viernes, 27 de marzo de 2015
TEATRO
Salimos contentos de nuestra primera función. Esa madrugada supimos que estábamos para cosas más grandes. Veníamos de comer salteado, todo en pos de poner a punto la obra, de comprar de nuestro bolsillo lo que ciertos productores no querían poner. Fuimos a festejar a una pizzería y hasta pedimos postre. Cada tanto llevaba mis manos a los bolsillos para comprobar que ahora tenían algo de contenido. La gente había aplaudido de pie, eran como trescientos. Con algo de viento en popa, los diarios y las revistas hablarían de nosotros. Lo último que vi entre el colectivo y la puerta de mi departamento fue un patrullero que andaba despacito. Me acosté sin bañarme, excitado. Después, encendí la luz y me puse a contar los billetes. Una semana igual, y podría comer, alquilar y ahorrar plata para producir la futura obra. Tronó el cielo, cayeron las primeras gotas. Me puse a leer un clásico, y siguió tronando.
El teléfono sonó a las ocho treinta, era Corina. Ahí me enteré. Me trepé a un taxi y salí hacia el teatro con el corazón batiendo. Cuando llegué estaba el móvil de la tele, un patrullero y muchos curiosos. Una bomba había volado todo el frente y la onda expansiva borró los camarines. El alma se me fue al piso y al rato, un productor de esos de las grandes marquesinas de la calle Corrientes se solidarizó con todos nosotros. Me invitó a tomar un café y tuve la esperanza de que seguiríamos. Nada de eso pasó.
¿Qué ocurrió en éstos últimos treinta años? Todo siguió más o menos igual, pero las bombas son otras. De otro calibre y de un poder expansivo diferente. Las sanciones mutaron. Tengo cincuenta y pico de años y algunos de aquellos compinches quedaron en el camino. Otros abandonaron la profesión. Los más afortunados emigraron o se pasaron al circuito ultra comercial. Yo vivo en el mismo departamento de soltero, y una salita de barrio compartida con un amigo nos conforma y permite vivir. Llego a mi casa a cualquier hora, no importa después de haber comido qué. Me baño, escucho algún que otro trueno pasajero. Ya no hace frío en invierno ni calor en verano. Desde el centro llegan las luces de las marquesinas y los reflectores, hasta los colectivos se ven desde más lejos. Salgo de la ducha y me tiro en la cama. Alguna vez me acompaña alguien. Pero siempre, invariablemente, tengo un libro y un anotador cerca para planear la próxima obra. Así se vive. Creo.
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