lunes, 22 de diciembre de 2014
IDEAS
Abel pasa su vida buscando alguna historia. Las busca hasta con un pedazo de rama con la que escarba el suelo y separa las hojas caídas de los árboles. Muy pocas veces consigue una idea o inspiración, pero cuando da con una pepita, trata de exprimirla hasta redondear algo vendible. “Todo es vendible”, es su frase aprendida a fuerza de necesidad y de ver cómo sus contemporáneos con menos recursos avanzan sin mirar hacia los costados.
Abel la fue pegando a fuerza de paciencia y mucho trabajo. Siente que está en la mitad de su vida o más allá de de esa mitad y nota que la velocidad de sus días aumenta sin freno. Aquella montaña hacia la que avanzaba y nunca llegaba es ahora más y más grande. Saca el pie del pedal y lo apoya en la rueda, pero la bici va más rápido. Ve como salen las chapas de las alas del avión, pero aún así, la nave se pasa de largo de la pista. Entonces, Abel se levanta por las madrugadas mientras todos duermen y se sienta en algún sillón, o prende la máquina y escribe lo que le venga. O va rumbo a la biblioteca en busca de algo perdido. O lo que le resulta mejor; desenrolla el carretel de su azarosa y múltiple vida descubriendo veinte recuerdos por minuto.
Abel decidió salir de una especie de anestesia. Está dispuesto a todo: los años vividos le van dando una cierta impunidad. “Nadie se acuerda de nada”, piensa en el baño del salón de fiestas donde comparte tragos y música con sus compañeros de trabajo. Cuando levanta el cierre de su pantalón y se lava las manos, vuelve al chusmerío de sus colegas y a los escándalos recientes de tal o cual. Después, una vez más, comprueba que todo pasa. Que cada uno está en sus asuntos tratando de vivir o de sobrevivir como puede. Como pasajeros de un buque que escora y del que hay que saltar.
En medio del sopor y la soledad de la avenida, Abel por fin se despoja de las trabas. Su cabeza ha procesado información, datos, actitudes, frases de sobrios y de borrachos. El cerebro no se detuvo para disfrutar de la fiesta. Sentado en el asiento trasero de un taxi vio el rojo del semáforo y volteó su cabeza hacia un cartel pegado a mano en una pared. Cuando el auto llegó a destino, pagó, saludó, y encontró a todos durmiendo. Tomó agua hasta atragantarse, encendió la computadora y comenzó de nuevo. Puso su dedo sobre la tecla de la letra “A” y ese carretel que nunca se termina comenzó a desenrollarse. La aguja del reloj de pared corría a toda marcha y el texto que guardaba alguna coherencia dio paso a otras ideas nuevas: como notitas manuscritas en lápiz fuera de los márgenes de un libro. Abel sintió la soledad y se dispuso a continuar. Escribió historias publicables e historias que no va a develar hasta que merezcan ser develadas. Releyó. “No está nada mal”, pensó. Y continuó trabajando.
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