domingo, 18 de agosto de 2013

PARTEDELARELIGIÓN

“Pasa que lo sentís, no se puede explicar. A veces, ni yo puedo analizar el por qué de mi vocación”, me aseguró un encumbrado miembro de la iglesia argentina en el Cenáculo de Pilar, lugar de encuentro y deliberaciones. “Vos te preguntarás cómo es que no nos llama la atención la vida de afuera, las mujeres. En realidad, ese es un problema que tienen ustedes, no nosotros”. La charla se interrumpe, comienza la misa. Decenas de obispos, muchos de ellos ancianos, se arrodillan y les creo. La tía me sube al colectivo 128 y me lleva a dar un paseo. Es muy católica la tía. Nos bajamos en la avenida Sáenz, tan ancha y con vista al puente que cruza el río. La parroquia de Pompeya era tan imponente entonces como ahora. Me hacen arrodillar, juntar las manitos, hablar en voz alta y hablar en voz baja. La excursión termina, 160 corre hacia el barrio de Boedo y bajamos antes, en la esquina de San Juan. La pizza del Sol di Nápoli es un premio. La religión es utilizada en las canciones de rock cuando falta rima o métrica. También por los que fomentan el fanatismo. La religión es una changa que puede tornarse negocio millonario. Palabra objeto de burla para los adolescentes que pelean contra todo, y por los no tan adolescentes que quieren seguir siéndolo. “Ah, no sabía que mandabas al nene a colegio de curas”, pregunta uno, “Es que son mucho más baratos que los bilingües”, contesta el otro. El Vaticano, la Plaza de San Pedro, la Catedral, las catedrales, las parroquias más humildes, las sinagogas y las mezquitas. Todas son como grandes buques en medio del mar. Como grandes cargueros o transatlánticos que van lentos, imperturbables, convencidos de su rumbo y destino, seguros. Lo demás pasa rápido, afortunado o no, errático, mira de reojo lo que parece inmóvil. Lanchas presurosas que llegan antes, y a veces no llegan o rebotan. La calma da lugar al pensamiento. El apuro no. El Cristo está ahí desde hace siglos, colgado de la cruz, sangrante y mirando a todos. Nos sentimos observados, da cosa salir a la calle y comerse un chocolate. Le compro helados a mis sobrinos y uno para mí. Paso nuevamente por la puerta de la iglesia con el cucurucho en la mano. El interior del templo continúa caluroso. Me asomo y vuelvo a ver a Cristo, que me observa desde la altura, desde el desierto. Al viejo lo quebraron dos veces con eso de asistir a misa. La primera vez porque no le quedaba otra: se casaba con una católica practicante que no daría ni un paso en falso sin antes pasar por el altar. La segunda vez fue cuando los abuelos cumplieron sus bodas de oro. Entre una foto y otra unos veinte años de diferencia, y pareciera que con el mismo traje. Papá no entraba a la iglesia, pero respetaba a quien sí lo hacía. “Anda vieja, con los chicos. Me voy al bar y los espero”, decía, y no se quejaba.

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