miércoles, 21 de agosto de 2013

AL COLÒN

El Foyer me acoge en penumbras, ya no hay nadie, es un premio a mi audacia. Todos se fueron, el público, los músicos, los tenores y la gente que trabaja acá. Escabullirse no había sido tan difícil, y estoy para sacarme algunos prejuicios, algunas ideas arrastradas desde pequeño. El pasillo central es como un tobogán, cuánto más acelero el paso más tengo que inclinarme hacia atrás. ¿Qué pasaría si alguien cortara las pocas luces que quedan? Escucho algunos pasos, no me da miedo ser descubierto, la aventura ya se consumó. El escenario es inabarcable hacia los costados, arriba y al fondo. Respiro la historia que transitó esas tablas. La mente se remonta al mil ochocientos y pico y a todos los libros leídos. Y a las antiguas grabaciones. Todo es brillo, aún a media luz. ¿Dónde estarán los fantasmas? Los tapizados son nuevos, las pantallas de las luces, limpias. Se escucha un eco. Emplearon casi diez años en terminarlo. En la Argentina, una década es lo menos que se puede tardar en hacer algo. La biblioteca llevó lustros enteros, un simple viaducto en la avenida Cabildo, diez años. La ciudad se fundó dos veces. El mundial de fútbol en cambio, se realizó en tiempo record. Pero volvamos atrás en el tiempo. Los italianos vieron el futuro mucho más allá de los años que les quedaban de vida, pero se salieron con la suya. Después de dos horas en la sala, busco algún otro rincón y una puerta disimula el acceso a lo que no se ve. Abro despacio, y mi cabello se llena de polvo, algo que cae de un reboque. Enrico Caruso respira agitado, se nota su enojo peninsular. Los fantasmas andan más por esas zonas. María Callas se estremece, puedo sentirlo, al ver las manchas de humedad nunca resueltas después de la refacción. Tiemblo al recordar una viaje filmación de Toscanini, todo gris, él y sus músicos, las camisas y las partituras color polvo. La recorrida continúa, adelante mío un piano cuarteado, ya muerto como los viejos esplendores. Las puertas de los camarines no tienen llave, por suerte. No hay pátina de pintura que pueda borrar lo que esas paredes vieron. Bailarines rusos, de ropa apretada, saltando sincronizadamente también en monocromo. Sus movimientos en la pantalla van acompañados de una borrosa aureola, y acá también. Poco y nada queda, solo buenas intenciones. Al Colón, los más, siempre lo vimos desde afuera. Lo creímos para gente determinada, para etiqueta que nunca portaríamos. Todo se fue volviendo con justicia, popular, y el Colón no podría escapar porque siempre fuimos muchos los que aspiramos a él. La historia argentina lo atestigua, amagues, idas y vueltas. La rueda gira ahora en sentido inverso, parece, y volverán los cogotudos para disfrutar del teatro en la superficie. En el subsuelo puedo ver las rajaduras, caños que pierden agua. Zapatos de baile viejos amontonados en un rincón. Aquellos italianos estarían enojados por varios motivos, pero comprenderían. Mil luces sobre la calle Cerrito, penumbras en el salón, ruido a gotas en los subsuelos.

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