miércoles, 11 de diciembre de 2013

SOLOS 2

El canillita ya está veterano, agita los papeles al viento en una esquina de Palermo y cuando pasa el mediodía, busca refugio en la sombra que proyecta un kiosco de revistas. Allí duerme su siesta con su cansancio y los diarios que sobraron. Nunca, en siete años, lo vi acompañado. ¿Dónde dormirá por las noches? Ah, no, cierto que es canillita y tiene que estar alerta al camión que llega por las madrugadas. ¿Dormirá? No sé qué y quien lo abriga, pero está solo. Ocurrió durante una madrugada de febrero del ´78. Mi hermanito y yo íbamos sentados en un sillón. Encima, una frazada atada con piolines flameaba por el viento de la ruta. El camión lleno de muebles rebotaba en el asfalto. Hacía frío, pero no pasaba más allá que los abrigos. La noche era cerrada, cerradísima mientras cruzábamos tierras entrerrianas. La poca luz que se metía entre las maderas venía de otros faros de otros camiones. Mi hermano se durmió y yo me hice el dormido. Desde mi asiento pude ver una brasa que bajaba y que al subir se encendía más. Papá fumaba y fumaba. Con el tiempo interpreté su insomnio como una señal de vacío, de preocupación, de soledad. Me voy a trabajar a las diez de la mañana. Cierro la puerta de calle con llave y camino hacia la esquina y en ese trayecto miro a mi derecha cuando paso por la puerta del 3290. Ahí está, la vieja persiana vertical semicerrada y en el medio una ventanita por donde se divisan dos ojos ancianos. La mirada me sigue. Vuelvo a las ocho y si es verano, todavía se ve. Miro a mi izquierda a la altura del 3290 y los ojitos claros me vuelven a observan. Un día, esos ojitos dejaron de estar. La casa se demolió para levantar un edificio espantoso. De vez en cuando miro al costado, para ver esos ojos pero ya no están pero me encuentro con otras soledades. La abuela Emilse se sienta debajo del paraíso maltrecho del patio y se inclina hacia delante. Afloran los recuerdos, seguramente. Esa seguidilla de hijos chiquitos que la miran alejarse casi para siempre. Escucha alguna música del litoral y llora. Al rato, los nietos caminan a su alrededor sin preguntar y dos de sus hijos también. Charla, se seca las lágrimas con disimulo y a pesar de la gente se siente sola. Así se sentirá por siglos. Aquel navegante se emperró a pesar de la oposición de su familia. Cruzó al mar hacia Europa y desde sus costas se embarcó en un aparato flotante, diminuto. Pasó semanas a voluntad de las corrientes y fue recibido por muchedumbres de éste lado del mundo. Algo habrá pasado, porque nadie quiso volver a nombrarlo y volvió a la misma soledad que experimentó en el agua. Lo tuvo todo. Fueron diez años de luces, guirnaldas, honores y adulaciones. Fue elegido dos veces, bailó en la televisión, hizo y dejó hacer. Pensó en pasar a la historia sin ser solemne, se sintió adorado y atravesó tempestades familiares y políticas. Nada logró tocarlo de cerca, ni las bombas, ni los barrotes, tampoco la miseria que veía a su alrededor. Pero el reloj corrió cada vez más rápido y surgieron otros nombres. En sus ojos se ve la marca más cruel de la soledad. Jamás volverá a ser tenido en cuenta. Sólo tendrá la certeza de que será un nombre más en la lista cuando ya no pueda verla.

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