domingo, 18 de agosto de 2013

LOS BARCOS

“Ya vas a ver cuando lleguemos a América, vamos a tener casa, dicen que hay mucha comida allá”, dijo doña Asumpta a bordo del Mare Nostro. El buque había salido una semana antes de Reggio, y a pesar del metal de su casco, crujía como los viejos barcos de madera. “Y cuando hagamos unas liras, volveremos a buscar a los demás”. Don Tonino, tan joven como Asumpta, mira el agua y muerde una astilla de madera. De repente, abandona el gesto serio y se ilumina de optimismo. Contesta: “necesitamos un sitio grande, un patio donde tejer la parra, y barriles para la pisada”. Pasan los años y el matrimonio hace una familia larga como la casa. A medida que nacen los chicos, se hace una nueva pieza y hasta agranda el baño, allá en el fondo. Ya estamos en 1960. Nacen nuevos bebés de los inquilinos, ninguno de ellos tanito. Corren en el patio, trepan los techos para arrancar los racimos mientras todos duermen, salen a la vereda a ver pasar los últimos tranvías. Y sin querer, van copiando valores de familia, trabajo, respeto, trabajo, costumbres, y por sobre todo, trabajo. Salím timbea con sus paisanos en la tercera clase del navío. Entre una tirada de dados y otra, aparece la preocupación. ¿Cómo se decían los números en castellano? ¿A qué país es dónde vamos? Todos ríen, juegan y bailan recuerdos en los crepúsculos de alta mar. Los rostros afilados de los mal llamados turcos miran fijo el horizonte líquido, de tanto en tanto. Después de bordear continentes divisan una línea blanca de edificios y se aferran a sus valijas de cartón. Uno de ellos, el abuelo que no conocí, desciende con hambre y no sabe el idioma. En un puesto cercano del bajo ve frutas y se tienta. Le hace señas al comerciante, formando círculos con sus dedos, uno al lado del otro. Sale de allí comiendo unas enormes uvas y años más tarde, después de desandar geografías a lomo de caballo, se dedicará a transportar toneladas de frutas, y de vides, río arriba. Fshshshshshshshs, fshshshshshshshshs, fshshshshshshsh. La máquina sube y baja, larga grandes bocanadas de vapor. Todo ocurre lenta y prolijamente. El hombre de ojos chiquitos sonríe, y le pasa alfileres a los papelitos que une a las mangas. Detrás de él, en sombras, una señora con pañuelo en la cabeza. Los modales son suaves y los plazos, precisos. Es un misterio la trastienda del local, iluminado con luz natural. La pregunta aparece todo el tiempo en mí, y tarda años en salir de mi boca. Solo una vez en mi vida conocí a una familia japonesa que no se dedicaba a ser tintorera. El tiempo hace salir las preguntas y trae respuestas. Me toca entrevistar a una pareja de viejitos orientales con motivo de la crisis económica no sé cuánto de nuestra historia reciente. ¿Por qué se hicieron tintoreros?. El señor en ojotas me responde: “Será por la dificultad del idioma. Estamos acá atrás, hablamos lo necesario con los clientes, será timidez, no sé” Salgo a la calle con esa y otras respuestas, y se cierra otra incógnita, creo.

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