domingo, 18 de agosto de 2013

RIO ABAJO

Ibamos río abajo, sobre una lancha por el Santa Lucía. El tío, atento con su dedo, que sostenía la línea. Con el otro dedo fumaba. Silencio total apenas quebrado por el chapuzón de algún Martín Pescador. Salimos desde una saliente del puente y flotamos a la deriva más de un kilómetro. Mi mano de pequeño soportaba otro hilo transparente, enrollado en un pedazo de madera. Sentí el tirón, fuerte, y me entusiasmé. Pegué un grito de alegría y entonces, la presa escapó del anzuelo. El tío me miró mal, dejó pasar unos segundos y me dio la primero lección. Hay que pescar en silencio. Cuando la tarde se iba yendo, pasamos por encima de un puentecito de madera que está sobre una laguna. Vamos a tirar acá, dijo el tío, y apoyó la bolsa con las líneas y las carnadas. Sacamos una tararira y otra, y otra más, y así continuamente. “La laguna está casi seca, tienen mucha hambre las guachas”, dijo. Otra vez un fuerte tironazo en mi índice. Empecé a recoger la cuerda y apareció una enorme tortuga, como esas acuáticas que se ven en la tele. “Acordate que después de ésta no sacamos más nada”, sentenció el viejo pescador. Dicho y hecho, y otra lección: cuando sacas una tortuga se corta la suerte. De noche, las estrellas son diferentes sobre ese banco de arena. Ahí estábamos aquella noche de verano, a oscuras, en medio del Paraná. Se escuchaban los chasquidos del agua contra las costas, algún pot pot de lanchas lejanas, un Sapucai perdido. En medio de las estrellas, una que se movía y titilaba, un avión descendiendo hacia la capital correntina, cien kilómetros río arriba. Los pies descalzos sobre la arena, el baqueano buscando sábalos que vienen a dormir a la orilla. Ya no importaba la pesca, solo las millones de estrellas como jamás las volví a ver jamás. Dos fiestas provinciales festejan allá. En una, el homenajeado es el dorado. En otra, el pecoso surubí. Los viejos pescadores, es decir, esos hombres que por miles salen a buscar el sustento todos los días, consiguen las changas del año para después volver a la húmeda rutina. Cuando la cosecha es buena, salen a la ruta a venderlos. Cuando se corta la racha o los vientos traicionan, los correntinos pobres tienen una frase para resumir su condición: hay una crotera…! Dicen, y se acabo la discusión. Al siguiente amanecer, salen con sol o no, a buscar lo único gratis que pueden extraer en sus vidas. El surubí es tan grande y pesado, que puede llegar a cortarte la mano. El dorado se agita y da pelea hasta cuando boquea fuera del agua. El armado emite un sonido como el del chancho, no muerde y se resigna a su destino de pescado. El sábalo apoya su cabeza en la orilla para descansar por la noche. La anguila, allá en Corrientes, no es eléctrica y de vez en cuando escapa del agua y cruza la ruta caliente. La palometa es chata, y devora imitando a su prima la piraña. La tararira es insaciable, y resulta un buen plato cuando el hambre aflige. Eso sí, cuando veas que un caparazón asoma en la superficie, acordate de guardar todo y da por perdido el día. Por lo menos, es lo que viví y aprendí.

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