martes, 26 de agosto de 2014
ME FUI
Estuve en el guiso no sé qué cantidad de años. Me creía informado porque escuchaba de costado la maquinita que escupía teletipos sin pausa en la redacción. Corría de un lado a otro y contra los números de mi reloj digital. Prendía el grabador y el cuestionario me salía de taquito. Asistía a reuniones de colegas y me la pasaba mirando la pantalla de mi celular, no sea cosa que la noche me encontrara desinformado. Salía de vacaciones con mi familia y no podía evitar interpretar las noticias que brotaban desde Argentina. Me encontré con decenas de informantes pero ninguno me pareció más valioso que el de Cañuelas. Ese tipo me dio la pauta de que era hora de escribir un libro. Entonces, al estrés habitual del laburo le agregue un estrés más: el de la entrega. La cabeza se me iba de un lado a otro. Menos mal que existe el té de tilo. Me metía en lugares donde ni el más machito se animaba. Debió haber sido mi omnipotencia. Un día empecé a sentirme cansado. Vislumbré mi futuro siempre igual. Me cansé de corregir textos de otros, llenos de errores ortográficos. Te temblaba la muñeca. Un día me caí en la vereda, vergonzosamente y delante de unas chicas que reprimían la risa. Llegué a mi casa y apagué todo, hasta el celular. Por la noche llamé a la compañía de aviación y reservé un ticket. El despegue venía con una demora de tres horas, me puse a leer un viejo libro de Cortazar. Llegue a destino y me dispuse a pensar el futuro. La visión se me aclaró a los tres días mientras observaba los movimientos de un viejo basurero. Las noticias estaban en todas partes. Ese viejo era otro objeto de libro. Me jugué a eso, costara lo que costara. Me di cuenta que Cortazar escribía sobre su país mejor que si estuviera allí. Y yo, ahora veía a mi patria desde otro punto cardinal y lo comprendía mejor que cuando lo habitaba.
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