domingo, 18 de agosto de 2013
UNA DE CUADRITOS
“Abrigaditos en el barquito”, decíamos con mis hermanitos. Nos subíamos a la cama, tapados hasta la cabeza y simulábamos estar en altamar, abrigados por la pequeña embarcación. ¿De dónde salió eso?, me pregunté tantas veces... la explicación saltó de casualidad hace semanas, mirando en dirección al pequeño puerto de la provincia. Ahí al frente estaba la respuesta. Era de color beige con líneas marrones, minúsculo, espartano. Ventanas de vidrio cuadrados en su pequeña cabina, todo de madera de punta a punta. Un barquito en el que pudo navegar Langostino, alegre y a salvo de todo, como nosotros.
El zaguán estaba abierto hasta el fondo, como solían estar los zaguanes en tiempos menos paranoicos. Usábamos toda su extensión y hasta un pedazo de umbral para alinear las revistas de Columba que recibíamos de regalo de algún tío. La caradurez de ser chicos hacía el resto. Sentados, cara a la vereda nos sentábamos a la pesca de clientes hombres, no sé por qué razón no ofrecíamos la mercancía a las señoras. ¿Quiere comprar revistas? Todos contestaban por sí o por no. El sí era bienvenido, pero más contentos nos ponía el arrepentimiento del posible cliente. Decía no, caminaba unos diez metros y de repente giraba sobre sí mismo y preguntaba: ¿a ver, qué tenés? Lo demás dependía de nosotros. Sabíamos qué vendíamos aunque no nos gustaran ciertos personajes.
Más de una vez, sentado y rodeado de treinta o cuarenta ejemplares dispersos soñé con tener un gran galpón lleno de revistas de historietas. Una mañana fría, recuerdo la fecha exacta pero no importa, me presenté al llamado de un puesto. Entré a un deposito donde se apilaban millones de revistas, cada título y número en su pila. ¿Cuándo querés arrancar?, me preguntó el encargado. Ahora, le dije, y me encomendó la primera misión: revisar libros de historietas, primero la tapa, después la contratapa y por último los lomos. Trabajé en eso una semana hasta que llegó un camión, las cargó y se las llevó para Perú. No puedo sacarme el olor del papel viejo. Me quedé en ese lugar casi ocho años. Imaginen cuánto me desquité.
Primero el lápiz y en un ratito, el plumín cargado de tinta. De esa manera una y por horas hasta usar la goma para borrar todo rastro de boceto. Los ruidos y los aromas de la niñez nunca se olvidan. La plumita raspando la hoja, la modorra de la goma de borrar que se traba, pero trabaja igual. La radio a transistores y la escalera. Crear sin experiencia pero crear al fin.
Extraño no poder transportarme cuadrito por cuadrito, evadirme de la realidad. Navegar a la deriva pero con determinación. Conquistar a esa chica difícil. Extraño esconder las historias inconclusas debajo de la cama o en el último cajón del ropero. Quisiera estar al mando de un bombardero, debajo del artillero que se sienta en una burbuja. Ayudar al detective con la resolución del caso, que está delante de sus narices y no se da cuenta. Caminar, ahora que puedo, hasta el quiosco para que me vendan el último número de una aventura.
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