domingo, 18 de agosto de 2013
EL ÚLTIMO COLECTIVO
El último colectivo ya había pasado, lo que significaba quedarse varado hasta el otro día. Calavera no chilla, a bancarse el frío, aunque sea verano. El umbral de la calle Tucumán es lo suficientemente ancho y largo como para estirarse un poco. Son las dos de la mañana y un patrullero pasa, los tres tipos me miran, el coche disminuye la velocidad. Me ven cara de pibe, y continúan su marcha hasta que en la esquina aflojan. Nuevamente, el humo blanco indica que no quieren trabajar de más. Una situación de estas se repite varias veces, por años, hasta el 83.
Todos con el pelo prolijo, la excepción son los jugadores de la selección nacional. Ellos tienen que dejar bien alto el honor argentino y se les permite hasta el tener barba. Nosotros en cambio, pantalón prolijo, documentos en el bolsillo, campera inflada azul. Documentos en el bolsillo, por las dudas. Son años donde existen las primaveras, pero el recuerdo los convierte en fríos.
El sol y el calor vuelven, de día y de noche, no hay madrugadas gélidas. Por la avenida Santa Fe, decenas de jóvenes ya no cruzan por la senda peatonal, lo hacen por cualquier lado. Rebotan de una vereda a la otra, hay mucho y nuevo para ver. Muchos llevan jeans con tiradores, sin remera, caminan distinto, se ríen de la cana. Los recitales post Malvinas hacen difícil la elección donde ir. Termina el baile, le saco el teléfono a una chica y vuelvo al conurbano. En mis bolsillos sigo portando documentos y el sueldo entero. Me duermo en el asiento de atrás, junto a la puerta, y voy a parar a algún arrabal desolado. Vuelvo caminando a casa, suenan los grillos y los pájaros de la madrugada. Así será cientos de veces. Meto las llaves en la cerradura, prendo la luz y deposito los billetes del salario en la mesada de la cocina.
Ya no ando tanto en colectivo, me las rebusco para conservar un coche que voy cambiando cada tantos años. “Pasá el semaforo rojo” dice mi acompañante ocasional. Miro de reojo la bocacalle, engancho la segunda y acelero. Se usa poco eso de manejar con el brazo apoyado en el marco de la puerta. “Mirá si me sacan el reloj”. Añoro el Bondi, que me permite mirar la vida en la calle y lo alto de los edificios, aquello que de más joven no notaba. No puedo leer mientras manejo. Quisiera dormir en una plaza, o quedarme a hablar de música en cualquier lado, a la intemperie. Ya no puedo, ya no podemos. Todos nos miramos con recelo, por las dudas. Todos nos desconfiamos. Papá, trotó las calles de la ciudad desde 1952 hasta que cayó enfermo. Si volviera no entendería nada, “no podría acostumbrarse”, me dijo alguien. Nosotros ya nos acostumbramos.
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