lunes, 9 de diciembre de 2013
MIEDO, TERROR
El dueño del sol transita el patio del conventillo durante las tardes de verano. Mamá me amenaza con el dueño del sol. Si no duermo la siesta como todos, quien sabe lo que va a pasar. Todos duermen mientras el sol de enero pega en las chapas viejas de la casa y yo, enemigo de dormir de más, me levanto sigilosamente y me arrimo a la ventanita de la puerta de madera. Destrabo esa gotita de metal y escucho un carraspeo terrorífico. Era cierto nomás.
Alguien debe haber que envenena a las ratas. Consigo permiso para caminar hasta el baño del fondo y ahí, al lado de la puerta de metal, una rata grande como un gato respira agitada y me mira fijo. Vuelvo corriendo y aviso. “Está agonizando”, me dicen, y evito meterme al baño. Me aguanto el pis toda la noche porque la rata estaba ahí, y porque alguien se encargaba de envenenarlas.
El rancho de la chacra huele a cáscaras de arroz viajo. Al lado, en el galpón de las maquinarias, el olor a aceite aturde y marea. La casita, especie de rancho, tiene techo de paja y muy cerca, suenan las ranas y los bichos que no conozco. Papá me dice que hay serpientes de agua, como en toda arrocera, y pronuncia la palabra guaraní: ñacanina. Hay que dormir con la puerta abierta por el calor. El sueño vence al temor y a la mañana siguiente, el viejo me explica que para impedir la entrada de las arrastradas hay que poner un diente de ajo en cada lado de la casa.
“Cuidado, que ahí viene Cicuta”, le decimos a los hermanitos, asomándonos por el zaguán. El linyera se arrastra caminando desde Belgrano hacia Moreno. Sucio, maloliente, pedigüeño. El tizne de su cara delata años de abandono. Los nenes corren hacia adentro y nosotros los más grandes, nos divertimos. Los roles se invierten y terminamos haciendo lo mismo que nuestros padres. De todas formas, jamás nos podríamos arrimar a Cicuta, por las dudas.
El señor está allá arriba en su oficina vidriada. Desde su mira, puede ver a todos. A los que trabajan, a los que hacen que trabajan, los que llaman por teléfono, a los que comen y a los que se van temprano. El gentío de obreros, allá abajo, trabaja y pierde segundos de su jornada laboral mirando para ver si los miran. Cuando salen a la calle se sienten libres y hasta se animan a cruzar en medio de la velocidad de los autos. Al otro día, vuelven a esa especie de película de terror.
Me recomiendan una changa en un depósito y voy a presentarme. Al entrar me encuentro con filas y filas de rascacielos hechos de paquetes de libros y revistas. Los pasillos son intrincados e infinitos. Las semanas y los meses transcurren y mis compañeros abandonan uno a uno su puesto en busca de oportunidades mejores. Voy quedándome solo hasta asumir la jefatura del lugar. Desde los costados y arriba me siento observado por los dibujos de Breccia. Todo es en blanco y negro y cada día que pasa, todo en más negro y más blanco. Aprendo a vivir en soledad esas ocho horas diarias, a los silencios, a los ruidos de las lauchas, al ruido de algún pilón que se cae. Nunca apago las luces, tampoco me quedo a dormir, ni siquiera con la chica de al lado. Entro a las ocho y salgo a las cuatro. El miedo, y a veces el terror lo acostumbran a uno, de verdad o de mentira.
Vamos al cine a morirnos de miedo, a querer salir corriendo tras aquel hachazo en la pantalla. Y siempre o mismo, nada sorprende. Queremos que nos vendan el terror, porque así es más real.
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