miércoles, 30 de octubre de 2013

ISLOTES

Viajábamos en la lancha colectiva, no hace muchos meses, cuando escuché la aseveración en boca de la guía de turismo. “El Delta se irá desplazando por el efecto de la arena y las aguas hasta que las islas lleguen a estar enfrente mismo de la costanera porteña. Pero no lo van a ver, porque van a pasar 250 años”. Tanta seguridad me arruinó el viaje y me la pasé preguntándome por qué. Todo era sonrisas en ese ómnibus de madera impulsado a gas-oil, y el sol y los gritos de los chicos contagiaban optimismo. El aire límpido atravesaba las ventanas y pegaba de lleno en esas caras acostumbradas a las sombras de la ciudad. Miré a un costado, mi madre sonreía. Más allá, las chicas también reían. Me mudé a una butaca de babor, y saqué el brazo para mojar mi mano con la fuerza de las aguas y me olvidé del asunto. El paseo estuvo bueno, de vez en cuando pasábamos raspando por debajo de alguna rama de sauce llorón, los pasajeros sacaban fotos y chupaban naranjas. La idea de las islas volvió a mi cabeza y para justificar mi disgusto imaginé miles de islotes más, y de riachos más, y todo ese encanto multiplicado por mil. Me puse contento y pensé en qué podría perjudicar el desplazamiento geográfico en sus habitantes. ¿Se acabaría el encanto? ¿Construirían rascacielos? ¿Será que el hombre es el responsable de todo? ¿Terminarían mis ilusiones de tener una casita en el Tigre? Como una idea que se queda en cerebro para destrabarse mágicamente cuando menos se la espera, el motivo de mi molestia se develó. Así como al hombre de pueblo no le gusta que le cambien demasiado el paisaje, lo mismo le pasa el de la ciudad. “No somos tan abiertos”, pensé. Salgo todos los días a la calle y veo edificios donde antes existían casas con buzones en las puertas y eso ya es demasiado. Quiero que los parques sigan estando en el mismo lugar, quiero que al empedrado nadie lo saque y quiero que el río siga siendo marrón, ancho y turbio. La línea recta del horizonte es lo único que nos queda y más allá hay otro país. Pero está bueno no tener que ver la costa de enfrente. Me imagino al hombre del Delta, despertando por la mañana, mate en mano y viendo la corriente que corre hace siglos. Quisiera que mi descendencia pasee por la costa imaginando lo que hay del otro lado.

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