domingo, 18 de agosto de 2013
ILUSIONES
La fiesta se había terminado la noche anterior. Es decir, mi propia fiesta. Aunque en realidad, ese aire primaveral que tanto había costado conseguir, se venía haciendo humo hacía ya dos años. Mi juventud se alejaba, y el gobierno ya estaba alejado de nuestras ilusiones. Decía, que esa noche anterior a la metralla volvía de un fin de semana romántico en el campo en el que ilusionamos todavía, un futuro que juzgábamos obligatorio. Pero el país nos tenía reservado otro destino. Durante la mañana siguiente, los ejercicios de tiro del Regimiento 3 se prolongaron más de la cuenta, y comenzaron a llamarnos la atención. La guarnición estaba rodeada por dos importantes avenidas, muy cercanas a casa. Las estampidas aumentaban en frecuencia, con diferentes sonidos seguramente por ser distintas las armas que las disparaban. También aumentaba el calor en el ambiente, y hacia la diez de la mañana resultó irrespirable. Recuerdo el instante: mi mano derecha ajustaba una tuerca cuando alguien me comunicó la nueva. Habían entrado. Con mi socio, dejamos todo, bajamos la persiana y tomamos una radio portátil. Caminamos las quince cuadras hacia lo increíble. Los soldados que vimos no vestían de verde como en los tiempos de la guerra. La nueva tropa atravesaba la avenida en calzoncillos blancos, como liebres cruzando los campos.
Murieron los jefes, los achuraron como a chanchos, dijo un cana de la bonaerense parapetado en un Renault 12. Agáchense, carajo, gritó otro desde una azotea. Allá adelante, adonde diera la vista, el camión de asalto estacionado en el acceso, las botellas en el piso y a cincuenta metros más, un cuerpo quizás muerto. La jornada oscurecía, una época desaparecía para dar paso a otra, débil, impersonal, frágil y liviana. Hasta la política se iría a esfumar a costa de billetes ilusorios. Pero para eso faltaba. El humo de las bazokas y los tiros trazantes nos tenían de espectadores, periodistas, excitados incrédulos. Gritos de un lado y otro, y por horas la calma solo rota por algún tren. Volvimos al taller, teníamos hambre y creímos que ahí se terminaba.
El noticiero tenía más para nosotros, el presidente se encontraba en el Gobierno, rodeado de colaboradores. Más pasto para desprestigiar a los zurdos. Un gran justificativo para los verdes, que necesitaban levantar su puntería para con el pueblo que tanto los había halagado. Todo se iba al carajo, definitivamente. ¿Irse del país? Una posibilidad de oro, pero solo atravesamos Ezeiza en los años siguientes para conocer Europa y Miami. Sonaba fuerte el nombre del organizador, y no comprendíamos tamaña incursión a destiempo. ¿Para quién jugaron los imprudentes? ¿Les habían pagado?
Piedra libre para las brutales reformas que vendrían meses después, descrédito, inflación, desconfianza, pase de banda anticipado. Un historiador dijo que el siglo XX no empezó en 1900, sino en las trincheras de la primera gran guerra. Y que no terminó en el otro doble cero del 2000, sino un año después en Nueva York. Pudo haber ocurrido lo mismo en mi país, pero le dejo ese análisis a los que saben. Recuerdo el día después, el tableteo del helicóptero, los últimos tiros, el incendio en las tejas, el olor nauseabundo que duró día y se metió en todas las casas de ese pedazo de La Matanza. El presidente cabizbajo y temerario caminó esos jardines de muerte. En mi interior, sé cuando se terminó mi ilusión, y el de mis amigos, y de dos generaciones nacidas antes de la mía.
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