martes, 14 de abril de 2015

LIBERTAD

Vivir encerrados o en la penumbra pesa y al final, uno se acostumbra a eso por el hecho de seguir respirando. Pero no hay cerrazones que duren indefinidamente y una vez en libertad, ya no se quiere volver allí. Ser libre no es como lo muestran las propagandas de la televisión. Elegir tal o cual marca de auto, o escaparse al Caribe no debería ser vendido como libertad. La libertad es otra cosa, o muchas. Pasa por la cabeza, por pequeños actos, y al lograr salir de la prisión que fuera se la siente y se la respira. “Esa revista no entra a esta casa”, “No pronuncies aquel apellido”, “No nos hagas quedar mal”, “Cuidado, que nos están observando”, “¿No tenés miedo que te hagan algo?”, “¿Por qué no aflojas un poco?” Las frases se van adentrando y parece que no hay otra manera de salir de casa y afrontar la calle. Mirar hacia todos las esquinas para no ser visto. Sumergirse en la gran pasión nacional como uno más de la tribuna para pasar desapercibido. Gritar como un desaforado en la cancha, que es el único lugar donde podías hacerlo. Otro camino, bien distinto, es arriesgarse aunque sea un poco. -Ya lo sé. No hay libertad total, pero es cuestión de tiempo. Me dijo un amigo una noche del ochenta y cuatro dentro de un auto. Era madrugada y ninguno de los dos tenía plena conciencia del momento por el que estábamos pasando. Recorrimos cientos de barrios y tantos suburbios y nadie nos paró. Nadie pidió nuestros documentos. Pequeños ramalazos de libertad. El beso con aquella chica en la plaza al mediodía, que después fue miles de besos. Un hombre con un megáfono vociferando en una esquina. La inmensa fortuna de discar el teléfono y decir al aire lo que nos antojara. Hacer la cola para ver aquello que durante años se nos negó. Y un pic nic de libertad todos los fines de semana, aunque no al aire libre. Prender la tele cerca de la medianoche para tirarse de cabeza a la pileta del buen gusto y de la libertad con mayúsculas. Haga frío o calor dentro de la habitación, y mover la pata con impaciencia a la espera de aquel regalo semanal que nos premiaba por haber aguantado tanto. Quizás los que estaban del otro lado del vidrio, esos tipos que se metían por la antena de la azotea, no sabían en qué dimensión estaban. O en que dimensión los pusimos. Ellos nos dieron libertad. Es hora de que alguien se lo diga.

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