miércoles, 29 de abril de 2015

VINARDOS Y ESPUMANTES

La recuerdo, era un furgón Chevrolet pintado de verde furioso con un portaequipajes donde se bamboleaban las damajuanas. Los vecinos hombres, y alguna ama de casa, salían presurosos de los zaguanes con el envase vacío y hacían detener al móvil. La transacción se hacía en la calle y a la vista de todos. Todos tomaban vino y soda durante la comida, hasta los chicos. Me preguntaba cuál era la razón para que las cuadrillas de albañiles trajeran un costillar al aire y tubos envueltos en papel de diarios. Con el tiempo, alguien del gremio me explicó que en las obras no estaba permitido tomar alcohol, y que los obreros disimulaban el líquido en envases de gaseosas. Cuando uno de ellos perdía pie en un andamio y se mataba contra el piso los vecinos decían que era por culpa del alcohol. Papá tomaba un vaso, a lo sumo dos, durante los almuerzos. Después, se dormía una siesta y volvía al trabajo. Con el tiempo, extendió el hábito del trago a la cena y sólo se desbandaba en algún ocasional asado con amigo. Lejos de refinarse, incrementó su cuota etílica que cada vez era más ordinaria. La ecuación no daba: necesitaba tomar más con el mismo dinero. El resultado era un vino cada vez peor y peor, y peor. El gusto chispeante del vino con mucha soda me sigue transportando a la infancia. Los médicos entonces, decían que una pizca cada día no hacía nada malo. Es más, a los chicos nerviosos como yo los sedaba un poco. Muchos años más tarde, mejor dicho décadas, volví a esa mezcla mágica en una fonda de mi viejo barrio y siempre que puedo, mis ojos se posan en el empedrado y la vía en desuso por donde pasa un auto haciendo equilibrio. Bouquet, maridaje, Malbec, cepa, nota, tinte, almendra, chocolate, dejo. Son términos que antes no le llegaban a la gente. La mujer que está sentada a mi lado se ríe de la pose de los que creen saber catar un vino. Mirá, mirá, me dice. “Es al revés como se hace” Y el tipo de la mesa de enfrente cree ser un experto. La mujer del tipo, encantada, cosecha otra de las virtudes de ese hombre que con el tiempo sólo se transformarán en defectos. Es todo mentira, vocifera mi vecino mendocino. Acá llega mucha porquería. Pagamos ochenta lo que cuesta treinta. Las dos parejitas comparten el especio común de la terraza del edificio de Palermo. Hay tablas transversales en el piso, cañas paradas de puro adorno sin sentido, platos minúsculos sacados de vaya a saber qué recetario, música chillout y camisitas claras. Es noche de luna y la ciudad se ve de fondo. Uno de los dos muchachos, para impresionar, destapa un champagne con un seco ruido de descorche. Justamente es cómo no se lo debe destapar. Vuela la espuma y el todo esa artificio.

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