domingo, 18 de agosto de 2013
EL ROBO DEL SIGLO
Estaría bueno deslizar los deditos, hacerse el disimulado y como un punguista, ir trayendo el librito al ras de la mesa. El señor de barba en el mostrador de vez en cuando miraba, como calculando. Se lo veía agobiado, cansado de estar ahí, rogando no tener que pescarme o pescarnos robando para no salir a corrernos. La avenida era ancha y no le convenía dejar solo el boliche a la calle. Pude ver a otros ejecutar el arte con cierta maestría, sin mirar a los costados, con aplomo. En nuestro caso, o en mi caso, ser sorprendido y denunciado con solo diez años de edad significaba el castigo eterno en casa. Más de una vez, Papá había enviado de vuelta a mi hermanito a devolver las monedas que el kiosquero le había dado de más. Hasta ese momento, yo no tenía ningún robo de libros en mi haber.
¿Por qué los demás tienen y yo no? Era una pregunta que me hacía a medianoche mientras todos dormían, como justificándome. ¿Es que no tengo derechos? Mañana lo voy a intentar, el librito ese de coches viejos esta a mano hace como dos meses. Nadie lo compra, yo no puedo, entonces me lo llevo. ¿Y si se lo pido al señor de barba canosa? ¿Y si se lo cambio? No, el señor aburrido no me lo cambiaba ni por diez ejemplares de historieta. Estaba cerrado a negociar conmigo, y yo que me la paso negociando con todos. Dejo pasar varios días y vuelvo por la librería esa de usados que no recuerdo el nombre. Buenos días señor, saludo desde la calle al don, con una sonrisa. A los cinco minutos me marcho y vuelvo la jornada siguiente a bordo del 155. La imponente trompa del Rolls Royce está en la tapa como invitando. Pregunto por dos o tres cositas y vuelvo a la batea. En eso, el señor camina hacia el fondo y los minutos pasan, se escuchan los sonidos de los sanitarios, de agua corriendo, es la oportunidad. Me bloqueo, no puedo traicionarlo, una cosa es afanar y otra hurtar. Dejo pasar el rato que el señor parece que me quiere dar para que robe y se termine todo.
Me llevo las manos a los bolsillos y así me encuentra. Me ofrece un caramelo relleno y pregunta de dónde vengo. Le cuento mi pequeña historia y mi afición por los coches. Hasta luego, y me tomo el 155. Retorno cuatro sábados más tarde y ahí está, contento de verme. Le ofrezco un negocio, pero no acepta. En cambio, me entrega un paquetito envuelto en papel madera “Abrilo en el colectivo” me dice. Decepcionado, miro al Rolls Royce, pero no lo leo. Lo devolveré el sábado siguiente. No era de trueque, ni siquiera robado, tampoco negociado. Yo no aceptaba regalos en aquel entonces.
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