lunes, 4 de mayo de 2015

BONZI

Por esa calle de asfalto blanco, antes de tierra, caminaba un viejo con una vaca a pintas. Las señoras salían de sus casas con una botella y el hombre ordeñaba ahí mismo. Vi esa escena de niño, a principios de los años setentas. Hubo un trazado de vías diseñado por ingenieros que imaginaron pasajeros, mercancías y ganancias. Y ese espacio entre fierros se llenó de casitas bajas, levantadas en cuadrículas perfectas. Dicen que las tierras fueron donadas por un conde italiano llamado Aldo. Después, vino la estación a dos aguas, las placitas, los inmigrantes peninsulares. Al fondo, contra La Tablada, subsistieron andurriales donde los coches se encajaban. También ese barrial perduró todo lo que pudo. Esa pueblito especie de jardín aislado de los ruidos de la autopista y los bocinazos de las locomotoras se resiste a elevarse hacia las alturas. Fuera de su perímetro, otros barrios apostaron a colocar familias piso sobre piso. La esquina era abierta y hacía entrever mi vieja casa ahí nomás a cincuenta metros. Papá acostumbraba a sentarse en el piso de la vereda. Ocasionalmente, mamá se veía atrás de él con el delantal de la cocina puesto. El tiempo pasó y veredas y pasillos se fueron poblando de nenitas, de otros perros con collar, de modelos de coches distintos y plateados. El centro estalló en negocios porque alguien pensó que no haría falta disparar hacia San Justo por un buen pantalón. “Mamá, venite a la Capital, dejate de jorobar”, es un ruego estéril. Las plantas, la pareja de horneros, el sonido de la Diesel a la distancia en esas madrugadas donde el aire pesa, los avioncitos, las peleas de gatos, el grillerío, las hojas del alto árbol que se mueven y hacen escándalo con el viento. La gran Capital, tan lejos y tan cerquita. La gente de siempre y las comadres. No habrá manera de sacar a la vieja de ese paraje.

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