMANTES

La recuerdo, era un furgón Chevrolet pintado de verde furioso con un portaequipajes donde se bamboleaban las damajuanas. Los vecinos hombres, y alguna ama de casa, salían presurosos de los zaguanes con el envase vacío y hacían detener al móvil. La transacción se hacía en la calle y a la vista de todos. Todos tomaban vino y soda durante la comida, hasta los chicos. Me preguntaba cuál era la razón para que las cuadrillas de albañiles trajeran un costillar al aire y tubos envueltos en papel de diarios. Con el tiempo, alguien del gremio me explicó que en las obras no estaba permitido tomar alcohol, y que los obreros disimulaban el líquido en envases de gaseosas. Cuando uno de ellos perdía pie en un andamio y se mataba contra el piso los vecinos decían que era por culpa del alcohol. Papá tomaba un vaso, a lo sumo dos, durante los almuerzos. Después, se dormía una siesta y volvía al trabajo. Con el tiempo, extendió el hábito del trago a la cena y sólo se desbandaba en algún ocasional asado con amigo. Lejos de refinarse, incrementó su cuota etílica que cada vez era más ordinaria. La ecuación no daba: necesitaba tomar más con el mismo dinero. El resultado era un vino cada vez peor y peor, y peor. El gusto chispeante del vino con mucha soda me sigue transportando a la infancia. Los médicos entonces, decían que una pizca cada día no hacía nada malo. Es más, a los chicos nerviosos como yo los sedaba un poco. Muchos años más tarde, mejor dicho décadas, volví a esa mezcla mágica en una fonda de mi viejo barrio y siempre que puedo, mis ojos se posan en el empedrado y la vía en desuso por donde pasa un auto haciendo equilibrio. Bouquet, maridaje, Malbec, cepa, nota, tinte, almendra, chocolate, dejo. Son términos que antes no le llegaban a la gente. La mujer que está sentada a mi lado se ríe de la pose de los que creen saber catar un vino. Mirá, mirá, me dice. “Es al revés como se hace” Y el tipo de la mesa de enfrente cree ser un experto. La mujer del tipo, encantada, cosecha otra de las virtudes de ese hombre que con el tiempo sólo se transformarán en defectos. Es todo mentira, vocifera mi vecino mendocino. Acá llega mucha porquería. Pagamos ochenta lo que cuesta treinta. Las dos parejitas comparten el especio común de la terraza del edificio de Palermo. Hay tablas transversales en el piso, cañas paradas de puro adorno sin sentido, platos minúsculos sacados de vaya a saber qué recetario, música chillout y camisitas claras. Es noche de luna y la ciudad se ve de fondo. Uno de los dos muchachos, para impresionar, destapa un champagne con un seco ruido de descorche. Justamente es cómo no se lo debe destapar. Vuela la espuma y el todo esa artificio.

lunes, 20 de abril de 2015

ELLA

La foto de mi señora y los chicos en el porta retrato de del escritorio. Detrás de ellos se va el pelaje de uno de los collies. Parece mentira, tanto esfuerzo pero llegamos, al fin. Diez años de romperse el lomo, de desconocer horarios, de no poder ir siquiera a Mar Chiquita de vacaciones. Pero todo llega, al menos eso creo. Me visto y saludo a mi secretaria y poco después, un ascensor me lleva hacia el subsuelo a gran velocidad. Chuif chuif, suena la alarma del control remoto de la alarma y los faros del auto hacen brillar a la carrocería. Me siento y la piel del asiento es como si me tragara y absorbiera el cansancio de largas horas de reunión. Tengo otra reunión fuera de la empresa. Eso dije en casa. El centro del volante me devuelve el ligo plateado de la marca alemana y el tablero se enciende como en el de un avión jet. Avanzó, levanto la mano al vigilador y salgo derrapando por Callao rumbo al bajo. ¡Cuántos cascajos rodando por las calles a los que debo esquivar! Suena el teléfono y veo el ID de reojo. Llaman desde casa, sí, todo bien, voy a apurarme, estoy muy cansado, quizás mañana pueda quedarme un rato más en la cama. Chau. Máxima 60, cuidado con las cámaras y los loquitos. Por fin, allá adelante se ven los bosques oscuros como la misma noche, una curva a la izquierda y otra a la derecha como en un laberinto. Empiezo a rodar en segunda y le doy dos circuitos completos a los lagos de Palermo. Parece que allá está, al lado de la rubia con mini negra. Todas miran mi coupé y les sonrío, pero no paro. Mi objetivo es otro. Una nueva vuelta a los lagos y mi desazón aumenta. Ella no está. Justo cuando me voy a dar por vencido y enfilo la trompa para Figueroa Alcorta la alcanzo a divisar. Pantalón dorado brillante, topcito al tono. Mi cara se transforma. ¡Holaaaaaaaaaaaaaaa, primor! ¡Subí! ¡Pensé que no te iba a encontrar! ¿Vamos? Le conté de mis cosas y ella, de las suyas. Encendí el auto y le di rumbo al lugar de siempre. Miré de costado su boca y respiré aliviado. Cuando nos aislamos terminamos sacándonos la ropa y quedamos de igual a igual, mirándonos. Salvo por esa operación que hizo aumentar sus tetas, éramos completamente iguales. La peluca quedó a un costado, y también los prejuicios. Volví a casa a eso de las 12. El aire fresco de la autopista entró por completo a mis pulmones y el velocímetro marcaba 160.

martes, 14 de abril de 2015

LIBERTAD

Vivir encerrados o en la penumbra pesa y al final, uno se acostumbra a eso por el hecho de seguir respirando. Pero no hay cerrazones que duren indefinidamente y una vez en libertad, ya no se quiere volver allí. Ser libre no es como lo muestran las propagandas de la televisión. Elegir tal o cual marca de auto, o escaparse al Caribe no debería ser vendido como libertad. La libertad es otra cosa, o muchas. Pasa por la cabeza, por pequeños actos, y al lograr salir de la prisión que fuera se la siente y se la respira. “Esa revista no entra a esta casa”, “No pronuncies aquel apellido”, “No nos hagas quedar mal”, “Cuidado, que nos están observando”, “¿No tenés miedo que te hagan algo?”, “¿Por qué no aflojas un poco?” Las frases se van adentrando y parece que no hay otra manera de salir de casa y afrontar la calle. Mirar hacia todos las esquinas para no ser visto. Sumergirse en la gran pasión nacional como uno más de la tribuna para pasar desapercibido. Gritar como un desaforado en la cancha, que es el único lugar donde podías hacerlo. Otro camino, bien distinto, es arriesgarse aunque sea un poco. -Ya lo sé. No hay libertad total, pero es cuestión de tiempo. Me dijo un amigo una noche del ochenta y cuatro dentro de un auto. Era madrugada y ninguno de los dos tenía plena conciencia del momento por el que estábamos pasando. Recorrimos cientos de barrios y tantos suburbios y nadie nos paró. Nadie pidió nuestros documentos. Pequeños ramalazos de libertad. El beso con aquella chica en la plaza al mediodía, que después fue miles de besos. Un hombre con un megáfono vociferando en una esquina. La inmensa fortuna de discar el teléfono y decir al aire lo que nos antojara. Hacer la cola para ver aquello que durante años se nos negó. Y un pic nic de libertad todos los fines de semana, aunque no al aire libre. Prender la tele cerca de la medianoche para tirarse de cabeza a la pileta del buen gusto y de la libertad con mayúsculas. Haga frío o calor dentro de la habitación, y mover la pata con impaciencia a la espera de aquel regalo semanal que nos premiaba por haber aguantado tanto. Quizás los que estaban del otro lado del vidrio, esos tipos que se metían por la antena de la azotea, no sabían en qué dimensión estaban. O en que dimensión los pusimos. Ellos nos dieron libertad. Es hora de que alguien se lo diga.

jueves, 9 de abril de 2015

SERÁS NOTICIA

Será el producto de la inspiración o de la necesidad. Tu sólo nombre despertará entusiasmo y algunos rechazos. Crearás ilusiones, y por tus salones y pasillos recorrerá la mística de los primeros tiempos. Tu salida a la calle será un éxito, y jefes y empleados brindarán y se jurarán amor eterno. Moverás a la opinión pública y tus artículos harán tambalear a más de un poderoso. Alcanzarás tu pico máximo de ventas a los pocos meses de ser parida. Esa cifra jamás volverá a repetirse. Tus periodistas jóvenes competirán frenéticamente por un ascenso, y comenzarán los primeros codazos. Tus periodistas veteranos, conociendo como es que funcionan las cosas, los verán hacer. Habrá desobediencias, abandonos, premios equivalentes a viajes, estrellatos fugaces, talentos y promesas. La economía del país, en una vez más de las miles de la miles de ocasiones en que eso ocurre, pondrá en jaque a todos, incluso a la revista. Aparecerán uno o más competencias. También verás alejamientos incomprensibles, bajas en las ventas, torniquetes de los auspiciantes, gente que aguante. Serás histórica fuera y dentro de tus escritorios. Te aguantarás con algo de inteligencia, y durarán mucho tiempo. La desidia y la abulia, muchas veces, será quien te haga perder la vertical. Serás pasada por encima por otras formas de comunicación pero aún así, soportarás tiempos adversos. Algún día quizás, desaparecerás y nadie se dará por enterado. Serás objeto de consulta en los anaqueles de la gran biblioteca. También algún día, alguien reparará en tus tesoros escondidos, e impulsado por la inspiración o la necesidad correrá a imitarte. Y todo comenzará nuevamente.

martes, 7 de abril de 2015

EL DESTINO

El destino no me señaló otro camino. Debía serlo, salvo que la muerte temprana me pusiera fuera del camino. Nada interesaba, ni aquella niñez de privilegios, ni los buques en altamar, ni el regreso a las seguras costas de mi patria. Quizás haya estado arreglado de antemano, pero ni decisión rumbeaba para otros lados. Las lanzas revolucionarias me llamaban la atención más que el negocio de mi padre. Lingotes y quintales de mercadería en tierra nada hacían por conmoverme. Entonces me enrolé en la causa, a escondidas de mi padre y lejos de la vergüenza materna. Los años pasaron inmersos en esa vida doble, de apariencias, de amores nunca permitidos a los de mi clase. De negocios blancos pero oscuros. De batallas negras pero vistas como heroicas. Pasan los años y no se le puede escapar al destino. Cuando todo parece perdido llega el coletazo de la suerte, buena o mala. Un día me encuentro casi sin querer con los honores más altos en mi pecho y la pluma mayor en mi mano derecha. Y debo firmar. ¿No era eso acaso lo que deseaba? Una corte de edecanes poco confiables me rodea, pero dependen de mí aprobación. ¿Hasta dónde se extenderá el mapa de mi patria? Hasta ahí gobierno ahora. Más adelante, ¿Quién dice? Muevo tropas para acallar focos por el este y abro ríos con mi sola voluntad para esos barcos que tan bien conozco. El primer año de gobierno es pura confianza. Es como las nubes que vienen de las pampas, y las empujadas desde el ancho río. Se van poniendo negras para llovernos justo encima de nuestros sombreros. Las gotas hacen burbujas en el piso, señal de que mucho va a llover en los días sucesivos. Son como pequeñas plagas que inundan. Son como esas tropas de mirar desconfiado, o como mis viejos compañeros de lucha a los que desconozco por la forma que tienen de hablarme. Las cosas no son como antes, y no lo serán. Aprietan las deudas y el dinero como la guerra se va escapando de mí. Ahora, mis ciudadanos gritan en la plaza y los caballos de tiro que me llevan a casa corcovean y se retoban. La suerte está jugada, es así como funciona. En menos que canta un gallo estaré afuera de todo y deberé elegir entre alejarme a criar vacas o el extranjero. Como lo vi de pequeño lo sigo viendo. Maldita profecía mía. Seré echado, muerto, repatriado, enterrado con honores y olvidado. Alguien se acordará de mí y llevará a mi nombre a la posteridad. Mi apellido va a adornar los carteles de las esquinas hasta mucho más allá de los tiempos y el paisaje conocido. Muchos me tirarán la historia en contra y otros, según como quiera mirarse, me dejarán coronas y discursos. Es el destino de todos los hombres que apenas asoman la cabeza por sobre la multitud.

martes, 31 de marzo de 2015

ECONOMÌA

De ambos lados de la cabecera, dos helechos descoloridos. Al medio, y debajo de un haz de luz, el conductor del programa. En dos mesas laterales, dos entendidos en economía. Se miraron con recelo, de lejos, con desconfianza. Uno tenía el pelo prolijo, húmedo, y lucía un traje estilo americano. El otro calzaba una campera en excelente estado y una pipa que no largaba humo. Comenzó el debate. -Uno criticó la política económica del gobierno. -El de enfrente la defendió. El nivel de voz fue subiendo. Uno y otro reconocieron el aumento de hombres sin casas en las calles de la metrópolis. Mientras el contrincante uno bajó la economía a la tierra diciendo que ese mes había comprado menos que en el anterior, el dos exhibía las bondades de un veraneo multitudinario con gente gastando y gastando. Ambos tenían autos modelo 2011. Ambos habían des ahorrado. Pero insistían en mantener una puja que nadie les había pedido. Había que pelear, discutir. Entendieron mal la palabra debate. Pero en el fondo coincidían, salvo que uno de los dos era más remiso a admitir las fallas del sistema. Hablaron de bonos, deudas, compra de activos, producto bruto interno… Al comienzo del tercer y último bloque se pelearon. No sabían que estaban coincidiendo pero igual discutieron a los gritos. Tanto, el que moderador dudó en anular los micrófonos. El entendido Uno, revoleó algunos papeles más allá de la mesa. El dos se rió nerviosamente. El conductor del programa agradeció y citó a sus oyentes para la próxima edición de “Realidad con claridad” Los invitados salieron a la calle y fueron en busca de sus coches. Sólo el empleado de seguridad pudo ver como el Uno ayudaba al Dos a arrancar el auto empujándolo. Después, ambos se fueron a un bar de la avenida Córdoba y bebieron hasta la madrugada. Los dos sabían mucho, los dos habían estudiado afuera y poseían un Master. También los dos contaban con heladeras semi vacías y les administraban la modesta jubilación a sus ancianos padres.

viernes, 27 de marzo de 2015

TEATRO

Salimos contentos de nuestra primera función. Esa madrugada supimos que estábamos para cosas más grandes. Veníamos de comer salteado, todo en pos de poner a punto la obra, de comprar de nuestro bolsillo lo que ciertos productores no querían poner. Fuimos a festejar a una pizzería y hasta pedimos postre. Cada tanto llevaba mis manos a los bolsillos para comprobar que ahora tenían algo de contenido. La gente había aplaudido de pie, eran como trescientos. Con algo de viento en popa, los diarios y las revistas hablarían de nosotros. Lo último que vi entre el colectivo y la puerta de mi departamento fue un patrullero que andaba despacito. Me acosté sin bañarme, excitado. Después, encendí la luz y me puse a contar los billetes. Una semana igual, y podría comer, alquilar y ahorrar plata para producir la futura obra. Tronó el cielo, cayeron las primeras gotas. Me puse a leer un clásico, y siguió tronando. El teléfono sonó a las ocho treinta, era Corina. Ahí me enteré. Me trepé a un taxi y salí hacia el teatro con el corazón batiendo. Cuando llegué estaba el móvil de la tele, un patrullero y muchos curiosos. Una bomba había volado todo el frente y la onda expansiva borró los camarines. El alma se me fue al piso y al rato, un productor de esos de las grandes marquesinas de la calle Corrientes se solidarizó con todos nosotros. Me invitó a tomar un café y tuve la esperanza de que seguiríamos. Nada de eso pasó. ¿Qué ocurrió en éstos últimos treinta años? Todo siguió más o menos igual, pero las bombas son otras. De otro calibre y de un poder expansivo diferente. Las sanciones mutaron. Tengo cincuenta y pico de años y algunos de aquellos compinches quedaron en el camino. Otros abandonaron la profesión. Los más afortunados emigraron o se pasaron al circuito ultra comercial. Yo vivo en el mismo departamento de soltero, y una salita de barrio compartida con un amigo nos conforma y permite vivir. Llego a mi casa a cualquier hora, no importa después de haber comido qué. Me baño, escucho algún que otro trueno pasajero. Ya no hace frío en invierno ni calor en verano. Desde el centro llegan las luces de las marquesinas y los reflectores, hasta los colectivos se ven desde más lejos. Salgo de la ducha y me tiro en la cama. Alguna vez me acompaña alguien. Pero siempre, invariablemente, tengo un libro y un anotador cerca para planear la próxima obra. Así se vive. Creo.

domingo, 15 de marzo de 2015

TOMÈ UN PINCEL

Tomé un pincel, para ver qué pasaba. ¿Qué haría? No sé. Zambullí los pelos en una enorme mancha amarilla que preferí dejar como estaba, brillante de tan amarilla. Tracé una leve curva ascendente de derecha a izquierda y un margen blanco me frenó. La tela se quedó en el mismo lugar durante meses. Cada vez que pasaba por el lugar la veía y prefería esquivarla. Con el correr del tiempo me sentaba en un extremo de la habitación, ponía música y la miraba. En algún lugar de mi cerebro, un pincel iba de un lado a otro y no se decidía. Abrí un cajoncito de madera, escarbé entre los envases de plomo y saqué uno de color rojo. Me manché la mano y apoyé dos dedos en el blanco. Nada definido hasta allí. Me fui de viaje y visité museos sólo por el hecho de sacar alguna idea. Estaba a trece mil kilómetros y pensaba en aquella habitación a la que despacio comencé a despoblar. En el medio quedaba el artefacto con tres patas y la obra indefinida. Despertaba a medianoche, lleno de ideas, creo que producto de mis sueños. Cuando llegaba al escritorio para anotarlas me parecían una pavada y volvía el contador a cero. En una juguetería había pistolas de agua, y me compré dos. Me paré frente al atril, le agregué mucha agua a la pintura azul y disparé con escasa puntería. Quedó una suave línea amarilla y curva, una mancha de rojo leve, y todo el contorno azul. De lejos, parecía estar mirando por la ventanilla de un avión. Olvidé el asunto y comencé a disfrutar de otras cosas. La bicicleta, las plantas, el formón contra la madera, el alcohol. El azul cielo retumbaba en el ambiente llamando la atención. Tomé bastante una noche y me forzó a levantarme de mi cama. Trastabillé y caí. Vi las estrellas y me mantuve asustado. Volví a irme lejos. Me sentí libre. Llegó el momento del volver, ni pensé en aquel trastorno. Subí las valijas en el ascensor, metí la llave en la cerradura y aquel azul me pareció gastado y vencido. Sin quitarme el traje fui al cajoncito y al pincel. Tiré la tela al piso y pensé en pisarla. En cambio, hice trazos circulares, rectos, cruzados, y agarré el más grueso de los pinceles al que embebí de blanco. Entonces, hice una franja que no se detuvo en el borde y siguió y siguió hasta la pared. Y no sé por qué razón, sentí que había terminado con toda esa historia. Volví a tomar mis valijas y me alejé por dos años, libre. Absolutamente libre.

miércoles, 25 de febrero de 2015

MENTIRAS

-¿Y usted, joven, de dónde es? El sesentón compañero de asiento de la combi quería conversación. -De la Capital. -Ahhhh… yo soy de allá y viví en Palermo hasta que me jubilé. Ahora vivo con mi mujer en Villa Cayastalquipén. ¿Conoce? -Del sur, hasta Comodoro Rivadavia nomás… -¡No sabe de qué manera se vive… nada que ver. Con la plata que ahorramos, nos compramos dos vehículos como este y transportamos turistas. La vida es otra, desayunamos con vista a la montaña, no hay tránsito y a lo sumo, trabajamos seis horas. Usted y su esposa deberían conocer aquello… criar sus hijos en ese lugar… disculpe si me meto- Vigésima curva en ascenso y la ciudad de Rio de Janeiro se va haciendo más y más pequeña. Pasamos por delante de un portón a toda velocidad. Dicen que es la casa de Chico Buarque. Es cuando me ofusco y comienzo el ataque. -Ahora que me lo dice, recuerdo el pueblito donde usted vive porque salió en una noticia de la tele. -Seguro que por el escándalo del intendente, no fue nada. El sesentón queda descolocado. En el hombre, algo cambia junto con su inflexión en la voz. Sobrevienen largos minutos de silencio que él mismo quiebra. -Sí… el tipo es un pesado en serio, pero si le caes bien no pasa nada. No hizo falta que lo coimeemos para habilitar nuestro negocio. El líquido del aguijón comienza a hacer efecto. Me hago el boludo… parece mentira que haya tantos aladeltas dando vueltas por el aire. -Es el típico patrón de estancia… mandó a cerrar una radio y nada se hace sin su venia, pero bueno, qué le vamos a hacer. Ya tendremos tiempo para aguantarlo a la vuelta. ¿Tomamos una cervecita en el bar del Cristo Redentor y disfrutamos de la vista? Después de una hora descendemos. “Lindo barcito, pero no es como los de la villa donde vivo”, me dice. Y el descenso hacia la ciudad tiene un gusto amargo. Para él.

jueves, 12 de febrero de 2015

AGUAS DULCES

Hubo un instante en el que la pampa plana quedó atrás, dejando ver un profundo azul. Eso era el mar, inmenso y potente. No daba para festejar, pero valía la pena. Más tarde que nunca. Abel era un pasajero involuntario que estaba por cumplir los diecinueve años y se encontraba en el primer asiento del avión, bien pegado a la ventanilla. Pensó una vez más en lo injusto de su situación y también en las ironías de la vida: se había criado a trescientos kilómetros de la playa y nunca había posado sus pies en ella. Miró hacia atrás y vio decenas de cabezas que quién sabe en qué estarían pensando. Como él, todos futuros soldaditos. ¿Sería el mar algo frío o acaso tibio como aquellas aguas del río de su infancia y adolescencia? El viejo puente de fierro le vino a la memoria, acaso rojo o tal vez oxidado pero aún en pie. El avión inclinó su morro hacia abajo y durante media hora fue descendiendo hasta que las olas se hicieron más grandes. Después, viró fuerte sobre su derecha y una enorme barranca se convirtió en asfalto. El paisaje era tan desolador que no supo si los cerros de piedra eran naturales o hechos por la mano del hombre. Durante dos horas de ruta vio solamente un lago inabarcable y después, el desierto. Su niñez transcurrió entre aguas dulces; las del Río de la Plata y las de un río correntino. Cuando era chiquito, su padre lo cargaba junto a sus hermanitos y unas vecinas en el auto rumbo al balneario de Buenos Aires. Del otro lado no existía orilla. ¿Era eso el mar? Nunca se animó a preguntar por vergüenza. En el Litoral en cambio, pegado al puente de hierro forjado por los ingleses, la orilla estaba ahí nomás, con sólo estirar el brazo. De las ramas que sobresalían, unas aves rápidas se tiraban en picada al agua y volvían a levantar vuelo con algún pescado en su pico. Así pasaban las tardes, entre el chapoteo y los gritos, el ruido de la correntada pegándole a las columnas de hierro, un chamamé instrumental saliendo del parlante del barcito. Hileras de gentes tomando mate, embarazadas acaloradas comiendo sandías para que amaine el sopor. La primera vez que Abel lo tocó, el mar estaba helado. Fue al año siguiente de haberlo conocido desde el aire y se sintió más o menos conforme. Ya no había un alma en esa playa fuera de temporada donde fue a parar unos días con amigos. Le impresionó la sal y se preguntó si no sería más que terrorífico morir ahogado con ese gusto a anchoas en la boca. A lo lejos, un pescador de medio mundo y muerto de frío sacaba carradas de pececitos para el almuerzo. En esa playa desolada escuchó por primera vez historias de ahogados de varios días que habían llegado a las costas en los años de plomo. Santa Teresita y Las Toninas eran una línea de arena infinita y casas bajas. En un restaurante vio un almanaque y sobre el recorte del mes de marzo y sus días, una foto de una Punta del Este donde tampoco había un alma. Ninguna similitud con la playita de ese pueblo correntino, siempre tan lleno de sol y de música. ¿Vos sos porteñito? Le preguntó el dueño encargado mozo administrador de ese chiringuito correntino. “Sí”, fue la contestación orgullosa de Abelito, el nene de ocho años. Todos los veranos pasaba lo mismo: era quince o treinta días de una rutina dulce a veces quebrada por las burlas a su manera de hablar. ¿Cómo podía ese niño pronunciar las erres y las yes? Todos los años la misma historia. Los calores infernales de la ruta, la balsa para cruzar el Paraná, la casa de los abuelos, las siestas en el río. Cuando se distraía, el niño ahora hombrecito miraba hacia el bolichongo de los sánguches, las bebidas y el agua caliente para el mate y detrás del mostrador, ese tipo burlón, mal hablado y hasta simpático al que le decían Gringo. Pensó decírselo a su padre, que tenía tan mal genio, pero por alguna razón le perdonó la vida al bruto. Una tarde que volvía con un palito de agua derritiéndose entre sus manitos sintió furia. Y fue directo a contárselo a su papá, que estaba sentado en la arena tomando un refresco. A último momento, el nene imaginó el cuello del Gringo entre dos manos asesinas y algo lo frenó. Después del helado tomó carrera y se tiró al río para nadar hasta el próximo banco de arena. Hubo una época en que el niño y el vendedor se hicieron compinches. Quizás ambos le habían encontrado la vuelta a esos encuentros. O es posible que el burlón haya reparado en los músculos nerviosos del ya no tan nene que estaba creciendo. ¿Le tendría miedo? Una tarde, el Gringo observó desde su sucucho al jovencito que ahora le hablaba a una chica del lugar. Las cabecitas de ambos se juntaban y buscaban dónde esconderse de las miradas y del chusmerío. Más tarde los vio salir despeinados y haciéndose los desentendidos. Cada uno tomó su rumbo y al día siguiente volvieron a los mismos movimientos. El vendedor se sentía molesto. “Yo acá cagándome de calor y el pendejo este que se viene a llevar a una de las nuestras”, se dijo, y pensó en volver a divertirse a costa de Abel, como antes. El soldadito Abel tiritaba recordando con tristeza aquellas tardes de calor. Hace rato que no tocaba a una mujer y pensaba en la correntina, dulce y tan buena chica. De nada servía ser más grande y más fuerte, pensó, y se encaminó a la cantina. Tal vez si el encargado no resultaba un alcahuete, hasta podría venderle una ginebra para darse temperatura. Detrás de la registradora, otra vez un almanaque. Siempre hay paisajes alpinos o gatitos de a tres en esos impersonales cuenta días. El que está colgado dejaba ver un mar con morros de fondo. Acapulco, Brasil, la Costa Azul, daba lo mismo. Abel se sintió lejos de su casa, lejos del río, lejos de todo. Como si la estadía en ese lugar horrible no fuera a acabarse nunca. Se prometió conocer el mar, sea donde fuere y aunque tuviera que llegar caminando. Antes de dormirse en el puesto de guardia pensó en el burlón del río. De haber aparecido en ese momento y sin avisar, podría haberle pegado un tiro, sólo por divertirse. El tiempo pasó y llegó la libertad. Y a las promesas hechas en soledad había que cumplirlas. El pelo empezó a crecer y Abel no supo qué hacer con tanto horizonte despejado. Pasaría unos días de joda en Buenos Aires con sus amigos y después, quién sabe, podría renunciar a ese trabajo donde le guardaron el puesto y los mandaría a todos al carajo. Juventud era lo que sobraba y por delante esperaban kilómetros de mar. La propuesta de su padre fue difícil de eludir; unos días en el pueblito correntino no vendrían nada mal. Surubí a la parrilla, la camioneta del tío, la joven que seguramente lo estaría esperando. Y el río al que en las tardes sofocantes bajaría para pasar el tiempo y hacer planes a ojos cerrados. No pasó una hora en la arena hasta que escuchó un chiflido corto y penetrante. El hombre sonreía detrás del mostrador. Estaba un poco más gordo y de los costados de su cabeza asomaban pelos blancos. Caminar hasta el barcito no llevaba más de veinticinco metros. “No hay que ser maleducado”, se dijo para sí mismo Abel, y ensayó una sonrisa antes de extenderle la mano. El Gringo también sonrió y preguntó vaguedades, como si le interesara la vida del joven. “No me vas a decir que estuviste en la guerra”, soltó, y le pegó una palmada al porteño. Quería ser simpático y amable pero no le salía. Fueron años de chistes tontos, burlas, chanzas, gastadas, y ahora se preguntaba si ese muchacho ha sido capaz de empuñar un arma larga. Abrió la heladera e invitó una cerveza, pero el convidado no aceptó y extrajo dos billetes del bolsillo. Abel se sentó a charlar con el burlón y se decidió a estirar el disfrute. Ese hombre no tan viejo pero envejecido destapó la botella con pericia y se le vio una marca en su cuello. Era una cuestión de tiempo averiguar cómo fue que pasó. El sauce llorón se sacudió, del agua saltaban algunas burbujas y el aire está tan calmo que podrían escucharse decenas de cuchillos hundiéndose en las gruesas cáscaras de las sandías. El vendedor del río, el Gringo, ya no era el mismo. Aquel niño ahora hombre, tampoco. ¿Habrán pintado el puente? ¿Se habrá modificado el curso del río? Fueron largos años de ausencia y sintió que para completar algo de su persona debía volver. Papá ya no estaba en cueros, sentado en la orilla. La chica se había casado con un contador, tenía como tres hijos y vivía en otra ciudad. Un parlante no alcanzaba para todos, ahora los había en los baúles de los coches, una competencia para ver quién tenía la chata más nueva o el propalador más grande y potente. De vez en cuando se colaba un chamamé en medio de otras músicas invasivas y berretas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Diez o doce años? Nadie se mantiene igual después de haber conocido horizontes lejanos. Por las retinas de Abel pasaron museos, playas blancas como la harina, mujeres, millas y millas por aire y tierra. El mar había dejado de ser un deseo loco e inalcanzable para convertirse en algo normal. En el río no vio más que a alguna raya o tortuga bajo la superficie. En los mares se dejaban ver peces raros, de colores, esquivos o amigables. El Gringo no vio otra cosa en su vida que la vida ajena. Abel se estaba aburriendo en casa de los parientes y pensó en subirse a su auto para volver a Buenos Aires. Para cranearlo mejor, se paró bajo la ducha y resolvió visitar el antro del farolito rojo ubicado a la salida del pueblo. –Tengo algo para hacer. No voy a quedarme a cenar. Apuntó la nariz del be eme para el lado del norte, allá donde se pierde la línea de eucaliptus, y llegó al quilombo en cinco minutos. Todos lo vieron bajar, pero nadie dijo nada. Los camioneros volvieron a sus tragos, los changarines, a tirarse a las sillas después de haber chupado tanta caña. No había mucha compañía para elegir y se quedó con la rubiecita. Una cortina pesada separaba el bullicio del salón del cuarto donde reposaba una cama mal tendida. Algo no anduvo porque la chica estalló en llanto, y Abel sacó dos billetes de los que valen para quedarse allí adentro una horita más. Pensó en sacarla de ese lugar de mierda, intentó convencerla pero no pudo. La rubiecita se ahogaba en su propia angustia hasta que pudo decir algo. Fue cuando Abel se enteró. La trompa del coche descuenta kilómetros a gran velocidad, de regreso a casa. Al día siguiente, Abel emprenderá en solitario un vuelo con escalas que lo llevará al Caribe. Lo esperan la farra, los tragos y las ocasionales compañías. Sus ojos se quedan fijos cuando la memoria le trae aquella confesión en el puterío. El cerebro se clava en ese recuerdo al bajarse a cargar nafta, cuando entrega el ticket de embarque, cuando pide un Martini al borde de la piscina. Al sexto día de vacaciones resuelve dejar el asunto para más adelante y la voz de aquella chica se va borrando. Pero lo que no puede borrar es el contenido de las palabras. Buenos Aires está a la vista, allá abajo, y hay meses por delante hasta las próximas vacaciones. La idea de volver al río se presenta en la cabeza de Abel en la noche de Navidad. Levanta la copa, sonríe y decide viajar el fin de semana siguiente. Innumerables hilos de agua corren por debajo de los puentes que a su vez pasan a mil debajo de su asiento. ¿Puede ser que tanta agua vaya a parar al mismo lugar? El paisaje se transforma, ahora ve a hombres de a caballo con anchos sombreros y celular a la cintura. Cuando llega al pueblito se aloja en el único hotel y ni siquiera le preguntan el nombre. El sol del sábado invita a un chapuzón en el viejo y transparente río, y hacía allí se dirige. Otra vez el chistido del Gringo y la vieja ceremonia de la cerveza. Ese sábado, la charla y el alcohol entre los dos viejos conocidos se alarga hasta la noche. Ya nadie queda en la playita y los grillos se apoderan del ambiente. Abel se levanta al amanecer y se afeita, mirando su propio rostro a través del espejo rectangular del baño del hotelucho. Paga la cuenta y rechaza el café de cortesía porque tiene cierto apuro. Simula una llamada entrante frente al conserje para evitar preguntas y se monta en el be eme. El velocímetro marca ciento cincuenta y después de una hora entra a otro pueblito por donde pasa el mismo río, pero aguas abajo. El auto se detiene junto a una pequeña barranca y la puerta queda abierta: no hacen falta las alarmas. Abel se sienta a ver la correntada y a los camalotes que, arrastrados, giran sobre sí mismos. Ríe cuando ve a un monito subido a un tronco en plena deriva. Es así durante horas, el mismo paisaje, el caudal que se lleva todo, los recuerdos de la infancia, Papá sentado en pantalón corto, el vendedor y su extraño sentido del humor. El sol se esconde en una provincia vecina. “Allá viene”, se dice Abel a sí mismo. Un cuerpo en cruz da vueltas en círculo conducido por las aguas. El Gringo mira fijo al cielo después de haberse hundido y vuelto a flote, y eso se nota. Abel alcanza a divisar dos marcas en su cuello, una vieja y otra, no tanto. Y el Gringo va sin saberlo adonde los ríos se juntan con el mar. Lo último que alcanza a ver Abel es a un martín pescador que desde una rama se lanza hacia ese cuerpo que rechaza y que vuelve a tomar vuelo para posarse en su rama. Abel enciende el auto y vuelve a correr prometiéndose a sí mismo no volver a posar sus pies en aguas dulces.

martes, 10 de febrero de 2015

AGUAS DULCES, por JORGE REPISO

Hubo un instante en el que la pampa plana quedó atrás, dejando ver un profundo azul. Eso era el mar, inmenso y potente. No daba para festejar, pero valía la pena. Más tarde que nunca. Abel era un pasajero involuntario que estaba por cumplir los diecinueve años y se encontraba en el primer asiento del avión, bien pegado a la ventanilla. Pensó una vez más en lo injusto de su situación y también en las ironías de la vida: se había criado a trescientos kilómetros de la playa y nunca había posado sus pies en ella. Miró hacia atrás y vio decenas de cabezas que quién sabe en qué estarían pensando. Como él, todos futuros soldaditos. ¿Sería el mar algo frío o acaso tibio como aquellas aguas del río de su infancia y adolescencia? El viejo puente de fierro le vino a la memoria, acaso rojo o tal vez oxidado pero aún en pie. El avión inclinó su morro hacia abajo y durante media hora fue descendiendo hasta que las olas se hicieron más grandes. Después, viró fuerte sobre su derecha y una enorme barranca se convirtió en asfalto. El paisaje era tan desolador que no supo si los cerros de piedra eran naturales o hechos por la mano del hombre. Durante dos horas de ruta vio solamente un lago inabarcable y después, el desierto. Su niñez transcurrió entre aguas dulces; las del Río de la Plata y las de un río correntino. Cuando era chiquito, su padre lo cargaba junto a sus hermanitos y unas vecinas en el auto rumbo al balneario de Buenos Aires. Del otro lado no existía orilla. ¿Era eso el mar? Nunca se animó a preguntar por vergüenza. En el Litoral en cambio, pegado al puente de hierro forjado por los ingleses, la orilla estaba ahí nomás, con sólo estirar el brazo. De las ramas que sobresalían, unas aves rápidas se tiraban en picada al agua y volvían a levantar vuelo con algún pescado en su pico. Así pasaban las tardes, entre el chapoteo y los gritos, el ruido de la correntada pegándole a las columnas de hierro, un chamamé instrumental saliendo del parlante del barcito. Hileras de gentes tomando mate, embarazadas acaloradas comiendo sandías para que amaine el sopor. La primera vez que Abel lo tocó, el mar estaba helado. Fue al año siguiente de haberlo conocido desde el aire y se sintió más o menos conforme. Ya no había un alma en esa playa fuera de temporada donde fue a parar unos días con amigos. Le impresionó la sal y se preguntó si no sería más que terrorífico morir ahogado con ese gusto a anchoas en la boca. A lo lejos, un pescador de medio mundo y muerto de frío sacaba carradas de pececitos para el almuerzo. En esa playa desolada escuchó por primera vez historias de ahogados de varios días que habían llegado a las costas en los años de plomo. Santa Teresita y Las Toninas eran una línea de arena infinita y casas bajas. En un restaurante vio un almanaque y sobre el recorte del mes de marzo y sus días, una foto de una Punta del Este donde tampoco había un alma. Ninguna similitud con la playita de ese pueblo correntino, siempre tan lleno de sol y de música. ¿Vos sos porteñito? Le preguntó el dueño encargado mozo administrador de ese chiringuito correntino. “Sí”, fue la contestación orgullosa de Abelito, el nene de ocho años. Todos los veranos pasaba lo mismo: era quince o treinta días de una rutina dulce a veces quebrada por las burlas a su manera de hablar. ¿Cómo podía ese niño pronunciar las erres y las yes? Todos los años la misma historia. Los calores infernales de la ruta, la balsa para cruzar el Paraná, la casa de los abuelos, las siestas en el río. Cuando se distraía, el niño ahora hombrecito miraba hacia el bolichongo de los sánguches, las bebidas y el agua caliente para el mate y detrás del mostrador, ese tipo burlón, mal hablado y hasta simpático al que le decían Gringo. Pensó decírselo a su padre, que tenía tan mal genio, pero por alguna razón le perdonó la vida al bruto. Una tarde que volvía con un palito de agua derritiéndose entre sus manitos sintió furia. Y fue directo a contárselo a su papá, que estaba sentado en la arena tomando un refresco. A último momento, el nene imaginó el cuello del Gringo entre dos manos asesinas y algo lo frenó. Después del helado tomó carrera y se tiró al río para nadar hasta el próximo banco de arena. Hubo una época en que el niño y el vendedor se hicieron compinches. Quizás ambos le habían encontrado la vuelta a esos encuentros. O es posible que el burlón haya reparado en los músculos nerviosos del ya no tan nene que estaba creciendo. ¿Le tendría miedo? Una tarde, el Gringo observó desde su sucucho al jovencito que ahora le hablaba a una chica del lugar. Las cabecitas de ambos se juntaban y buscaban dónde esconderse de las miradas y del chusmerío. Más tarde los vio salir despeinados y haciéndose los desentendidos. Cada uno tomó su rumbo y al día siguiente volvieron a los mismos movimientos. El vendedor se sentía molesto. “Yo acá cagándome de calor y el pendejo este que se viene a llevar a una de las nuestras”, se dijo, y pensó en volver a divertirse a costa de Abel, como antes. El soldadito Abel tiritaba recordando con tristeza aquellas tardes de calor. Hace rato que no tocaba a una mujer y pensaba en la correntina, dulce y tan buena chica. De nada servía ser más grande y más fuerte, pensó, y se encaminó a la cantina. Tal vez si el encargado no resultaba un alcahuete, hasta podría venderle una ginebra para darse temperatura. Detrás de la registradora, otra vez un almanaque. Siempre hay paisajes alpinos o gatitos de a tres en esos impersonales cuenta días. El que está colgado dejaba ver un mar con morros de fondo. Acapulco, Brasil, la Costa Azul, daba lo mismo. Abel se sintió lejos de su casa, lejos del río, lejos de todo. Como si la estadía en ese lugar horrible no fuera a acabarse nunca. Se prometió conocer el mar, sea donde fuere y aunque tuviera que llegar caminando. Antes de dormirse en el puesto de guardia pensó en el burlón del río. De haber aparecido en ese momento y sin avisar, podría haberle pegado un tiro, sólo por divertirse. El tiempo pasó y llegó la libertad. Y a las promesas hechas en soledad había que cumplirlas. El pelo empezó a crecer y Abel no supo qué hacer con tanto horizonte despejado. Pasaría unos días de joda en Buenos Aires con sus amigos y después, quién sabe, podría renunciar a ese trabajo donde le guardaron el puesto y los mandaría a todos al carajo. Juventud era lo que sobraba y por delante esperaban kilómetros de mar. La propuesta de su padre fue difícil de eludir; unos días en el pueblito correntino no vendrían nada mal. Surubí a la parrilla, la camioneta del tío, la joven que seguramente lo estaría esperando. Y el río al que en las tardes sofocantes bajaría para pasar el tiempo y hacer planes a ojos cerrados. No pasó una hora en la arena hasta que escuchó un chiflido corto y penetrante. El hombre sonreía detrás del mostrador. Estaba un poco más gordo y de los costados de su cabeza asomaban pelos blancos. Caminar hasta el barcito no llevaba más de veinticinco metros. “No hay que ser maleducado”, se dijo para sí mismo Abel, y ensayó una sonrisa antes de extenderle la mano. El Gringo también sonrió y preguntó vaguedades, como si le interesara la vida del joven. “No me vas a decir que estuviste en la guerra”, soltó, y le pegó una palmada al porteño. Quería ser simpático y amable pero no le salía. Fueron años de chistes tontos, burlas, chanzas, gastadas, y ahora se preguntaba si ese muchacho ha sido capaz de empuñar un arma larga. Abrió la heladera e invitó una cerveza, pero el convidado no aceptó y extrajo dos billetes del bolsillo. Abel se sentó a charlar con el burlón y se decidió a estirar el disfrute. Ese hombre no tan viejo pero envejecido destapó la botella con pericia y se le vio una marca en su cuello. Era una cuestión de tiempo averiguar cómo fue que pasó. El sauce llorón se sacudió, del agua saltaban algunas burbujas y el aire está tan calmo que podrían escucharse decenas de cuchillos hundiéndose en las gruesas cáscaras de las sandías. El vendedor del río, el Gringo, ya no era el mismo. Aquel niño ahora hombre, tampoco. ¿Habrán pintado el puente? ¿Se habrá modificado el curso del río? Fueron largos años de ausencia y sintió que para completar algo de su persona debía volver. Papá ya no estaba en cueros, sentado en la orilla. La chica se había casado con un contador, tenía como tres hijos y vivía en otra ciudad. Un parlante no alcanzaba para todos, ahora los había en los baúles de los coches, una competencia para ver quién tenía la chata más nueva o el propalador más grande y potente. De vez en cuando se colaba un chamamé en medio de otras músicas invasivas y berretas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Diez o doce años? Nadie se mantiene igual después de haber conocido horizontes lejanos. Por las retinas de Abel pasaron museos, playas blancas como la harina, mujeres, millas y millas por aire y tierra. El mar había dejado de ser un deseo loco e inalcanzable para convertirse en algo normal. En el río no vio más que a alguna raya o tortuga bajo la superficie. En los mares se dejaban ver peces raros, de colores, esquivos o amigables. El Gringo no vio otra cosa en su vida que la vida ajena. Abel se estaba aburriendo en casa de los parientes y pensó en subirse a su auto para volver a Buenos Aires. Para cranearlo mejor, se paró bajo la ducha y resolvió visitar el antro del farolito rojo ubicado a la salida del pueblo. –Tengo algo para hacer. No voy a quedarme a cenar. Apuntó la nariz del be eme para el lado del norte, allá donde se pierde la línea de eucaliptus, y llegó al quilombo en cinco minutos. Todos lo vieron bajar, pero nadie dijo nada. Los camioneros volvieron a sus tragos, los changarines, a tirarse a las sillas después de haber chupado tanta caña. No había mucha compañía para elegir y se quedó con la rubiecita. Una cortina pesada separaba el bullicio del salón del cuarto donde reposaba una cama mal tendida. Algo no anduvo porque la chica estalló en llanto, y Abel sacó dos billetes de los que valen para quedarse allí adentro una horita más. Pensó en sacarla de ese lugar de mierda, intentó convencerla pero no pudo. La rubiecita se ahogaba en su propia angustia hasta que pudo decir algo. Fue cuando Abel se enteró. La trompa del coche descuenta kilómetros a gran velocidad, de regreso a casa. Al día siguiente, Abel emprenderá en solitario un vuelo con escalas que lo llevará al Caribe. Lo esperan la farra, los tragos y las ocasionales compañías. Sus ojos se quedan fijos cuando la memoria le trae aquella confesión en el puterío. El cerebro se clava en ese recuerdo al bajarse a cargar nafta, cuando entrega el ticket de embarque, cuando pide un Martini al borde de la piscina. Al sexto día de vacaciones resuelve dejar el asunto para más adelante y la voz de aquella chica se va borrando. Pero lo que no puede borrar es el contenido de las palabras. Buenos Aires está a la vista, allá abajo, y hay meses por delante hasta las próximas vacaciones. La idea de volver al río se presenta en la cabeza de Abel en la noche de Navidad. Levanta la copa, sonríe y decide viajar el fin de semana siguiente. Innumerables hilos de agua corren por debajo de los puentes que a su vez pasan a mil debajo de su asiento. ¿Puede ser que tanta agua vaya a parar al mismo lugar? El paisaje se transforma, ahora ve a hombres de a caballo con anchos sombreros y celular a la cintura. Cuando llega al pueblito se aloja en el único hotel y ni siquiera le preguntan el nombre. El sol del sábado invita a un chapuzón en el viejo y transparente río, y hacía allí se dirige. Otra vez el chistido del Gringo y la vieja ceremonia de la cerveza. Ese sábado, la charla y el alcohol entre los dos viejos conocidos se alarga hasta la noche. Ya nadie queda en la playita y los grillos se apoderan del ambiente. Abel se levanta al amanecer y se afeita, mirando su propio rostro a través del espejo rectangular del baño del hotelucho. Paga la cuenta y rechaza el café de cortesía porque tiene cierto apuro. Simula una llamada entrante frente al conserje para evitar preguntas y se monta en el be eme. El velocímetro marca ciento cincuenta y después de una hora entra a otro pueblito por donde pasa el mismo río, pero aguas abajo. El auto se detiene junto a una pequeña barranca y la puerta queda abierta: no hacen falta las alarmas. Abel se sienta a ver la correntada y a los camalotes que, arrastrados, giran sobre sí mismos. Ríe cuando ve a un monito subido a un tronco en plena deriva. Es así durante horas, el mismo paisaje, el caudal que se lleva todo, los recuerdos de la infancia, Papá sentado en pantalón corto, el vendedor y su extraño sentido del humor. El sol se esconde en una provincia vecina. “Allá viene”, se dice Abel a sí mismo. Un cuerpo en cruz da vueltas en círculo conducido por las aguas. El Gringo mira fijo al cielo después de haberse hundido y vuelto a flote, y eso se nota. Abel alcanza a divisar dos marcas en su cuello, una vieja y otra, no tanto. Y el Gringo va sin saberlo adonde los ríos se juntan con el mar. Lo último que alcanza a ver Abel es a un martín pescador que desde una rama se lanza hacia ese cuerpo que rechaza y que vuelve a tomar vuelo para posarse en su rama. Abel enciende el auto y vuelve a correr prometiéndose a sí mismo no volver a posar sus pies en aguas dulces.