sábado, 16 de mayo de 2015

LACRAS

El hombre se detiene en el pasillo, frente a un retrato. Levanta la cabeza y busca a través de sus anteojos los detalles nunca antes vistos. No hay nada más para ver; todo ya ha sido contado. No hay nada más para decir. Ni justificaciones que tranquilicen la conciencia. Es su padre, vestido de uniforme azul, que desde altura del cuadro y más allá de la muerte parece regir destinos, conciencias y valores. En sus mangas pueden verse las rayas de sus jinetas, varias horizontales y la última describiendo un rulo que se cierra sobre sí mismo. “No quedaba otra, hijo querido”, le dijo alguna vez mientras caminaban sobre la base, al pie de un avión de guerra. El hombre que mira desde el rectángulo de madera de la pared fue alguna vez un niño con ambiciones de defender el suelo patrio. Disparó pensando en el enemigo, canto el himno henchido de orgullo, juró defender a la patria y se abrazo en la argentinidad con sus compatriotas. Aprendió los fundamentos del vuelo, las mecánicas de los alerones y los caprichos de la física a los diez mil metros de altura. Supo con el tiempo y con sus oídos calibrar la potencia exacta de las hélices que le dieron impulso. El día que nació su hijo fue ascendido a capitán. Durante aquella jornada gris de junio se supo preparado. Años de odio estaban a punto de estallar hasta la irracionalidad. Dudo un segundo en levantarse pero lo hizo cuando el rostro de sus antepasados marinos lo interpelaron. Sintió la ropa ajustada cuando aceleró y tiró el mando hacia atrás. Allá abajo, esas personitas y esos autitos negros, esos trolebuses grises no eran de mentira. Maniobró la palanca dos veces y oprimió el botón de la balacera otras tantas. Después ascendió u tras el parabrisas vio la costa del país de enfrente. Todo estaba justificado. Su superior no dejó que viera las fotos de los diarios. En 1973, ya retirado, se ofreció a empuñar la misma palanca aquella en cuanto se lo solicitaran. No se dio el gusto, su enemigo murió antes. Después, le tocaría a él pero sin gloria. Ahora mira a todos desde el cuadro. Sus ojos que ya no son, son en realidad de óleo. Lo físico se desparramó en el tiempo, se convirtió en cenizas. Ahora, su hijo, aquel chiquito que lo admiraba, lleva a cuestas la obra difusa de su padre. Y para no cargarla él solo, va a descargarla en su descendencia. Para que el odio continúe.

lunes, 4 de mayo de 2015

BONZI

Por esa calle de asfalto blanco, antes de tierra, caminaba un viejo con una vaca a pintas. Las señoras salían de sus casas con una botella y el hombre ordeñaba ahí mismo. Vi esa escena de niño, a principios de los años setentas. Hubo un trazado de vías diseñado por ingenieros que imaginaron pasajeros, mercancías y ganancias. Y ese espacio entre fierros se llenó de casitas bajas, levantadas en cuadrículas perfectas. Dicen que las tierras fueron donadas por un conde italiano llamado Aldo. Después, vino la estación a dos aguas, las placitas, los inmigrantes peninsulares. Al fondo, contra La Tablada, subsistieron andurriales donde los coches se encajaban. También ese barrial perduró todo lo que pudo. Esa pueblito especie de jardín aislado de los ruidos de la autopista y los bocinazos de las locomotoras se resiste a elevarse hacia las alturas. Fuera de su perímetro, otros barrios apostaron a colocar familias piso sobre piso. La esquina era abierta y hacía entrever mi vieja casa ahí nomás a cincuenta metros. Papá acostumbraba a sentarse en el piso de la vereda. Ocasionalmente, mamá se veía atrás de él con el delantal de la cocina puesto. El tiempo pasó y veredas y pasillos se fueron poblando de nenitas, de otros perros con collar, de modelos de coches distintos y plateados. El centro estalló en negocios porque alguien pensó que no haría falta disparar hacia San Justo por un buen pantalón. “Mamá, venite a la Capital, dejate de jorobar”, es un ruego estéril. Las plantas, la pareja de horneros, el sonido de la Diesel a la distancia en esas madrugadas donde el aire pesa, los avioncitos, las peleas de gatos, el grillerío, las hojas del alto árbol que se mueven y hacen escándalo con el viento. La gran Capital, tan lejos y tan cerquita. La gente de siempre y las comadres. No habrá manera de sacar a la vieja de ese paraje.

CUESTA

Costó tener revolear la primera pierna fuera de la cama. Afuera estafa frío, pero eso no lo era todo. Me esperaba el flash informativo, aquel que debo ingerir para no vivir por fuera de la realidad, ese que me cuenta lo mal que anda todo, sea cual fuere el canal que lo propague. El gato está enroscado en sí mismo, lejos de los humanos. El panorama no es digerible; los precios seguirán subiendo… aquellas leyes que le llegan a uno y no al otro, los personajes que debaten en la pantalla sin tener idea de qué hacer una vez que lleguen. Una chica invita desde una playa dorada. Otro hombre, enfundado en varios abrigos pero feliz, saluda desde lejos con un puente de fondo. Ni siquiera puedo llegar hasta allí, preso en éste sistema de zanahorias que van por delante de uno. Hace frío, tanto que ni la cafetera calienta al agua. Quiero ronronear como el gato y quedarme, hace tanto tiempo que eso no me pasaba. Es como si una pesa colmada de preocupaciones no dejara arrancar es motor insignificante que tenemos en el pecho. Tomo aire y me apresto a salir a la calle donde circula gente y chicos con menos ropa encima que yo. Esquivo aquel carrito desvencijado de tracción a sangre. En las noticias, tres chicos que jugaban no sé qué tipo de competencia terminaron mal. Quisiera hablar ya mismo con alguien, pero están todos corriendo detrás de lo mismo que todos. Agarro un anotador y repaso la lista de mis allegados; nadie con quien contar. Dudo que soporten mis ataques de realismo anticipado. Al menos cobré el sueldo, lo que me va a permitir pagar cada semana para que alguien preste sus orejas.