miércoles, 26 de noviembre de 2014
CIRILO Y SU CÀMARA
Nadie sabía de qué vivía don Cirilo. El tipo de bigote anchoíta y pucho de costado entraba y salía del tallercito que alquilaba en nuestro conventillo y también esquivaba las preguntas. Se paraba en una esquina y oteaba el horizonte de cien metros para conocer la vida, obra y muerte de los vecinos de esa populosa barriada. Algunas veces me dejó entrar al taller éste Cirilo. Allí escondía una moto Siambretta que nunca usaba y que yo deseaba.
Las fotos siguen guardadas en una caja en la casa de mamá y son impecables. Jamás en la vida volví a tener entre mis manos un papel de tanta calidad. En una de ellas, mi cuerpito de apenas diez meses se sostiene en vertical. Soy pelado, uso ropita de bebé de los años ´60 y alguien puso una corneta de plástico en mi mano.
En otra foto estoy con mi hermano, mayor que yo. Mi cara continúa igual, como la de un hombre grande y preocupado por su equilibrio. Miro al vacío y mi hermano que tiene rulos desafía a la cámara con rostro de ir a hacer algo malo. Hay una tercera creo, donde el ruliento me pasa su brazo por sobre mis hombros para que no me caiga.
El sillón donde fuimos llevados a posar nunca existió en casa. Es gris, fino, y seguro que es de Cirilo y Mercedes. Antes se vivía así en los barrios. Ahora la gente se encierra.
Cuando Papá se hablaba con Cirilo (creo que una vez el porteño chusma le negó el saludo), también fue retratado. Los dos hermanitos ya más grandes junto a su padre a bordo del reluciente Valiant II con taxímetro. Todas las fotos existen y continúan como el primer día en que fueron reveladas.
¿De qué vivía Cirilo? Veinte o veinticinco años después y de pura casualidad fui a visitar la barriada y me puse a conversar con una italiana que me conocía de chiquito. Cirilo había muerto, harto de tanto cigarrillo, secreto y chusmerío. Dicen que tuvo un ataque y que sus hijos lo despacharon directo a la ambulancia sin importarles nada de él.
“Cuánta plata tuvo éste hombre”, me dijo la italiana. “Si nunca trabajaba”, contesté yo. La calabresa me miró pícara y me contó que Ciirilo había participado de un sonado caso de contrabando a principios de los años sesentas. Un embarque colmado de cámaras fotográficas, rollos y flashes fueron a parar a sus manos sin ser descubierto y desde ese momento pasó a vivir de rentas.
Cuando volvía a mi casa pensé en las fotos, esas hermosas fotos, en su casa, mucho más grande y linda que la nuestra. Pensé en la Siambretta verde clara y en sus herramientas inmaculadas. Pensé en ese arroz amarillo que comía porque era el único que se podía dar el lujo de comprar azafrán. Y no pude imaginarme las miles de millones de imágenes del barrio vista con sus propios ojos o con su cámara gaucha que se llevó al otro mundo.
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